Por: Fernado Usón Forniés
Retrocedemos ligeramente en el tiempo y tratamos en esta ocasión un tópico relacionado con el de nuestra cuarta entrega, en el sentido de que volvemos al cine alemán silente: en particular, a Friedrich Wilhelm Murnau.
Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.- MURNAU EN LA FILMO.
¿La razón? La Filmo de Zaragoza le ha dedicado al que es, sin lugar a dudas, una de las más gigantescas figuras de todo el cine un completo y esperadísimo ciclo, con diez de las doce copias en 35mm. y, con la excepción de los dos títulos Fox (suspenso para la major), flamantemente restauradas. ¡Un lujo! Y ya que incluso en el caso de un director indiscutible también abundan las ideas heredadas, hemos decidido matar dos pájaros de un tiro y añadir este escrito a nuestra lista de tópicos.
TÓPICO 4 BIS. “El último” es una de las obras maestras de Murnau.
Este tópico viene a ser menos sangrante que otros que hemos tratado en esta sección, más que nada porque hace ya tiempo que la mayoría de críticos y aficionados se han ido decantando por otros Murnau con mayores merecimientos. Sin embargo, aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que “El último” (1924) fue mayoritariamente considerada la quintaesencia del director alemán e incluso votada entre las listas de mejores películas de todos los tiempos, en perjuicio de, por ejemplo (y no son las únicas), “Fausto” (1926) o “Amanecer” (1927). Y aun hoy en día, “El último” sigue arrastrando una merecida aura mítica e inmerecida preeminencia en la filmografía del alemán. ¿Nos contradecimos? No, pues resulta que este film es uno de los ejemplos más preclaros en los que la indudable importancia histórica de la obra no anda pareja con su trascendencia artística. Expliquémonos. “El último” siempre fue y sigue siendo alabada por dos motivos fundamentales. El primero: haber revelado las inmensas posibilidades de la cámara en movimiento; lo cual no significa que fuera la primera película que usara esta estrategia (ver el Tópico 7, sobre Mauritz Stiller), pero sí aquélla que lo hizo de modo más exhaustivo. El segundo: no haber utilizado ningún rótulo explicativo que interrumpiera la acción (con una única excepción: el que antecede al epílogo) y haber hecho, en supuesta consecuencia, mayor hincapié en la naturaleza eminentemente visual del medio. Sin embargo, estos dos desafíos a los que se enfrentó Murnau, por más admirables que fueran, pensamos que no acabaron revirtiendo necesariamente en beneficio de la calidad artística de la película.
Respecto al primer punto, los movimientos de cámara, si algunos son excelentes (e incluso hay uno prodigioso al que haremos referencia), en demasiadas ocasiones se tiene la sensación de que están puestos ahí, aunque ciertamente mantengan su adecuación narrativa, más como alarde técnico que como necesidad expresiva, lo que repercute en que a veces las elecciones formales de “El último” parezcan más un catálogo de posibilidades técnicas que los cimientos de un discurso coherente. Por ejemplo, cuando suena la trompeta, un espectacular travelling de retroceso parte de un inserto del instrumento a un plano general del músico para darnos a entender, como se confirmará en el siguiente plano, que el portero encarnado por Jannings oye la música. En realidad, para transmitir la misma información, habría bastado con los dos planos sin el travelling que los une, el cual se limita a introducir un subrayado que poco aporta ni al argumento ni al ambiente de la historia; ni siquiera le añade un carácter alucinatorio (Jannings está borracho), puesto que, al fin y al cabo, la misma estrategia, pero a la inversa, se utilizará para coronar la estupenda escena del cotilleo: la cámara se acerca impetuosa hasta la oreja de una de las chismosas. Es ese tipo de efectos ingeniosos, algo artificiales, que tanto se le reprocharía posteriormente a Hitchcock, en su caso casi siempre sin motivo, pues tras el alarde hitchcockiano suele haber otra capa de mayor hondura. Abreviando, se echan a faltar en “El último” travellings con un significado más profundo o con una vena más poética y sugerente, como puedan ser la directa aproximación al navío apestado en “Nosferatu” (1921), o el sublime travelling, sin duda la culminación de este aspecto en Murnau, que sigue al hombre en “Amanecer”, primero con el sol poniente tras él, finalmente con la luna aguardándolo junto a la mujer de la ciudad.
