‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’


Por Don Quiterio

     Tras su debut con dos películas netamente surrealistas como ‘Un perro andaluz’ (1928) y ‘La edad de oro’ (1930), Luis Buñuel busca la financiación para rodar ‘Las Hurdes, tierra sin pan’. El de Calanda se veía sin dinero, sin mecenas, sin nada.

    Y le tocó el gordo, desde luego. Porque su filantrópico amigo Ramón Acín, oscense e íntimo de Ramón Gómez de la Serna, le prometió que, si le tocaba un décimo de la lotería de navidad, financiaría  aquel proyecto. Y, ¡zas!, le tocaron cien mil pesetas, de las cuales veinte mil sirvieron para filmar una producción que propulsó la carrera del cineasta. Un rasgo de quijotismo, evidentemente, porque cumplió su palabra. Y por eso se erige en el verdadero responsable y hasta inspirador de una película provocadora y violenta, lacerante y mítica, de la que fue productor y coguionista.

  El catalán Salvador Simó ha asumido el riesgo de adaptar el homónimo libro ilustrado del historietista extremeño Fermín Solís, ‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’, sobre esta etapa del realizador calandino. Y lo hace desde el cine de animación, con fidelidad y resultados ciertamente notables, utilizando imágenes de archivo extraídas precisamente de esa película que Buñuel rodó, no sin complicaciones, allá por 1932, en la España más profunda. En ella muestra el director aragonés la cara más dura de una región montañosa de Extremadura, pobre y abandonada, geográficamente entre Cáceres y Salamanca, en la que no había más que piedras, brezo y cabras. Una tierra con una casi civilización paleolítica, de atraso y barbarie.

  Un documento fotografiado por el cámara francés de origen rumano Éli Lotar, quien pone en manos del calandino el volumen de Maurice Legendre ‘Las Jurdes: étude de géographie humaine’, un ensayo antropológico que retrata la miseria de esa región casi inhóspita, arrinconada entre hoces, cuya crudeza visual conecta indirecta pero palpablemente con el surrealismo de sus filmes anteriores. El retrato fidedigno no excluye la mirada personal, porque la realidad puede ser estrictamente sobrenatural. Y Simó tiene el acierto y la singularidad, decía, de mezclar las imágenes animadas con las imágenes reales rodadas por el turolense y su reducido equipo.

  Entre ellas, por citar algunas, las muy polémicas de la fiesta de La Albarca –varios jinetes arrancan de cuajo las cabezas de gallos suspendidos en el aire-, las del burro que muere entre estertores acribillado por las abejas que transporta –ante la pasividad del equipo de rodaje- o las de la cabra que se despeña desde unos riscos, en una escena preparada por el propio Buñuel, abatiendo a tiros al animal para así obtener la imagen de su caída. Doble sacrilegio: matar a un bicho para una película y cocinar artificialmente la imagen de un documental. Pero el escándalo sigue siendo la pobreza extrema (entonces) de un territorio y sus habitantes, acosados por el hambre, el paludismo, el cretinismo, el enanismo, el bocio… Viendo ‘Las Hurdes’ y la película de Simó, debutante como director aunque con apabullante experiencia en la industria de la animación, se percibe la delgada frontera que separa el realismo de lo surreal.

  Con guion de Eligio Montero y el propio Simó, ‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’ habla tanto de los avatares del peculiar rodaje como lo que bulle en la cabeza de un terco (y machista) Buñuel, sus pulsiones surrealistas, sus obsesiones, sus traumas de infancia. Un joven cineasta aún sin consagrar y un tiempo en el que buscaba su propio lenguaje, acaso sus impulsos para satisfacer su ego surrealista.  Aquella filmación fue un punto de inflexión en su carrera como intento de moldear el surrealismo, su cine. Porque le hizo madurar y acuñar la marca personal de su obra en el futuro. Su lenguaje surrealista cercano al de Salvador Dalí pasó a ser menos visual y más humano.

