Los estrenos en los cines: Tarantino, Spielberg, Haneke…


Por Don Quiterio

El cine, como todo, se ha simplificado hasta la enfermedad. Una enfermedad –o una simplificación- que duele, como todo lo que importa. Hay, en la actualidad, una forma de optimismo estúpido que proponen el noventa por ciento de las películas.

Todas ellas coinciden en hacernos creer que todo en la vida se acaba por arreglar y eso no tiene nada que ver con la realidad. La ficción se convierte en mero espectáculo. Acabamos por perder el sentido de lo real. Si no se tiene una experiencia personal más allá de lo convencional, o se es un niño, puede acabarse por creer que el espectáculo es lo único real. Sin embargo, la realidad es compleja, contradictoria y no necesariamente agradable.

 


La mayoría de las películas estrenadas en Zaragoza en este inicio de año son producciones de usar y tirar, no experimentas, viéndolas, nuevas sensaciones, todo se reduce a ciertos cánones establecidos, que no arriesgan, que no suponen ningún esfuerzo intelectual, que poco o nada aportan al maltrecho denominado séptimo arte. Afortunadamente, no todo el cine que se estrena en el circuito zaragozano es de consumo rápido, palomitero, porque sigo creyendo que, hoy en día, se hacen películas soberanas, más o menos conseguidas, que remontan el vuelo de lo consabido, del lugar común, de lo inncesario.


Y uno piensa que antaño ocurría lo mismo, esto es, se hacían películas de puro consumo, y solo un pequeño porcentaje traspasaba las fronteras de lo perdurable. Lo que antes se producía para los cines de barrio y las dobles sesiones, ahora se realiza para las multisalas de las grandes superficies. Si nos fijamos bien, es lo mismo, solo cambia el tiempo transcurrido y, con él, el cambio de la llamada serie B por los productos de las nuevas tecnologías y los efectos digitales. Los mismos perros con distintos collares. Dejaremos de lado, por una vez, el cine de usar y tirar, ante la avalancha de estrenos en este inicio de año, y nos ceñiremos a un grupo de filmes que, por una u otra razón, superan los parámetros del simple conformismo.

Para empezar, lo último de Quentin Tarantino, ‘Django desencadenado’, para quien el oeste americano no es precisamente ‘La casa de la pradera’. El autor de ‘Pulp fiction’ siempre se ha mostrado como un director que ha sabido agigantar su figura mediante relatos efectistas y excesivos, y acaso tiene como principal mérito haber servido de argamasa para la consolidación de una de las generaciones más insufribles y ahuecadas de la historia del cine. Tarantino constituye uno de los grandes pirómanos de la cultura visual contemporánea, un encantador de serpientes que ha sabido ganarse a la crítica más inflamable hacia el terreno que mejor controla: el de la estupidez envuelta en un deslumbrante papel de autor. En ‘Django desencadenado’, título heredado de una película del romano Sergio Corbucci de 1966, se hace un lío mezclando subgéneros sin ton ni son, para realizar una especie de spaghetti-western sureño pasado de rosca, hiperviolento y esteticista, pero, al menos, con gran sentido del humor y con ese ‘made in’ de la incontinencia en metralla y sangre. Pero los resultados son muy discutibles, y aunque Tarantino defienda que su intención no ha sido la de burlarse de la época de la esclavitud, lo cierto es que la trivializa y se antoja como una ofensa a la comunidad afroamericana.

‘Lincoln’, dirigida y producida por Steven Spielberg a partir de un guion escrito por Tony Kusher, basado, a su vez, en un libro de Doris Kearns Goodwin, representa una manera radicalmente diferente de hacer cine, aunque comparta con el filme de Tarantino un mismo tema de fondo y un mismo espíritu reivindicativo: la abolición de la esclavitud en la América profunda. Aquel joven Lincoln de quien hizo balada John Ford en 1939 lo recoge ahora Spielberg como un hombre ajado por la masacre, la responsabilidad y el reto moral y político de no renunciar a la batalla a cambio de ganar antes la guerra. Una película sobre héroes, cuyas vidas, como siempre, están marcadas por la leyenda. Y a pesar de la enrevesada trama y del exceso de palabras, ‘Lincoln’ resulta sencilla y poderosamente visual.

Junto a las propuestas de estos dos niños mimados de Hollywood, el portugués Miguel Gomes destaca sobremanera con ‘Tabú’, inspirado en el original homónimo de Murnau y Flaherty realizado en 1931, del que retoma la entonces innovadora fusión entre documental y ficción, un magnífico relato, seductor y fascinante, cuya originalidad nunca resulta impostada, con la utilización de la fotografía en blanco y negro y la narrativa del cine mudo para redescubrir el auténtico sentido de la aventura fílmica que evoca los paraísos perdidos, conectándola con la propia historia colonial de su país.