En cuanto al segundo punto, la ausencia de rótulos, pasando por alto que, en realidad, la película sí ofrece alguna información verbal para el correcto seguimiento de la trama (una carta, la dedicatoria de una tarta, la noticia de un periódico…), es nuestra opinión que ello fue posible porque la historia de partida era extraordinariamente simple. Y aquí viene la mayor debilidad de “El último”, esa historia de pobres gentes observada conmiserativamente (tal y como más tarde haría de Sica en otro falso prestigio del cine, “Ladrón de bicicletas”, film que, pese a todo, presentaría mayor credibilidad). Y es que la historia de “El último” parte de una base descabellada. Se ha intentado defender el film, sociológicamente, como una especie de análisis de la tradicional reverencia teutona por el uniforme. Bueno, se comprendería que los convecinos se cuadraran y saludaran respetuosamente a un policía, un militar, un médico, un juez…, ¡pero a un portero de hotel! Tan absurdo como una obra de Ionesco. Es más, cuando al pobrecito Jannings lo “degradan” a los lavabos del hotel, esto parece ser el fin del mundo, una auténtica ignominia que lo hará perder el respeto propio y el ajeno, sin posibilidad de redención. En fin, ¡ser “mozo” de los lavabos también es un trabajo digno! Bajo estas premisas, intentar ofrecer una historia trágica de este fanfarrón venido a menos resultaba quizá muy del gusto de la época, pero desde una perspectiva dramática, no digamos ya ideológica, era un intento bastante sibilino. Pero lo que ya riza el rizo y roza el ridículo es que Jannings aún intente hacer más trágica la irrelevante anécdota (al fin y al cabo, a mal tiempo, buena cara), poniendo, un plano sí y otro no, una expresión de vaca degollada que busca despertar la compasión del espectador, haciendo alarde de una interpretación impostada que asume el personaje totalmente desde fuera: no es que Jannings contara entonces cuarenta años y su portero fuera un abuelete; es que, a buen seguro, un actor anciano de verdad habría evitado a toda costa despertar la lástima tan descaradamente y le habría imprimido una mayor dignidad al personaje. Murnau, a pesar de su inventiva, no sin frecuencia certera, tampoco es ajeno a la fácil tendenciosidad de la película: hay hasta un efecto de montaje digno de una propagandista película soviética, donde se muestra, tras el pobrecito Jannings tomándose la sopa en ese plato del hotel que parece un bacín, a una mujer adinerada paladeando unas ostras. A Ejzenshtejn se le criticó, y se le ha seguido criticando, en “La huelga”, rodada curiosamente en el mismo 1924, el montaje paralelo de la carga contra los obreros y la matanza de las reses…, aunque en este caso el efecto evidente alcanzara una esfera superior, gracias a la brutalidad del choque (de la atracción: ver el Tópico 5).
Los mismos Murnau y el guionista Mayer debían de ser tan conscientes de lo inane del drama servido que decidieron, en una apuesta, ésta sí, sumamente arriesgada, darle un abrupto giro a la película y acabarla con una descomunal broma. A decir verdad, haber “matado” a Jannings sólo por haber pasado a ser mozo de los lavabos habría sido excesivo…, así que mejor que le toque una herencia y se pegue la gran vidorra. El epílogo, pese a lo chocante, por jocoso (tanto que el único rótulo de la película advierte de que el autor ha decidido “regalarle” al protagonista un final feliz), acaba constituyéndose en lo mejor del film. Quizás, si la mirada irónica, tan tacañamente repartida, hubiera empapado el resto (como sucederá en la posterior y olímpica “Tartufo”, 1926), entonces, “El último” sí podría haber sido la obra maestra que finalmente no es. Diez minutos no pesan tanto en una película de ochenta…, aunque sí pueden reconciliar al espectador con ella. Señalemos que el epílogo pone ciertas cuestiones aberrantes del grueso del film en el lugar que les corresponde (el mozo, por ejemplo, es un apacible vejete que asume su modus vivendi sin montar numeritos), y que, además, atesora el mejor travelling de la película (un soberbio recorrido por el restaurante de trayectoria alabeada y efervescente movimiento), amén del mejor plano de todos; no otro que el final, donde, desde el coche de caballos, con el letrero del Hotel Atlantic al fondo, Jannings, tras haberse despachado una comilona en el lugar donde lo vejaron, sin mirar atrás, se despide con un displicente ademán de la mano: bonito corte de mangas. Aunque, ya puestos, faltaba el ajuste de cuentas con el hipócrita vecindario.
