Tópicos tozudos propugnados sin desaliento …


Por Fernando Usón Forniés

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

Volvemos con esta sección tras una prolongada interrupción ocasionada por otros temas de actualidad (el ciclo que la Filmo dedicó a Lang, las votaciones de Sight and Sound).

En esta ocasión tratamos sobre uno de los géneros más emblemáticos, seguramente el más original, que ha alumbrado el cine a lo largo de su historia: el cine cómico, burlesco o slapstick. Debido a la extensión del trabajo, en esta primera entrega nos concentraremos en algunas cuestiones generales y en las figuras de Charles Chaplin y de Harold Lloyd, dejando para el próximo número a Buster Keaton y Leo McCarey.

TÓPICO 11A. El cine cómico es Chaplin y Keaton.

PARTE 1.

Antes de comenzar con el tópico puro, nos gustaría dejar constancia de algo que, no por sabido, ha de pasarse por alto: la radical diferencia entre el cine cómico y la comedia. Pues hay quien, en ocasiones, parece confundir estos géneros dispares, debido a que ambos recurren al humor como motor de las películas…, o más bien, recurrían, ya que el gran cine cómico es, por desgracia, historia. Sin embargo, entre cómico y comedia hay diferencias esenciales, selladas por las estrategias totalmente diferentes que utilizan: su relación sería, por poner un símil, algo parecido a lo que en biología se conoce como convergencia evolutiva.

En efecto, mientras la comedia emplea recursos narrativos convencionales, en el sentido de que son comunes a otros tipos de cine, como la gran familia del drama (con toda su cohorte de géneros: melodrama, maurodrama, film noir, bélico, etc.), el slapstick utiliza resortes propios, a veces sumamente laxos desde el punto de vista de la construcción dramática. Esta peculiar idiosincrasia podría, de hecho, explicar por qué el cine cómico fue, junto al documental, el último en incorporarse al modo de largometraje (ni Chaplin, ni Keaton, ni Lloyd rodaron ninguno hasta el mismo año de 1923: parece que se hubieran puesto de acuerdo), y que, en realidad, ya hubiera madurado perfectamente con el formato del cortometraje; y su notable especificidad se hace patente al constatar que sus practicantes apenas nunca cambiaron de género o lo hicieron muy tardíamente: tan sólo Chaplin rueda un par de melodramas, y McCarey lo hace cuando ya ha abandonado el slapstick definitivamente, mientras que, por el lado contrario, Lubitsch, Stiller y Hawks, por ejemplo, alternan sin interrupción dramas con comedias.

Las diferencias entre ambos géneros son abundantes y notables. Para empezar, mientras el objetivo primordial de la comedia es poner en solfa las convenciones sociales, el del cine cómico es todavía más ambicioso: no sólo subvertir en profundidad el entramado social, sino, más aún, poner en evidencia el carácter absurdo del mundo, o mejor, de eso que entendemos por realidad. Por ello, el cine cómico fue admirado hasta el delirio por los surrealistas: porque consiguió con elegancia y contundencia algo que ellos pretendieron, la subversión de lo real. Para seguir, mientras una comedia progresa fundamentalmente a base de secuencias, habitualmente muy dialogadas (aunque la película sea muda), la unidad de sentido del slapstick es el gag, herramienta puramente visual, y más tarde sonora, prácticamente siempre independiente de los diálogos (aunque tampoco se renuncie al gag verbal, como muestran los intertítulos silentes de H. M. Walker, o ya en el sonoro, las invectivas absurdas de los hermanos Marx): por ello, la comedia encontró un campo ideal en el cine sonoro, y se expandió y desarrolló de manera espectacular, mientras el cine cómico, si bien aguantó el tipo a comienzos de los 30, acabó por amustiarse, para recuperarse efímeramente, a modo de coletilla, a finales de los 50, con Tati y Jerry Lewis, y tras ellos, volver a ajarse definitivamente (no eran, desde luego, los chuscos Mel Brooks y Woody Allen directores capaces de mantener el género con salud). Todavía más: mientras los recursos formales de una comedia no difieren en lo esencial de los de otros géneros, los más específicos del cine cómico son casi, casi intransferibles, y se basan, más que en la planificación propiamente dicha y mucho más acusadamente que en los otros géneros, en el montaje interno al plano y en la coreografía de los movimientos, o aun más específicamente, en imágenes como el equívoco visual o el trampantojo; incluso rara es la escena en el género donde lo verdaderamente significativo debe encontrarse en resortes como la iluminación o los movimientos de cámara (con la notable excepción de “El hermanito”, de Lloyd, abundante en detalles de sobresaliente planificación, cuya muestra más insigne sería la preciosa escalada al árbol de Harold para despedirse de la chica). También, si la interpretación de la comedia surge, como la del resto del cine, de la pantomima y de lo teatral, la del burlesco, en cambio, acusa sobremanera sus orígenes circenses: la pantomima se exacerba o se esquematiza según las reglas del clown, y la credibilidad de las expresiones o la habilidad para recitar los diálogos cede la preponderancia a la capacidad para los malabarismos, el contorsionismo y cualquier tipo de piruetas que quepa imaginar: no por nada, pese a su apariencia enclenque, Chaplin, Keaton y Lloyd eran atletas consumados.