  El resultado es esta aventura animada de hora y media escasa por los meandros de una personalidad polémica e inabarcable, un tipo de voz grave y acento fuertemente aragonés, campechano pero cosmopolita, tan pijo y tan paleto a la vez. Una aventura que se recrea con todo detalle en este largometraje sensible y bello, realista y cuidado, acerca de una tierra de poblados laberínticos y tejados de una piedra semejante al caparazón de las tortugas, de ahí el título del filme de Simó.

  Con producción de Manuel Cristóbal, en la que también participa como asociado el calandino Javier Espada, ‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’ es una animación sobre el director aragonés, en efecto, pero del mismo modo un tributo a Ramón Acín, el verdadero alma de la película. De esta y de aquella, habría que decir. Los amigos de la infancia se reencuentran en Huesca, en 1930. Acín es pintor, caricaturista, escultor, escritor ocasional en periódicos y, sobre todo, pedagogo. Y abrazó el radical individualismo humanista de cierto anarquismo, siempre más comprometido con la transformación social que con el arte por el arte de su paisano. Fusilado en la tapia del cementerio de Huesca tras el golpe de estado de 1936 (diecisiete días después, su mujer correría la misma mala suerte), a Acín le obsesionaba tanto la educación que no entendía cómo siendo como somos tan listos de niños acabemos tan tontos de adultos.

  En ‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’ se insertan tomas descartadas por el aragonés en el montaje definitivo de ‘Las Hurdes’ e, igualmente, vemos los madrugones del pequeño equipo para acercarse desde el monasterio de Las Batuecas, donde dormían, hasta las villas inhóspitas de techos de pizarra a las que solo se llegaba andando o en burro, los enfrentamientos entre los amigos (Buñuel, Acín, Lotar, Sánchez Ventura o el poeta surrealista y periodista francés Pierre Unik), el paisanaje hostil, las gentes deformes y míseras y, desde luego, la actitud de Buñuel ante todo eso y ante su propia estética. Un realismo que se extiende al tono emocional del relato –contenido pero muy expresivo- y al retrato del protagonista, que aparece como el ser humano difícil que era.

  Otro argumento que recrea con bastante desasosiego ‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’ es lo que el calandino denominaba “recreación dramática de la realidad”. Disparar, como decía más arriba, contra una cabra para que se despeñe o dejar atado a un burro, y sin vía de escape, para que sea literalmente devorado por las abejas no es tanto una animalada, que también, como la exigencia de contar las cosas como son. El mismísimo Robert Flaherty, el de ‘Nanuk, el esquimal’ (1922), apostaba por la manipulación de las acciones para realzar la verosimilitud de lo narrado y acentuar, así, los sentimientos en el espectador. Tampoco ‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’ parece acercarse con exactitud a la realidad. Como decía aquel, que la realidad no te estropee un buen documental. Porque el propio Simó, un animador con una larga experiencia en superproducciones como ‘El hombre lobo’ o ‘Skyfall’, tiene claro que se trata de una interpretación dramática de lo que ocurrió. Como Buñuel deseaba emular la realidad que ingeniaba para que nadie ni nada, ni la realidad misma, le fastidiara el rodaje. Es la pasión por deformar la realidad hasta el punto de utilizar métodos controvertidos para, por así decirlo, romantizar y exagerar.

  Con una adecuada banda sonora a cargo de Arturo Cardelúa, ‘Buñuel en el laberinto de las tortugas’ chirría algo en las voces de algunos personajes, que suenan a veces demasiado planas, y ciertos gags que no funcionan bien. Pero el conjunto es un filme singular, compacto, aunque habría que achacarle igualmente un exceso por simplificarlo todo. Faltan, a mi modo de ver, zonas de sombra y sobran las explicaciones. Acaso la película sea más tierna que el cómic original. La ambigüedad era una de las marcas de la casa buñueliana y aquí, maldita sea, brilla por su ausencia. En cualquier caso, es de agradecer un trabajo hecho con tino y humor, mimo y elegancia. Y destacar, finalmente, la participación de otro historietista, José Luis Ágreda, en calidad de director artístico.

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