Lo cierto es que “El último” cierra una etapa en Murnau y no es una excepción en ella, en el sentido, de que, pese a ser una buena película, presenta notables irregularidades o insuficiencias. Luego, con la inmediata “Tartufo” comenzará la época de las obras maestras, la que encumbró al alemán como el rey del cine mudo y entre los cinco o seis más grandes de todo este arte, silente o sonoro. Pues una de las cuestiones que llama la atención en la obra del director es la notable desproporción entre una y otra etapa, hasta el punto de que, aunque rastreable por los recursos, es difícil reconocer al mítico Murnau en el Murnau primerizo. Otros directores (Dreyer o Stiller, por ejemplo) se encontraron más rápidamente a sí mismos. De “Satanás” (1919), sólo se conserva un fragmentito (hallado, por cierto, por la Filmoteca de Zaragoza), que en nada hace adivinar las excelencias posteriores; antes, al contrario, el faraón satisfecho como un tocino y la concubina con expresiones de pelandusca de cabaret parecen presagiar un film bastante convencional. Pero, evidentemente, dos minutos no bastan para juzgar una obra. En cuanto a los títulos conservados por entero o casi, “El castillo de Vogeloed” (1921) y “Las finanzas del gran duque” (1924) son películas bien rodadas, pero apenas imaginativas, sin duda las menos interesantes de entre las doce supervivientes, y no sólo decepcionantes viniendo de quien vienen, sino corrientes en el panorama coetáneo.
Otras dos del primer período son, como “El último”, buenas películas; y como ésta, una puesta en escena imaginativa a ráfagas se ve estragada por tremendos errores o irregularidades. “La luz que mata” (1920), el primer Murnau conservado al completo, ya destaca por sus soberbios encuadres, además de anunciar el desasosiego típico del director (los planos de la barca que arriba al muelle presagian “Nosferatu”), así como su turbador erotismo (el inserto de la mano de Lily echando un terrón a la taza no desmerecería al lado de las imperecederas sobreimpresiones de la mujer de la ciudad acariciando al hombre en “Amanecer”). También presenta numerosos instantes inspirados, como: el trabajo con las diagonales en la posición de los actores; la escalera que sube, como a un altar, a la puerta blanca de la prometida; o especialmente, la forma con que Lily coquetea descubriendo manos o piernas, idea que alcanza su preciosa culminación cuando, ya muerta la mujer, sólo la mano inerte asoma tras los mullidos colchones del sofá. En “La luz que mata” el mayor escollo, casi insalvable, viene por el reparto, en lo que hoy en día se calificaría como tremendos errores de casting: en una época en la que Griffith, Stiller, Dreyer, Borzage, o cualquiera en realidad, trabajaban con intérpretes, además de jóvenes y frescos, sumamente dotados, el cine alemán parecía arrastrar cierta rémora teatral y contratar a los actores más por su prestigio que por su adecuación. Y es que no tiene perdón que para encarnar a una pareja de prometidos bastante bisoños se contara con dos cuarentones que parecían sesentones; o que para encarnar a una célebre y tentadora bailarina se contratara a una actriz realmente fea, que, según nos revela un improcedente primer plano, luce una hermosas patas de gallo, ¡y hasta bozo! Todo ello podría no haber importado demasiado, pero, para más inri, y en esto Murnau no es inocente, las interpretaciones, en especial las de la seductora bailarina y del prometido canoso, son de una descomedida teatralidad, casi grotesca en lo que al prometido Olaf Fonss toca; hecho tanto más imperdonable, cuando en esa época las interpretaciones sobrias ya eran la norma en tantos directores. Ni siquiera Conrad Veidt, como el último vértice del cuadrado amoroso, está a la altura de otras ocasiones. La consecuencia es que momentos pretendidamente intensos dilapidan la intensidad que presagiaban a fuerza de aspavientos. Queda, por fortuna, el ya sobresaliente trabajo plástico del director.