Por todo ello, aunque a veces el cine cómico parezca coquetear con otros géneros, el resultado nunca puede considerarse cabalmente como una mezcla de ellos, en el sentido en que, por ejemplo, “La batalla de los sexos” es un cruce de comedia y melodrama. Chaplin lo demostró sobradamente con sus dos obras maestras: “La quimera del oro” se apoya en un argumento más típico de un film de aventuras, y “Luces de la ciudad” rebosa de convenciones melodramáticas, pero las dos son inequívocamente cine cómico…, por más que en la sublime “Luces de la ciudad” las abundantes carcajadas no hagan más que congelarse una vez tras otra.

El cine cómico, de hecho, acusa en los comienzos de su plenitud una evolución absolutamente particular, dándose la paradoja de que el género que menos tardó en madurar fue el que más persistentemente conservó ciertos rasgos primitivos. Mientras a principios y mediados de la segunda década del siglo XX el resto del cine alcanzaba el objetivo de dirigir y centrar la mirada del espectador hacia lo considerado esencial, gracias sobre todo al desglose de una misma secuencia en varios planos, aunque también a la orientación de la luz, a la disposición de los decorados y a otros factores, el slapstick mantuvo, en cambio, la dispersión y libertad del punto de vista más propia de cierto cine primitivo, mostrando preferencia por los planos secuencia, generales o enteros, donde se mostraban varias acciones a la vez, aunque ciertamente conquistando una orquestación sutil y una depurada sincronización que muy rara vez se encuentra en el cine de los orígenes (preferencia, por cierto, que volvería efímeramente al cine con el uso de los formatos panorámicos, en películas como “Wichita” o “Tú y yo”, o incluso antes, en el cine de Shimizu y Mizoguchi). De hecho, sobre todo en los años 10, cuando un gag no se muestra en plano único, como mucho dos o tres, es habitualmente por cuestión de imposibilidad física, bien espacial (por ejemplo, porque la acción tiene lugar a ambos lados de una valla, como en “Gentlemen of nerve” y “Vida de perros”, ambas de Chaplin), bien humana (como la pormenorizada escalada al rascacielos, llena de percances, en “El hombre mosca”, de Lloyd); o si acaso, porque se genera gracias al uso de la elipsis (como el policía al que se zampan los leones en “Siete años de mala suerte”, de Max Linder). Tal vez de deba también a esa concordancia con el cine primitivo que el slapstick, en una época en la que el rodaje en estudio era la norma, tuviera predilección por los escenarios naturales, e incluso por utilizar como figurantes a auténticos transeúntes; y también a ella puede deberse su escasa pretensión de verosimilitud, como bien muestran tantísimos tiros dirigidos a las posaderas de los personajes, los cuales continúan pululando tan campantes.

Otra característica privativa del burlesco es la asimilación casi total entre actor y personaje, que se confunden hasta un punto imposible en cualquier otro género: así, los protagonistas de las películas se llaman Charlie, Fatty, Max, Mabel, Harold, Mildred, Keaton, Mr. Davidson, Stan y Ollie, etc. Tal era la fusión, así como la complicidad que se llegaba a establecer entre el actor y su público, única en toda la historia del cine, que los cómicos no dudaban en hacer guiños que, sin duda, harían las delicias de los espectadores de la época: en “El hombre mosca”, la nómina que pagan al protagonista va al nombre de… Harold Lloyd; en “El gran espectáculo”, no sólo Keaton se multiplica en diversos personajes y el mismo Buster se clona hasta el vértigo, sino que los artistas del show se llaman Keaton, Keaton, Keaton…

Tantas peculiaridades convierten el cine cómico en una de las manifestaciones más originales del séptimo arte, y como tal, fue justamente apreciado por críticos y artistas por igual, cuando menos en las primeras décadas del cinematógrafo: no sólo la vanguardia surrealista, también los cineastas soviéticos o pintores cubistas como Léger expresaron su admiración por el género. Se comprende si se bucea en el cine de la época, ya que, en la segunda década del siglo XX el burlesco, abanderado por Chaplin, Lloyd, y tangencialmente el “Manhattan madness” de Dwan, era una parte abrumadora del cine de altura de la época, mientras otros géneros, como el melodrama y la comedia, tan sólo abandonarían su característico encorsetamiento literario cuando, ya en la década siguiente, se absorbieran definitivamente las enseñanzas de Griffith, DeMille, Maurice Tourneur, Sjöström y Stiller fundamentalmente (aunque algunos directores, incluso prestigiosos, persistieran en un rancio academicismo, como bien muestran algunos mohosos títulos de Rex Ingram o Herbert Brenon).

Posiblemente sea el slapstick el género más específicamente cinematográfico, en el sentido de que, más que ningún otro, es sumamente refractario a un análisis escrito, de que resulta imposible describir verbalmente muchas de sus secuencias (a no ser que se recurriera a una prolijidad tal, que los actos acabarían desdibujándose al deber enumerar tantas pequeñas y sutiles acciones), de que su desmenuzamiento no aporta ninguna luz a los intereses discursivos de sus autores, y de que su unidad discursiva, el gag, es irreductiblemente visual. Algunos momentos álgidos de la corriente, uno por cada genio que la cultivó, bastan para ejemplificar lo dicho: el vaivén por el patio de vecinos de Keaton y sus compañeros, hechos una torre humana, en “Vecinos”; el deambular de Harold por el edificio en obras de “Viaje al Paraíso”; el ir y venir, ocultándose el uno del otro, por los pasillos y las habitaciones de la casa de Mr. y Mrs. Moose en “Mighty like a Moose”, dirigido por Leo McCarey; el combate de boxeo convertido en ballet desesperado por Chaplin en “Luces de la ciudad”.

