“Las ciudades del silencio”, mediometraje documental de Carlos Arbex


Por Don Quiterio

Cuando Nabokov dijo aquello tan bonito de que nuestra existencia es un minúsculo chispazo de luz entre dos eternidades de total oscuridad, o algo así, tal vez exageraba. Lo que sí parece evidente es que los viajes más largos, los eternos, no requieren equipaje.

El último viaje es como un vaso sin sed para dejar atrás soledades y lugares comunes, para abandonar a Peter Pan, para huir de la estética del perdedor. ¿No es el tiempo una ficción humana destinada a calcular el sórdido pálpito del viaje hacia la muerte? ¿Por qué trazar estrategias y planes si, a la postre, todo acaba por irse al garete? La muerte se ha convertido en el mayor tabú porque vivimos en una estúpida sociedad de diversión. Todo lo que no sea pasarlo bien (signifique lo que signifique) ha dejado de interesarnos. Y eso es malo. Estamos perdiendo la capacidad de sentir compasión por los otros, que es lo que nos define. Perdemos nuestra humanidad.


“Las ciudades del silencio” (Carlos Arbex, 2012) es un mediometraje documental que no trasciende en reflexión sobre el arte, la memoria o el tiempo, y acaso pierde la oportunidad para reflexionar sobre el destino y la permanencia de los sentimientos, para establecer un discurso a través del “libro esponjoso del recuerdo”, por decirlo con Antón Castro, en una suerte de diálogo en el que imaginar unos cementerios con sus lápidas y desarrollar un monólogo de cada uno de los muertos donde contaran aspectos de sus vidas, dialogaran entre sí, para poder penetrar en suicidios, crímenes, damas feas pero viejas, historias pícaras, de complicidades, de presos ideológicos, de amores imposibles, de éxodos, de la fatalidad. El ser es puro pasado, una ilusión evaporada, el equivalente a la nada. Hay que asumir que nuestras vidas están regidas por la incertidumbre y la contingencia, la única convicción firme a la que nos podemos agarrar.


El documento de Carlos Arbex y la empresa audiovisual Prames es un recorrido por los cementerios de Zaragoza, que forman parte de su patrimonio cultural, y algunos, como el de Torrero, son auténticas ciudades con sus barrios, sus trabajadores, sus plazas y sus normas cívicas. Lugares de silencio, de memoria, de reconciliación, de recuerdos, donde el ser humano ha hecho grandes esfuerzos por derrotar a la pena, que acogen el último descanso de los difuntos. Este mediometraje nos ofrece un paseo, un punto de vista, nada singular, de los espacios de Torrero (uno de los más grandes de España, de funcionamiento civil), de la Cartuja (el de más solera, de 1771) o de Montañana (gestionado por una cofradía religiosa).

Los testimonios de José Abadía, Jesús Caudevilla, Carlos Millán, José Luis Angoy, Antonio Ayuda o Isabel Oliván descifran los secretos de estos tres camposantos y nos explican lo que encierran sus muros en estos espacios llenos de historia e historias, bien sean talladas en un rico patrimonio de arte funerario, o bien selladas en símbolos y alegorías a la vida. La tristeza de los cementerios es, efectivamente, nuestra tristeza, porque todos tenemos afectos enterrados en alguno de ellos. No importa, al fin y al cabo, qué pasos se hayan dado si la última pisada has de ponerla en el cementerio.

Cementerio es una palabra griega que significa dormitorio y revela que nuestros antepasados querían ver en las tumbas las camas donde están tumbados los muertos. En la antigüedad las decoraban muchas veces pinturas de brillantes colores, escenas de la vida que parecen decir que nada fue en vano, que los difuntos supieron disfrutar su tiempo, que se marcharon cargados de luminosos recuerdos. En cierto modo, un cementerio sirve de descanso a todos quienes han sentido pena por este mundo perverso en el que vivieron, y a quienes mantuvieron encendida la llama de la esperanza y la ilusión, y a los que sintieron como suyo el dolor ajeno y lo quisieron arreglar, y a los que el recuerdo no es un lamento sino un estímulo.

El complejo funerario de Torrero fue proyectado por Fernando de Yarza y Joaquín Gironza en 1834. Conforme ha crecido la ciudad inmortal, el camposanto ha experimentado sucesivas ampliaciones. Ricardo Magdalena, en 1883, y Félix Navarro, en 1911, proyectaron la remodelación y ampliación de la parte que hoy se denomina cementerio antiguo, anteriormente viejo. La primera ampliación se realizó a finales de la década de 1930 y principios de la siguiente. Ocupó la zona inicialmente prevista como parque en el lado norte y en la que intervinieron varios arquitectos.