“Phantom” (1922) presenta, cosas de los alemanes, problemas similares de reparto, si bien menos graves y en menor cuantía: en concreto, Lya de Putti es una nueva seductora tan poco agraciada que sólo puede seducir (al menos en este film) a quien se lo exija el guión, y Alfred Abel es un hijo alarmantemente cuarentón y, aún peor, arrugado como una pasa (cuatro años después sería, más lógicamente, el padre de “Metrópolis”). Ahora bien, en este caso, nada se puede reprobar en su cometido a los actores, todos ellos excelentes en sus papeles. Los principales reproches deben recaer en el propio Murnau. De hecho, si algunos momentos anuncian “El último”, ello no es para bien: en “Phantom” Murnau ya empezó a experimentar con la cámara móvil (el movimiento circular en la sala de baile lo repetiría durante la borrachera de Jannings) o con algunos efectos ópticos (las casas se le caen encima al angustiado Lubota, como volverán a caerse sobre el desgraciado portero), pero quizás estos efectos se perciban más como desafíos técnicos que como exigencias internas del film. El más célebre por su complejidad técnica, aquél en que la mesa donde cenan Lubota y Mellitta se hunde como tragada por la tierra, es aquél que más llama la atención por sí mismo, pero no precisamente por lo que consigue transmitir, sino por estar integrado en la secuencia de forma bastante intempestiva y poco orgánica. Luego, hay otro problema más grave: en éste, el Murnau más moroso (más de dos horas de duración), los personajes parecen relacionarse solamente en función de lo que apunta el guión, pues rara vez se percibe entre ellos una interacción que haga fluir de una forma cinemática la trama, la cual se desarrolla más bien de modo literario (¿por ello, o quizás por afán de “respetabilidad”, se le dedicó al autor de la novela, Gerhardt Hauptmann, los dos primeros y prescindibles planos del film?). El caso más flagrante es el momento en que Lubota, tras ser atropellado por Veronika, se prenda de ella hasta la obsesión. Pues bien, ni un primer plano de la mujer desde la perspectiva del hombre, ni un efecto lumínico que resaltara su belleza, nos ofrece Murnau para hacernos sentir la fascinación que ejercerá sobre el protagonista. Todo se limita a un plano medio largo, donde Veronika, en perfil perdido, agachada, con un vestido horrible y nada favorecida, aparece junto a Lubota, y a otro plano entero que incide en la vulgaridad fotográfica del encuentro. Esto, rarísimo en Murnau, es un fallo garrafal, pues todo lo que sigue en la película se construye sobre este momento crucial, y ningún asidero se le ofrece al espectador para poder comprender mejor a Lubota, o simplemente para que el director dé de él una visión más ambivalente. Así las cosas, las extravagancias subsiguientes del obnubilado héroe no obedecen a una angustia existencial: es que está loco de remate. Algunas excepciones de este estéril distanciamiento hacen que “Phantom” mantenga, pese a todo, un buen tono: pensamos, sobre todo, en los soberbios planos que enfrentan a madre e hija durante el desayuno, donde sí se percibe, ¡y cómo!, esa profunda interacción entre los personajes que tanto escasea en la película. Luego, hay otras virtudes, como las escenas desarrolladas en el soberbio decorado de la imprenta, con amplios ventanales abiertos a la calle; o como la bonita secuencia final, sita en un campo florido que no existía en el agobiante entorno urbano del resto del film.