En lo que no difiere el burlesco del resto de los géneros es en una cuestión extrínseca: en que el panteón elaborado por la tradición crítica es extremadamente restringido y más bien tendencioso. En concreto, tan sólo se suele apreciar a Chaplin, y si acaso a Keaton (y al primero, nos tememos que en gran parte debido a su ideología izquierdista combinada con su tendencia lacrimógena, muy dickensiana), como si el slapstick fuera sólo ellos y no toda una tendencia, una de las más productivas del cine mudo. Ciertamente, se debe reconocer que el gran cine cómico silente, por más que se iniciara a la vez en Europa, gracias sobre todo a Max Linder y a algunos pioneros británicos, puede considerarse una manifestación puramente americana, pues fue en Estados Unidos donde se convirtió en un auténtico movimiento, donde maduró y donde alcanzó su plenitud (las primeras películas de Linder que conocemos no nos parecen nada excepcionales, y es más, el galo abandonó Francia en 1920 para trabajar en Hollywood), hasta el punto de que incluso directores en un principio ajenos a él llegaron a introducir momentos de puro slapstick en algunas de sus películas (Vidor en “Wine of Youth”, 1924, y “Espejismos”, 1928, Dwan en “Juguete del placer”, 1924, y “De la cocina al escenario”, 1925). Pese a ello, sería injusto olvidar algunas estupendas muestras europeas, producidas tras la gran eclosión americana y que vuelven a dejar traslucir la gran admiración que se sentía por el burlesco: “La princesa de las ostras” (Lubitsch, 1919), “Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques” (Kuleshov, 1924), “La muchacha de la sombrerera” (Barnet, 1927); y también, pese a su adscripción surrealista, o quizás reafirmando la íntima conexión entre las dos manifestaciones artísticas, los dos primeros Buñuel, “Un perro andaluz” (1929) y “La edad de oro” (1930), los cuales hacen, al igual que el burlesco, del gag su herramienta fundamental de sentido.

Tampoco se debe olvidar, por mor de Keaton y Chaplin, una razonable cantidad de nombres exclusivos del género y merecedores de recuerdo y aprecio, empezando por precursores como el elogiado Max Linder, el olvidado Lewin Fitzhamon (al que se debe la, quizá, primera joya del género, la irresistible “El estornudo fatal”, 1907), o incluso Grittith (con otra joyita, de 1909: “The curtain pole”), y siguiendo con coetáneos de los dos cómicos por antonomasia, como los notables Fatty Arbuckle, Charles Bowers, Harry Langdon, o los popularísimos Laurel y Hardy. Sin embargo, si nos hemos decidido a recusar este tópico, no es porque consideremos que estos cineastas, poco apreciados por lo general (salvo Griffith, pero sus incursiones en el género son muy tempranas, y ajenas a las principales líneas de fuerza de su obra), puedan disputarles, ni de lejos, la supremacía a Keaton y a Chaplin, sino porque hay otro genio del slapstick que sí puede, Harold Lloyd, y un segundo al que poco le falta, Leo McCarey. Al menos, es cierto que, aunque resulte insuficiente, a Lloyd siempre se le han reconocido una escena y un icono emblemáticos no sólo del género, sino del cine entero: la escalada al rascacielos y la imagen de Harold colgando de la aguja del reloj en “El hombre mosca”. A McCarey, ni eso; quizá porque su apasionante obra muda, aunque algo inferior a la coetánea de los tres reyes del slapstick, es prácticamente desconocida, y también porque su más deslumbrante aportación al género, “Sopa de ganso”, ya en el sonoro, ha publicitado más el nombre de los Marx que el del director.

Curiosamente, los dos, Lloyd y McCarey, presentan cada uno su peculiaridad, lo que quizás haya contribuido a su escaso aprecio, más hogaño que antaño, pues durante décadas Lloyd fue igual de prestigioso que Keaton y apenas menos que Chaplin, y tan popular, o más, que ellos. Harold Lloyd, en un género donde la norma era que director y actor principal fueran la misma persona (otra peculiaridad del slapstick), nunca figuró como director oficial en su etapa de gloria, aunque sí fuera codirector no acreditado, amén de su propio productor, y ciertamente la titularidad final de la dirección fuera en su caso irrelevante…, salvo, en ciertos aspectos, al cundir opciones de puesta en escena más propias de director, en “El hermanito”, firmada por Ted Wilde, J. A. Howe y con colaboración no acreditada de Lewis Milestone…, aunque, irónicamente, nada en la obra de ninguno de los tres sea comparable a esta gran película. Por el lado contrario, Leo McCarey nunca interpretó ninguna de sus películas, cuyas estrellas solían ser Charley Chase, Max Davidson o Laurel y Hardy, si bien el californiano también era productor y guionista de prácticamente todos esos filmes.