También merecen destacarse ‘Bestias del sur salvaje’ (Benh Zeitlin), sorprendente e imaginativo relato que juega con la naturaleza desbordada del río Mississippi para idear distintos modos de supervivencia de sus habitantes, basados en el reciclaje de chatarra y demás desperdicios; ‘El cuarteto’ (Dustin Hoffman), debut en la dirección del actor de ‘El graduado’ que adapta la obra teatral homónima de Ronald Harwood; ‘El lado bueno de las cosas’ (David Russell), comedia romántica basada en la novela de Matthew Quick que trata con naturalidad la locura cotidiana y te ayuda a comprobar que no estás mucho más loco que el vecino de al lado; ‘El vuelo’ (Robert Zemeckis), con un piloto a los mandos de un avión comercial bajo el efecto de sustancias prohibidas; ‘Una pistola en cada mano’ (Cesc Gay), una amarga y sarcástica comedia romántica sobre ocho hombres contemporáneos que buscan una estabilidad emocional a su existencia; ‘The master’ (Paul Thomas Anderson), bienintencionado y efectista retrato del proselitismo de las sectas norteamericanas en la década de 1950; ‘Los miserables’ (Tom Hooper), singular adaptación del homónimo de Victor Hugo en clave musical; ‘El cuerpo’ (Oriol Paulo), correcto thriller de suspense; ‘El hobbit: un viaje inesperado’ (Peter Jackson), entretenida fantasía con magos, enanos y dragones basada en la novela de Tolkien; ‘La noche más oscura’ (Kathrynb Bigelow), un excelente relato narrado al modo documental sobre la búsqueda, captura y muerte de Bin Landen; o ‘Las sesiones’ (Ben Lewin), comedia amable en torno a la vida sexual de un discapacitado.

Menos interesantes resultan ‘Movie 43’, comedia incorrecta y procaz, tan insuficiente como divertida, de catorce episodios dirigidos por otros tantos cineastas; ‘La banda Picasso’ (Fernando Colomo), comedia ligera que muestra al pintor malagueño como un auténtico hijo de puta en el contexto del robo de la ‘Gioconda’ en el París de 1911; ‘Hitchcock’ (Sacha Gervasi), poco convincente incursión de lo que pudo ser el “mago del suspense” en la intimidad, según la supuesta biografía escrita por Stephen Rebello; ‘El último desafío’ (Kim Jee-Woon), primer trabajo para Hollywood del cineasta coreano, un filme de acción bastante insustancial que parece una revisión cazurra del clásico de Howard Hawks ‘Río Bravo’; o ‘Volver a nacer’ (Sergio Castellitto), mediocre drama romántico sobre la novela de Margaret Mazzantini en torno a una mujer que logra escapar del terrible asedio de Sarajevo con un bebé recién nacido.

Dejo para el final a Michael Haneke, el autor de ‘Funny games’, ‘Caché’ o ‘La cinta blanca’, que ahora estrena ‘Amor’, una terapia de choque frente al dolor humano. No hay nada más jodido que contemplar el debilitamiento del ser humano, ser testigo de su decadencia física y mental. El director austriaco (aunque nacido en Baviera) nunca había hablado antes como en ‘Amor’ de sentimiento, de ternura, de humanismo. Y consigue una obra descomunal, incómoda y hasta enervante. La precisión clínica de los encuadres de Haneke asfixia el periplo de la enfermedad generativa de la protagonista y el vínculo sufriente de su marido, y cómo el dolor del ser querido va afectando a este, su cuidador, poco a poco, día a día. En este sentido, existe un conexión entre esta cinta y el excelente documental de Óscar Tejedor ‘Cuidadores’.

Este retrato preciso e implacable del final de la existencia, a través de estos dos octogenarios melómanos, es puro Haneke. Su cine ha sido acusado de moralista. Si un moralista es alguien que da lecciones, no lo es. Por supuesto que tiene una moral, pero no la impone a nadie. En sus películas habla de cosas desagradables sin ofrecer nunca una respuesta a las preguntas que propone. La realidad es compleja, contradictoria, y no necesariamente agradable. Los que le llaman moralista son, a menudo, gente que no quiere enfrentarse a las cuestiones que plantea.

Admirador de la obra de Tarkovski y Bresson, y maestro –como ellos- de los silencios (el silencio de la propia casa en ‘Amor’ se convierte en una parte fundamental de la película), Haneke no incluye nunca música en sus relatos porque hace cine realista, y en la realidad no hay música de fondo. Por regla general, los directores la utilizan para esconder los defectos del argumento o de la puesta en escena, pero el austriaco no necesita añadir segmentos musicales para crear emoción o suspense. La emoción, la de verdad, si surge, surge desnuda. Y devora. Su obra es un conmovedor, voraz y lúcido paseo por el dolor y la muerte. Todo resulta tan contundente, tan brutal, tan limpio, que duele. El cine de Haneke duele. Duele porque importa.

Acabo con el origen de ‘Amor’, en palabras del propio Haneke: “Hubo dos motivaciones para esta película. Quería trabajar con Jean-Louis Trintignant, por un lado, y, por otro, existía una razón personal. Me afectó mucho el suicidio de mi tía con la que crecí. El tema principal del guion no fue ni la muerte ni la vejez, sino el problema de saber cómo adivinar el sufrimiento de un ser querido. Un año antes de su muerte, cuando contaba noventa y dos inviernos, había intentado quitarse la vida con somníferos. Pero llegué a tiempo para salvarla. Cuando despertó en el hospital me lo reprochó: ‘¿Por qué me has despertado?’, me dijo. De hecho, antes de su primera tentativa me había pedido que la ayudara a suicidarse y le contesté que no podía. En primer lugar, porque era su heredero y eso me habría llevado a la cárcel. Pero, sobre todo, porque no tenía fuerza suficiente. Para su segunda tentativa, se aseguró que estaba de viaje en un festival y, esta vez, lo consiguió”.

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