Quizás, uno de los motivos por el que las películas anteriores no alcancen la altura de lo que cabría esperar en Murnau sea que el director, para implicarse a fondo y para segregar toda su fuerza emocional, al menos en Alemania, necesitaba centrarse en algún personaje femenino; y al fin y al cabo, “La luz que mata”, “Phantom” y “El último” son melodramas de hombres, algo por cierto nada inhabitual en el cine silente. También a esta corriente de dramas varoniles cabe adjudicar “La tierra en llamas” (1922); y dentro de ella, es, sin duda, el más consistente de los Murnau conservados. En efecto, en este film no se dan los problemas de reparto de “Phantom”; al contrario que en “La luz que mata”, y con la excepción de algún fugaz arrebato de Lya de Putti, la interpretación es sobria y sumamente controlada (baste con comparar la reacción del marido engañado en ambos filmes); y aventaja considerablemente a “El último” al ofrecer una historia menos melosa y más acerada: los avatares de un arribista, contrapuestos a la entereza de su hermano campesino. “La tierra en llamas” es uno de los Murnau más desubicados del período, pues no permite adivinar las posteriores magnificencias del director, ni siquiera los virtuosismos de las inmediatas “Phantom” y “El último”; por el contrario, con su paisaje eternamente nevado y su entorno rústico, más parece un melodrama nórdico que un film alemán: Sjöström, Dreyer parecen palpitar a veces tras el argumento, y las imágenes se aproximan en numerosas ocasiones a Stiller… Incluso la utilización simbólica del paisaje encajaría mejor en la cinematografía escandinava, que ya había alcanzado grandes cotas al respecto en, por ejemplo, el agreste monte de “Los proscritos”, el entorno fluvial de “Johan” y, sobre todo, en el campo nevado de “El tesoro de Herr Arne”, a la que tanto recuerda “La tierra en llamas”, con esa trama que parece transcurrir durante varios meses, tantos son sus vaivenes, pero siempre encapsulada en el más crudo y desapacible invierno (en “El tesoro de Herr Arne” el invierno existencial también se expandía durante un lapso indeterminado). Este melodrama sabiamente contenido, pese a resultar algo extraño en la obra del director, depara momentos extraordinarios: el plano de Gerda abriendo la ventana para respirar, casi malignamente, la ventisca helada; las tristes miradas de su madrastra Helga y el pretendiente ante su impertinente risa; el hueco reservado en la mesa campesina para el díscolo Johannes; la ominosa presencia de la capilla en medio de la yerma “tierra del diablo”, y cómo marca obsesivamente a Helga y a Johannes; la escena en que Helga descubre que Johannes sólo la amaba por su herencia y cómo finalmente se agacha a recoger ávidamente el dinero desparramado por éste; cómo a Johannes se le caen los trocitos de la escritura rota junto al cadáver de su mujer. Imagen ésta, por cierto, la de un personaje que en su desconcierto deja caer algo, recurrente en Murnau, pero que más adelante se preferirá dar mediante insertos: por ejemplo, en su versión cómica, el cubito que se le escurre a Kate en “City girl” (1929); y en su culminación, en “Tabú” (1931), la perla que, seguida por la flor, se le cae a Matahi al piso de arena.
Recapitulando, de 1919 a 1925, Murnau parece erigirse como un director importante, pero aún bastante lejos de la genialidad. Ahora bien, si este aserto puede y debe rebatirse es porque en esos años de tanteos hay una película en su filmografía que desentona enormemente. Y desentona para bien, pues “Nosferatu” carece de tacha y rebosa de inventiva, y es una indiscutible obra maestra, a la altura de las que vendrían de “Tartufo” en adelante. La descolocación de “Nosferatu” viene refrendada, además, por el hecho de que el cineasta acaba centrándose en el personaje femenino, Ellen, que poco a poco, tal y como sucederá con la Margarita de “Fausto”, va robándole el protagonismo a los varones. Por si fuera poco, sus ecos formales apenas resuenan en las películas que la rodean, pero se expandirán en las posteriores, notablemente en “Tartufo”, “Fausto”, “Amanecer” incluso y, pese a estar rodada en los mares del sur, “Tabú”. Habría muchos ejemplos que citar, pero limitémonos a señalar que la sombra de Nosferatu, alargada y fálica, proyectada sobre la escalinata que conduce a la cámara de Ellen, se recuperará sobre el suelo, con idéntico sentido de puro destilado de maldad, cargado de connotaciones sexuales, en momentos similares de “Tartufo”, “Fausto” y “Tabú”.
Esta libérrima adaptación del “Drácula” de Stoker (original al que supera con creces) es, razonablemente, tanto o más importante para la historia del cine que la tantas veces preferida “El último”; y artísticamente, innegablemente superior. Sus innovaciones son menos evidentes, más secretas; pero están ahí para quien sepa verlas. Pues si siempre se ha afirmado que “El último” liberó la cámara, con mayor motivo se podría sostener que “Nosferatu” liberó el montaje (con el permiso de “Intolerancia”). Evidentemente, algunas secuencias de montaje paralelo son deudoras de Griffith: así, los viajes simultáneos del vampiro, por mar, y de Hutter, por tierra. Pero otros bloques, que suelen simultanear dos o más espacios físicos distintos, están planificados de tal manera que la noción de montaje paralelo se difumina a favor de la de creación de un espacio fílmico superior, el cual engloba y unifica los subespacios “paralelos” que interaccionan entre sí, brindando conexiones poéticas hasta entonces impensables en el cine (y no nos extrañaría nada que “Nosferatu” fuera una de las fuerzas impulsoras del montaje de atracciones de Ejzenshtejn: ver Tópico 5). Ejemplos no faltan, pero seleccionemos cuatro de los más relevantes del film, a los que nos hemos tomado la libertad de asignarles título.