Repasemos brevemente las trayectorias de los cuatro genios mudos del slapstick (el quinto, ya en el sonoro, sería Jerry Lewis), concentrándonos especialmente en sus respectivos inicios, consistentes en filmes de una, dos o tres bobinas, por lo general la parte más desatendida de su obra.

Chaplin.

Charles Chaplin es el genio básico del género: él fue el primero, que sepamos, en insuflarle mayor ambición artística y discursiva, pues mientras hasta entonces el slapstick parecía basarse en la ética y la estética de la bofetada y la persecución, utilizando gags habitualmente bastante pobres por concepto e incluso por ejecución, el inglés aportó un refinamiento en su elaboración y una intencionalidad crítica hasta entonces impensables en este tipo de cine. Ahí está para comprobarlo el emblemático Max Sennett, con sus inefables Keystone cops y bathing beauties, sus tartas de merengue y sus carreras de coches, cineasta que aún arrastra un tenue e inmerecido prestigio, y cuya indiscutible importancia en la historia del cine no es la de un distinguido director, sino la de un avezado productor, ¡con más de mil títulos en su historial!, ya que en su compañía se formaron muchos de los grandes cómicos: Chaplin, Swanson, Langdon, Arbuckle, que a su vez formó a Keaton; incluso también figuró en su nómina, ocasionalmente, Lloyd. Basta con ver la muy mediocre “El romance de Tillie” (1914), con una insoportable y pretendidamente cómica Marie Dressler, para comprender las grandes limitaciones de este precursor.

Las primeras películas de Chaplin, rodadas precisamente para Keystone, se integran en la comicidad fácil y chabacana de las producciones Sennett: el humor de la torta fácil y los excesivos aspavientos, esa serie de vulgaridades con las que muchos todavía identifican el cine cómico, ignorando la gran depuración y finura alcanzada en sus grandes cotas. Desde luego, las ordinarieces a la Sennett no son tan ajenas al Chaplin de esa época, como muestra su obsesión por las posaderas, o la mala leche y mano fácil de la que suele hacer gala Charlot. Sin embargo, en un brevísimo lapso de tiempo se aprecia una evolución vertiginosa en el humor de nuestro hombre, que comienza a incorporar situaciones humorísticas y elaboraciones mímicas mucho más sutiles. Este refinamiento fue casi inmediato, pues ya se afianzó en el mismo año de su debut como director, 1914, y dentro de la misma compañía, a partir de “The property man”. En este film hay un gag que ilustra que Chaplin empieza a alejarse de la fácil comicidad de tortas y caídas, y que empieza a utilizar el humor con intención psicológica y estupenda puntería: Charlot enseña el letrero de “Prohibido fumar” al artista flacucho, reconviniéndolo, pero, luego, cuando le llega el turno al forzudo opta, tras pensárselo un instante, ¡por darle la vuelta al cartel! También en el mismo año, el deseo del cineasta, no demasiado acusado todavía, por trascender lo meramente cómico comienza a evidenciarse en su tímida incorporación de estrategias del folletín sentimental en “The new janitor”, como también en la flagrante contradicción entre los hechos reales y el deformado relato que Charlot hace de los mismos en “The face on the barroom floor”.

Llama la atención, y pone de manifiesto la ambición de Chaplin, el hecho de que en estas películas primerizas, ni siquiera veinte años después de inventado el cinematógrafo, ya exista un discurso sobre el propio medio, muchas veces de forma muy elegante; no tanto por la exhibición de los entresijos de un rodaje que es la base de “The masquerader”, sino sobre todo por ese señalamiento de la cámara, denunciada por un persistente Charlot que, una vez tras otra, se cuela literalmente en los planos del supuesto reportaje de “Kid auto races at Venice”; y aunque, desde luego, la puesta en evidencia de la cámara es común a gran parte del género (por ejemplo, a Arbuckle y a Keaton), es patente que Chaplin sabe explotar el recurso a fondo. Hay todavía más casos de discursos metalingüísticos, como en “The property man”, con ese público del teatro que parece doblar al del cine, coronándose la relación especular con ese gag irrealizable en el que el público del vodevil es regado por Charlot; o como en “Gentlemen of nerve”, donde el público de las carreras va desentendiéndose progresivamente del espectáculo dentro del film para concentrarse, mucho más divertidos, en el espectáculo del film (un año antes, por cierto, de que Griffith hiciera algo similar en “El nacimiento de una nación”): las discusiones y flirteos de Chaplin, Mabel Normand y el resto de la troupe (y se debe añadir que los sucesivos cambios de pareja y las reacciones de los espectadores tienen lugar compartiendo los mismos planos generales). “Gentlemen of nerve” es, de hecho, el mejor trabajo de Chaplin para la Keystone, junto a “The rounders”. Esta última brinda el encuentro de Chaplin con otro de los grandes cómicos, Fatty Arbuckle, y el resultado es sobresaliente, entre otras cosas, por las chispeantes coreografías ejecutadas por los dos actores, así como por utilizar, en concreto en la secuencia del restaurante, esos planos, de nuevo, que todo lo abarcan, pletóricos de acciones y sabiamente pautados.