La llamada ampliación Joaquín Costa fue proyectada por Marcelo Carqué en 1958 en la zona sur del cementerio, en el entorno del mausoleo del político e historiador montisonense. De 1970 es la tercera ampliación, ejecutada por José Beltrán, la de mayor extensión de todas las realizadas, que se completó con el complejo funerario proyectado por José Sáenz de Cenzano, inaugurado nueve años después. Introdujo por primera vez los velatorios, el horno de cremación, cámaras frigoríficas para la conservación de cadáveres, o una iglesia de notables dimensiones. En 1985, Elvira Adiego redactó la cuarta ampliación. Actualmente, el cementerio de Torrero es un espacio acotado de más de quinientos mil metros cuadrados y con escasas posibilidades de crecimiento.

Todas esta ampliaciones y modificaciones han ido encaminadas, asimismo, a dar al recinto de Torrero un aspecto más alegre, colorido y con jardines, frente al tono oscuro y tétrico que suele caracterizar a estos lugares donde yacen personalidades de diferentes ámbitos con sepulturas de gran valor escultóricas. O pictóricas, como el gigantesco óleo realizado por Alfonso Val Ortego para una de las salas del cementerio en una de las últimas actuaciones ejecutadas por el arquitecto Fernando Bayo. Si los cambios sociales han influido en el modo de afrontar la vida, también lo hacen al encarar la muerte.

Pero las costumbres a la hora de honrar a los difuntos, por arraigadas que estén, también están cambiando poco a poco en los últimos años. Hoy en día, la incineración se está imponiendo frente al entierro tradicional. La gente cada vez es más agnóstica, no hay tanta fe o religión y van a lo práctico. Así, las cenizas son más manejables y se tiene la opción de depositarlas en los lugares preferidos del difunto. No obstante, las personas mayores tienen más arraigado el entierro tradicional como homenaje.

Tampoco estas costumbres escapan a la actual crisis económica, ya que cada vez es más habitual encontrar sepulturas deterioradas por abandono. Por otro lado, el concepto de muerte en las sociedades occidentales ha tenido tradicionalmente una connotación oscura. Sin embargo, los cambios sociales han hecho que la conciencia ecológica llegue también a la industria funeraria, donde “pasar al otro lado” adquiere cada vez más un color eminentemente verde. De este modo, urnas de sal marina, de tierra, o féretros elaborados con almendras, cartón y resinas naturales, entre otros materiales, son alternativas de entierro o incineración ecológica que se vienen adoptando a partir del siglo XXI, tiempo en el que la conciencia ambiental se ha introducido en el sector funerario. Y es que, amigos, morirse contamina. Y los sepultureros, además, entierran el arte, entierran la filosofía, la historia o lo que sea menester.

Y entre lápidas y cementerios se va desarrollando este trabajo que, sin embargo, no trasciende. En la muerte hay historia, arqueología, arte. En el documental escasea el arte cinematográfico. Si buceas entre los muertos descubres buenas historias. “Las ciudades del silencio” no las descubre, porque todo es manido, todo es lugar común. Uno de los que hablan en el mediometraje se extraña de que no se vea el cementerio de Torrero como obra de arte, como una gran sala de exposición en la que algún profesor impartiera clase a un grupo de alumnos ante la tumba de cualquier ilustre intelectual. Tampoco es eso, tampoco es eso. Porque uno, al final, no sabe si lo oscuro acaban viéndolo los responsables de esta producción. Lo completamente claro, eso sí, les llevaría más tiempo, que diría Edward Murrow.

Todo queda, así, en agua de borrajas, porque no se sabe trasladar a imágenes todos estos hechos históricos, artísticos o conceptuales acerca de los cementerios zaragozanos de Torrero, la Cartuja o Montañana, esos lugares silenciosos y poco frecuentados, transitados por las familias y los amigos para recordar y honrar a sus fallecidos, con sus adornos florales como forma de guardar memoria a nuestros antepasados –y a nuestros coetáneos-, que en paz descansen. El resultado, pues, es un trabajo que se acerca más al reportaje que al documento cinematográfico, abiertamente convencional, lento, tedioso, irritantemente didáctico y promocional (produce “El periódico de Aragón” y patrocina el ayuntamiento de Zaragoza), sin ninguna personalidad, con uso y abuso del “zoom” y una equivocada música al piano de Gary Lamb para realzar una puesta en escena decididamente fúnebre. Y el arriba firmante deja de escribir para no dictaminar una definitiva sentencia de muerte.

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