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Las criaturas de la noche: Hutter asomado a la ventana de la posada / Los caballos huyen en el prado / La hiena gruñe en la espesura / Cuatro viejas, sentadas en el zaguán, se santiguan / Hutter se aparta de la ventana. Evidentemente, a pesar de que la secuencia se planifica como si respondiera al punto de vista de Hutter, es imposible que éste haya podido ver las tres cosas apostado a la ventana; como mucho, ha podido ver los caballos y oír las otras dos. Lo que aquí interesa a Murnau no es una concatenación realista, sino la creación de una atmósfera tenebrosa y amenazadora que acecha a Hutter.
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La primera llamada a Nosferatu: La sombra de Nosferatu se cierne sobre Hutter / A cientos de kilómetros, Ellen, desvelada, llama a Hutter tendiendo los brazos hacia la izquierda del encuadre / La sombra de Nosferatu abandona el cuerpo de Hutter / Nosferatu se incorpora y se gira hacia la derecha de cuadro / Ellen, descompuesta, continúa con los brazos tendidos / Nosferatu abandona la estancia / Ellen se tranquiliza. Aparte del contraste poético entre las garras desplegadas de Nosferatu y los brazos extendidos de Ellen, llama en este caso la atención el perfecto raccord de miradas entre el vampiro y la mujer, como si, a pesar de los cientos de kilómetros que los separan, se vieran realmente (siniestro malentendido, que en una comedia habría sido delicioso: Ellen, en realidad, estaría “viendo” a Hutter, pero Nosferatu interpreta que la llamada, la “mirada”, se dirige a él).
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La segunda llamada a Nosferatu: La proa del buque donde viaja Nosferatu / Ellen, en camisón, apostada en la terraza / Hutter se aproxima a Wisborg / Ellen, presintiendo la llegada (¿cuál?), tiende los brazos / El bauprés del buque, prolongado en el puntiagudo botalón, se recorta sobre el oleaje / Las olas rompen fragorosas / El viento agita los cortinajes de la casa. Aquí ya estamos en una esfera totalmente poética: el cuerpo anhelante de la mujer choca, por el montaje, con el puntiagudo, evidentemente fálico, botalón del buque (combinación, nave y mujer, que Murnau retomaría, esta vez mediante transparencias, al inicio de “Amanecer”), mientras que la posterior inclusión del oleaje impetuoso no se sabe a ciencia cierta si reafirma la idea de deseo sexual o la del presagio de amenaza (ambigüedad que volverá a estar presente en “Tabú”).
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El beso: Ellen y Hutter, tras semanas sin verse, se besan apasionadamente / Nosferatu se detiene en la calle y aspira, como si él disfrutara del beso. Huelgan comentarios.
Esta pasmosa poética de “Nosferatu”, paradójicamente no exenta de esa ironía que tanto se echa a faltar en “El último” (el vampiro viaja con su ataúd bajo el brazo, la grey alborotada confunde a Knock con un espantapájaros…), no se reduce al montaje, sino que abarca, poderosa, todos los entresijos de la película. Así: sus digresiones (las púas de la planta carnívora, los tentáculos del pólipo, las patas de la araña, son como las garras afiladas de Nosferatu); los decorados (la casa inclinada a la que se mudará Nosferatu, las jarcias del barco cual tela de araña, las puertas ojivales que se abren como un ataúd); el paisaje (Ellen esperando en una playa desierta frente al oleaje, rodeada de cruces; el castillo que se alza en el promontorio como la fusta, como la pluma del gorro del cochero); los gestos de los actores (Ellen acariciando las flores “muertas”; Hutter sentándose como a la invitación de Nosferatu; Knock colgándose de la ventana como un simio); el encuadre (Hutter recostado en diagonal tras su primera noche en el castillo; su sonrisa reflejada en el espejito tras las heridas de los colmillos en su cuello; el barco que, al llegar a Wisburg, invade el plano, engullendo visualmente los edificios); la iluminación (la solarización del viaje de Hutter en la carroza de Nosferatu); las inolvidables sombras (esa vampirizaciones de Hutter, de Ellen dadas por ese miasma que es la sombra de las garras)… Sólo por “Nosferatu” Murnau ya tendría garantizado un lugar de honor en la historia del cine.