En 1915, Chaplin cambió de compañía productora. Su paso a la Essanay confirmó la evolución de su trayectoria, aunque sin impulsarla demasiado, pues tan sólo dos títulos de relevancia se añadieron a su filmografía: “A night in the show” y “The bank”, en la última de las cuales el cineasta tuvo la lucidez de contrarrestar su ya imparable tendencia al sentimentalismo con, al despertar el bedel del sueño, el abrazo a la fregona.

El camino ascendente de Chaplin sería incontestable un año después con su paso a la Mutual, donde rodó, entre 1916 y 1917, muchos de sus mejores y más hilarantes cortos, los que definitivamente lo convertirían en un gran director, por la perfección de los gags, cada vez más sofisticados y musicales, y por la finura de la mirada, más perspicaz y crítica. Ya dos de 1916, “Charlot empleado de bazar” y “El prestamista” muestran a un Chaplin sumamente pautado y seguro de sí mismo…, tan seguro y tan consciente de su popularidad, que, en la primera, brinda la aparición de un doble, creando de paso un excelente número que, años más tarde, con la justificación de los espejos, recuperarían, primero Max Linder, luego Charley Chase, y que llevaría a la perfección McCarey en colaboración con Groucho y Harpo Marx. Chaplin acrecienta en estos cortos la mala sombra y el carácter revanchista de Charlot, pero el patizambo ya no es tan evidentemente agresivo como en sus inicios, sino mucho más sibilino y premeditado (en “El prestamista” Charlot abate con la escalera una y otra vez a su colega, a un policía y a su jefe, ¿inintencionadamente?), y eso sí, igualmente cruel (es antológico, en el mismo film, el destripamiento de un despertador ante un boquiabierto cliente, al que, encima, Charlot le propina un martillazo… de plástico). Asimismo, la picaresca se hace más sutil, como ilustra esa pelea de los empleados de “El prestamista”, interrumpida en un santiamén por la llegada del jefe: ambos vuelven a sus puestos como un relámpago y, sin inmutarse, aparentan estar concentrados en sus labores.

Los últimos cortos para la Mutual marcan ya la madurez definitiva de Chaplin. Basta con ver la espléndida “Charlot tramoyista de cine” (1916), uno de sus mejores cortometrajes, y comprobar la perfección de los gags, el partido que se saca de cada situación (por ejemplo, el elaboradísimo juego con la trampilla, o el detalle de los pantalones descosidos del director), o constatar la afianzada carga satírica de las situaciones, más absurdas (Charlot se enfrenta al agresivo capataz con unos pasos de ballet), críticas (el capataz se tira a la bartola y sólo trabaja su ayudante, pero cada vez que viene el productor, el agotado asistente está desfallecido, por lo que la fama de vago se la lleva él), osadas (el equívoco homosexual que genera una Edna Purviance disfrazada de chico) e irreverentes (los tartazos que recibe el actor que encarna al obispo). Y hay también una gran y cariñosa ironía que empapa el film, pues si Charlot sigue tirando tartas de merengue, ya no se trata del viejo truco, sino de una referencia más a los entresijos del quehacer cinematográfico de entonces. Hay dos desajustes deliciosos: las tartas que acaban aterrizando en el set incorrecto, el de la corte regia con toda su pompa y parafernalia, poniendo en evidencia las convenciones del género melodramático; y la antológica réplica del actor que, tras recibir un par de dianas en pleno rostro, se marcha airado declarando: ¡“No me va este rollo tan intelectual”! Con “Charlot tramoyista de cine”, Chaplin ya ha logrado una de las cumbres de su obra de dos o tres bobinas, y los trabajos que seguirán, pese a algunos altibajos, no harán más que certificar su madurez expresiva: “La calle de la paz” (1917), “El balneario” (1917), “El emigrante” (1917), y ya para First Nacional, “Vida de perros” (1918), “Los ociosos” (1921) y “El peregrino” (1923), son otros de sus grandes cortometrajes, siendo quizás el más relevante de cara a la evolución del cineasta “El emigrante”, por conjugar por primera vez en su filmografía armoniosamente humor, drama y crítica social: aunando los tres, es justamente famoso el ¿gag? en el que, tras un plano de la Estatua de la Libertad, a los emigrantes del barco se los arrincona con unas cuerdas. Ahora bien, Chaplin no alcanzará su plenitud hasta que no dé el salto al largometraje. Paradójicamente, su primera obra maestra será un melodrama, no desde luego la sobrevalorada “El chico” (1921), sino la admirable “Una mujer de París” (1923); y aun iría más lejos con la inmediata “La quimera del oro” (1925) y, ya en los albores del sonoro, con la pasmosa cumbre de “Luces de la ciudad” (1932).

Lloyd.

