Por José Joaquín Beeme
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Hoy junto dos crepúsculos de cine, dos parejas cómicas, dos amistades bastante improbables. Laurel & Hardy, o sus varias declinaciones nacionales (aquí Stanlio e Ollio respetaba los apocorísticos originales sin entrar en sus obvias diferencias de formato)…
…, y Agnès Varda con J[ean]R[ené] en su gira documental Visages Villages. Rodando van los primeros por teatros de provincia ingleses en el homenaje que les dedica de Jon S. Baird. Con más pena que gloria, porque un empresario sin escrúpulos les saca la graciosa vis con un vago anzuelo de película, nunca realizada, mientras la rueda de la comedia apunta a tipos como Abbot y Costello, grandes forzados de la risa; ellos se apuran entre reproches de infidelidad y nostalgia de los buenos tiempos con Roach y McCarey, sin que sus últimas, hiperprotectoras mujeres sepan entenderles: acaso celosas de su amistad, de su extraordinaria simbiosis. La película nos ahorra la tremenda decadencia (repetidos ictus y un adelgazamiento fatídico que jamás borrarán aquella carcajada anarcoide de niños incombustibles), para en su lugar dejarnos con dos sombras del bracete proyectadas sobre un ajado escenario. Sombra ya también, la vieja nuevaolera del pelo hongo, viuda de Jacques Demy y autora de exquisitos poemas fílmicos cruzados de biografía, que se alía a un larguirucho y mediático grafitero para, a lomos de furgón-laboratorio fotográfico, peinar la Francia profunda sacando del anonimato mediante entrevistas y gigantografías a representantes de eso que llamábamos proletariado. Otra ingenua / genuina mirada a cámara, otro amor de cine contra modos y modas, otro dúo final que ríe de sí mismo mientras muy en serio y a tragos largos se toma la vida.