El siguiente gran cómico, cronológicamente, es Harold Lloyd. En su caso, sin embargo, resulta mucho más complicado constatar su evolución, pues desde 1915 hasta 1921 rodó la friolera de nada menos que entre 150 y 200 cortometrajes, muchos de los cuales, o bien han desaparecido, o bien nos han llegado fragmentariamente, o bien apenas han sido difundidos. Por lo poco visto de sus primeros trabajos, parece claro que Lloyd no consiguió descollar mientras se atuvo a su primer personaje, Lonesome Luke, una suerte de imitación de Charlot; cuando menos, “Luke’s movie muddle” es, con diferencia, la peor película suya que conocemos. Pero en 1918 Lloyd conseguiría dar en la diana con su nueva encarnación: por supuesto, Harold, el espigado gafotas con pintas de petimetre y de no haber roto un plato en la vida. Con el hallazgo de su personaje definitivo, la evolución de Lloyd fue fulminante: ya en 1918, con cortos como “Two-Gun Gussie” y “The city slicker”, el cineasta consigue perfilar su propio estilo, y al año siguiente da comienzo su cosecha de buenas y excelentes películas…, aunque otras, como “Next aisle over”, sigan siendo algo burdas. “Ask father” (1919) ya es, dentro de lo modesto de su planteamiento, modélica, concatenando sus variadas situaciones cómicas con ritmo infatigable y pasmoso sentido del movimiento. “A Sammy in Siberia” (1919), sin renunciar a los rasgos anteriores, aporta un sentido de la hipérbole (como el gigantesco pan que el abuelo unta en el tazón de leche) que, en cortos posteriores, acabará desembocando en una cualidad puramente surreal (ejemplarmente, en “Mi lindo automóvil”, donde Harold es literalmente engullido por el motor de su coche, donde el vehículo se arregla ¡con una dosis de droga!, o donde una tienda de campaña se desplaza sola por las carreteras…). Y “Hacia Broadway” (1919) es ya un logro indiscutible, donde, aparte de aparecer, quizá por primera vez, el característico gag lloydiano de la percha, se localizan las primeras deslumbrantes set-pieces del cineasta; en concreto, la persecución a Harold por la patrona y el matón en las escaleras de la casa, y muy especialmente, la frustrada redada policial en el local clandestino, coronada por un gag (otro más) antológico: Harold va a besar a Bebe, la chica, y con objeto de resguardarse de la mirada del espectador, retira un biombo…, dejando al descubierto una pareja de policías… que están tomándose unas copichuelas.

La gran distancia marcada con el modelo de Chaplin le posibilitó a Lloyd una crítica más despiadada de la sociedad americana. Su nuevo personaje no es, como Charlot, marginal, sino uno perfectamente integrado en el engranaje social (aunque a veces también pase apuros económicos, en él nunca se huele la miseria), avispado, lleno de malicia, y sobre todo, de una competitividad agresiva que, frente a la pervivencia de lo decimonónico en Charlot o el dominio de lo maquinista e industrial que caracterizará a Buster hasta rozar la abstracción, convierten a Harold en epítome inmejorable de la sociedad competitiva y hedonista de los felices años 20 americanos (por ejemplo, es de notar la continua competición por “la chica”, o cómo, a diferencia de sus colegas, Harold se prodiga en una fiesta tras otra). La picardía de Harold ya está presente, como mínimo, en “Two-Gun Gussie”, en el disparo a la lata, que mueve con una cuerda un negrito al que Harold ha pagado previamente. Y sin embargo, el falso tímido aún hace gala de mayor cara dura en “The city slicker”, donde utiliza la calva de su patrón como espejo para peinarse; o en “From hand to mouth” (1919), donde hace la burla a los policías o les pega patadas en las posaderas para que le persigan. Y en cuanto a su agresividad competitiva, muy americana, basta con pensar en la forma de interponerse entre la chica y sus pretendientes en “Ask father”. Harold es mucho más pragmático que sus compañeros de oficio (si le deja la novia, no importa: ¡hay más!), y también menos poético (a diferencia de Charlot e incluso Buster, el Harold de los cortos es inimaginable suspirando seriamente ante una florecilla). Y si ello, posiblemente unido a su rechazo a firmar sus películas como director (aunque no como guionista, productor, ni evidentemente actor), le ha podido perjudicar de cara a una crítica más dada a valorar los tonos de fábula y a ensalzar a los “autores”, lo sean o no, es evidente que lo hace más cáustico y crítico: su personaje puede ser un caradura simpático, pero también un vivales o un trepa sin escrúpulos…, lo que no quita para que a veces sea rematadamente tonto (ejemplarmente en “Viaje al Paraíso”, donde el ruido de la caída de una bombilla llega a convencerle ¡de que ha muerto!). En resumidas cuentas, Harold es un auténtico producto de la sociedad americana capitalista y consumista. ¡Si hasta conseguir una cabina de teléfonos (“Number, please?”) o comprar en las rebajas (“El hombre mosca”) puede dar pie a una encarnizada lucha! ¡Y qué decir de su expeditiva forma de conseguir pacientes en “Viaje al Paraíso”! Es más, Lloyd lleva más lejos que ninguno de sus colegas esa constante del género que hace a la autoridad objeto de burla (“From hand to mouth”, “Mi lindo automóvil”, etc.): las pullas y los desacatos de Harold a la policía no son tanto, como en Chaplin, una cuestión de supervivencia, sino el reflejo del gusto experimentado por la infracción; un placer que alcanzará su cúspide en el hilarante gag del autobús que persigue al policía, hacia el final de “¡Ay, mi madre!”. Hay que apuntar, no obstante, que en sus mediometrajes, seguramente por motivos comerciales, Lloyd dulcificó bastante su personaje, pasando de caradura a tímido (el Harold de la irregular “A sailor-made man” y de las estupendas “El mimado de la abuelita” y “El doctor Jack” es un pedazo de pan); pero también hay que añadir que, conforme fue consolidándose su popularidad en el terreno de los largometrajes, ocasionalmente recuperaría su malicia original, significativamente en los mejores: “Casado y con suegra”, “El hombre mosca”, “¡Ay, mi madre!” y “El hermanito”.

Otra diferencia esencial con Chaplin es que el cine de Lloyd, como slapstick, resulta mucho más puro, en el sentido de que, tal y como se puede colegir del párrafo anterior, no hay interferencias melodramáticas; y si las hay, es para mofarse de sus más arquetípicas convenciones, como sucede en el comienzo de “Number, please?”. Y ello, incluso cuando el punto de partida podría predisponer a ello, como sucede con la niña descuidada por sus padres de la excelente “Now or never”, que, en manos de Lloyd, se transforma en causa de continuas situaciones cómicas, quedando el film en las antípodas de, por ejemplo, la lacrimógena “El chico” (junto a “El circo”, el film más sobrevalorado de Chaplin). En Lloyd, de hecho, los niños, más que seres indefensos a los que proteger, suelen ser fuente de problemas, con un aplomo que para sí quisieran muchos adultos.

Además, Lloyd, ya desde su llegada al hotel en “The city slicker” o de todo lo conservado de “A Sammy in Siberia”, hace gala de un ritmo mucho más ligero, cuando no frenético, y aunque no ejecute los típicos pasos de ballet de Charlot, despliega un gran sentido del movimiento coreografiado (como muestra su típico gag de seguir, pegarse, a las espaldas de un grandullón, sin ser apercibido, como si fuera su sombra), aparte de que es incluso más atlético y acrobático (como muestra la forma de saltar el mostrador o de pasar de éste a las escaleras en “The city slicker”, o cómo Harold se deshace de los cosacos, arrojándolos colina abajo como si fueran troncos, en “A Sammy in Siberia”).

Respecto al Chaplin coetáneo, también se aprecia una mayor madurez narrativa, pues mientras el del bombín suele explotar una situación cómica localizada en un entorno preciso, y muchas veces, cuando no da para dos bobinas, añade otra, a veces de forma un tanto extemporánea, el del canotier prefiere ofrecer una peripecia, por más que sencilla, coherente, que muchas veces involucra muy distintos escenarios, siempre perfectamente justificados, para, luego, ir dejando que se vayan decantando las situaciones cómicas más adecuadas a cada lugar…, y no menos divertidas. Y pese a ello, Lloyd aporta una cualidad netamente surreal, inaudita hasta entonces en el género: puede ser la calva utilizada como espejo en “The city slicker”, pero también la estufa que se gradúa ¡con un témpano de hielo! en el mismo film, o la que se calienta con una vela en “Hacia Broadway”; o los pantalones andantes de “Haunted spooks”; o las botellas de licor en un carrito de bebé en “I do” (¿pensaría Buñuel en Lloyd para su famoso, y fallido, gag del lechón en “Ese oscuro objeto del deseo”?). Por ello, Lloyd presenta una gran querencia por el uso del trampantojo y por el malentendido visual, aspectos ambos que alcanzarán su culminación, dentro de la obra del cómico de las gafas, en “El hermanito”. Respecto al trampantojo, por mencionar sólo algunos de sus primeros filmes, en “Ask father” los vigilantes de la oficina se presentan sentados, y sólo al llegar la chica y ponerse ellos de pie, averiguamos que uno es pequeñísimo, casi un enano; o en “Haunted spooks”, la chica se levanta del sillón y Harold aparece por sorpresa: ¡estaba debajo de ella! Y en tanto al equívoco visual, tan célebre como es el inicio de “El hombre mosca”, pensamos que la culminación la alcanza Lloyd en la preciosa escena del cortejo de “¡Ay, mi madre!”: una grúa en retroceso nos revela que el “idílico” lugar donde festeja la pareja es prácticamente un vertedero, y luego, haciendo gala de esa poesía, tan mágica como a ras de tierra, que destilaba el mejor slapstick, la rutilante luna que ven los enamorados, cuando no la miran…, hace lucir también el eslogan del anuncio publicitario que en realidad es.

1920 es el año en que Lloyd consolida definitivamente su madurez: ralentiza enormemente el ritmo de producción, lo que repercute, como es lógico, en un considerable aumento de la calidad media de sus obras y en la aparición de sus mejores cortometrajes, en ese y en el siguiente año. “Haunted spooks” nos parece una película sumamente importante en la trayectoria de Lloyd, pues, aparte de su brillantez conjunta, en ella ya llegan a una de sus máximas cotas algunos de los rasgos característicos del cineasta. La viveza de Harold queda demostrada en el gag de las gallinas (abre la trampilla de la jaula para que queden encerradas aquéllas que, asustadas por el vehículo, alcen el vuelo), y su agresividad competitiva queda inmejorablemente expresada en la hilarante carrera de los dos pretendientes para alcanzar primero al padre de “la chica”. “Haunted spooks” también es especialmente destacable por tratar la tragedia (y luego el terror) con un humor arrollador. No se trata, como en “El emigrante” de Chaplin, de oscilar entre la comedia y el drama, o de aportar un toque melancólico o crítico a algún gag; se trata de deformar el drama mediante el humor hasta borrar el primero por completo: una peculiar formulación del sentido tragicómico de la existencia. Nos referimos, claro está, a las diversas y fallidas tentativas de suicidio que orquesta un Harold desengañado por la traición de su amada, las cuales incluyen: una pistola de agua; el trampantojo de un tranvía que, en el momento culminante, tuerce por una segunda vía; un estanque que sólo cubre hasta los tobillos; un coche recalcitrante al que, en una de las imágenes más grotescas legadas por el burlesco, Harold ofrece las posaderas en cada cambio de dirección… También de 1920 es “Un auténtico western”, que, en realidad, debiera traducirse al español como “Uno del este en el oeste”, y posiblemente, sea su mejor película hasta la fecha. Con ella, Lloyd siguió ahondando en la depuración de su estilo, con su continuo cambio de localizaciones, sin que nunca decaiga el interés. No sólo mantuvo sus rasgos principales, como la hipérbole y el sentido del movimiento (así, en el inicio en el baile, en la repentina llegada del tren, o en la entrada de los vaqueros en el salón), o como la acerada descripción del personaje de Harold (que se disfraza de camarero para espiar las cartas de los otros jugadores… sólo que otro, aún más jeta que él, le da el cambiazo en un descuido); también ahondó en la cualidad surreal de su estilo (son memorables las faldas correteando por la calle) y en su gusto por el trampantojo, como ese listón de madera que sobresale de la plataforma y que Harold toma por un asiento de la carreta, o sobre todo, ese trompe-l’oeuil en movimiento que muestra a Harold subiendo al tren en marcha, a la máquina alejarse, y, una vez ha desaparecido, en la misma toma, a Harold surgiendo tras un arbusto de la cuneta.

A partir de aquí, pese a alguna recaída (“Among those present”, “A sailor-made man”, ambas de 1921) normalmente asociada a una reformulación de su personaje tendente a amortiguar sus rasgos más picarescos, a Lloyd sólo le quedará ir perfeccionando su obra, a la par que irá asumiendo desafíos artísticos cada vez mayores: “Now or never” (1921) transcurre prácticamente en un tren; “Viaje al paraíso” (1921), en un edificio en construcción; el final de “¡Ay, mi madre!”, en un autobús desbocado por pleno centro de Los Ángeles. En concreto, “Mi lindo autómovil” (1920), “Number, please?” (1920), y ya con tres bobinas, “Now or never” y “Viaje al paraíso” son, sin duda, sus mejores cortometrajes. Luego, con el paso al largometraje, la inventiva de Lloyd seguiría en brecha, y ofrecería películas tan extraordinarias como la hilarante “Casado y con suegra” (1924), y muy especialmente, sus obras maestras, “El hombre mosca” (1923), “¡Ay, mi madre!” (1926) y “El hermanito” (1927), para más tarde proseguir su carrera a comienzos del sonoro con un puñado de estupendas películas.

Antes de abandonar al cómico de las gafas, nos gustaría dejar constancia de algo muy rara vez señalado: la gran influencia que nuestro hombre tuvo en el siguiente gran cómico, Buster Keaton. Habitualmente, se suele contraponer a Chaplin con Keaton, y los admiradores del último suelen reprochar al primero su tendencia al melodrama, elogiando al segundo por su renuncia a él…, e ignorando de paso a Lloyd. Pues bien, no sólo Lloyd se anticipó a Keaton (también Arbuckle o Linder, por cierto) en desestimar todo componente melodramático en la elaboración de sus cortos, sino que muchas de sus características las recuperaría abiertamente el cómico del stetson: la concepción de un personaje tan avispado en ciertos aspectos como alelado en otros; el ritmo trepidante; el gusto por el trampantojo; la culminación de muchos cortos en una frenética persecución; incluso numerosos gags, y no sólo el del seguimiento-sombra. De hecho, no fue Keaton el primero en orquestar una persecución por un tropel de policías (“La mudanza” la tomó prestada de “From hand to mouth”), ni en despistar a sus perseguidores subiéndose a un taxi para bajarse ipso facto por la otra puerta (en esta ocasión, “La mudanza” se inspiró en “Un auténtico western”), ni en cambiar el color de una persona (si Buster se volvía negro por el lodo en “Vecinos”, el negrito de “Haunted spooks” se vuelve blanco al rebozarse en la harina), ni en inventar un ingenioso sistema de cuerdas para los quehaceres culinarios (“El espantapájaros” retoma sus artilugios del Harold cocinero de “On the fire”), ni siquiera en buscar el sentido tragicómico de la existencia al orquestar diversas tentativas fallidas de suicidio (“Hard luck” retoma la situación de “Haunted spooks”, que, por cierto, también prefigura buena parte de “La casa embrujada”)… Incluso el legendario gag de “El maquinista de la General” de Keaton absorto, sentado en el eje de una locomotora que se pone en marcha, está directamente tomado del final de “Viaje al paraíso”, con Harold y su novia ensimismados, acomodados en una viga que comienza a ascender.

Continuará.

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