Así las cosas en la primera filmografía del insigne alemán, resulta justo que la etapa de las obras maestras comience con “Tartufo”, pues su esencia es asombrosamente común a “Nosferatu”, ¡y eso que “Tartufo” es una adaptación de la obra homónima de Molière! Evidentemente, una versión libérrima (otra más); pues, primero, Carl Mayer suprimió gran cantidad de personajes y añadió un contrapunto actual que abría y cerraba el film; y segundo, Murnau todavía efectuó sus propias modificaciones al libreto del guionista, llevando la historia central a su propio terreno: principalmente, haciendo que el sacrificio de Elmire por recuperar a su marido Orgon pasara por entregarse a Tartufo, igual que Ellen se ofrecía a Nosferatu para salvar a Hutter y la ciudad. Las concomitancias son sorprendentes: si Nosferatu y Hutter trababan conocimiento en un viaje del segundo y llegaban simultáneamente a Wisborg tras la ausencia del marido, Orgon y Tartufo se conocen en otro viaje del primero (ya realizado al empezar el film) y vuelven prácticamente juntos al palacete del matrimonio; si el vampiro vestía de negro riguroso, lo mismo hace el hipócrita; si Ellen invitaba a Nosferatu a su cámara, lo mismo hace Elmire con Tartufo, y si a la llegada del conde su ominosa sombra se proyectaba sobre la pared, la del gorrón se proyecta sobre el suelo del patio. Otros paralelismos marcan la diferencia frente al precedente más etéreo, convirtiendo la variación en su versión voluptuosa: si Nosferatu le ofrecía una aceptable cena a Hutter, aquí Orgon le prepara un decididamente opíparo desayuno a su “maestro” Tartufo; si el vampiro dormía en su duro ataúd, el falso clérigo haraganea en la hamaca y se muere por retozar en una mullida cama; si el conde se prendaba de Ellen al ver su retrato y se excitaba telepáticamente, el hipócrita se le come el escote a Elmire con la mirada; si la sombra de las garras de Nosferatu se cernía simbólicamente sobre el pecho de Ellen, aquí Tartufo despoja a Elmire con total impudicia del chal que le cubre los hombros para, a continuación, deshacer la cama obscenamente; en fin, si el vampiro se volatilizaba frente a la ventana de la habitación de la dama, el hipócrita se escabulle por ella y desaparece como por ensalmo. Podríamos decir que si Nosferatu, tan escuálido, es el vampiro de las almas, Tartufo, rollizo Jannings, lo es de los bienes materiales…, los cuerpos incluidos.
Pero si “Tartufo” es una obra maestra, no es simplemente por esta lista de paralelismos que confirman la total autoría de Murnau, sino por la perfecta imbricación de todos los componentes. Las diferencias, de tono, de tempo, de iluminación, de encuadres, de interpretación…, entre la parte central (el “Tartufo” propiamente dicho), con su aire rococó y vagamente teatral, y las alas actuales que la rodean, tratadas y retratadas de forma más realista, erige una oposición de texturas fascinante. Y ambas partes se hermanan no sólo, claro está, por sus hipócritas y embaucados y por sus testamentos obtenidos con presiones y engañifas, sino también, visualmente, por esas campanillas que suenan, por esas velas que, cuando apagadas, dejan asomar la realidad oculta, por esos cortinajes donde los personajes se pierden o se esconden. Pues uno de los temas fundamentales de la película, más aún que el de la manipulación religiosa, es el de la propia representación. En efecto, los hipócritas, antiguos o actuales, Tartufo o la codiciosa criada, por su misma condición hacen de su vida una farsa; pero para vencerlos hay que usar sus mismas armas. Elmire fingirá una atracción donde sólo hay repulsión, dará respingos y pondrá poses para engatusar a Tartufo; en suma, se convertirá en actriz aficionada. El nieto, que significativamente ya es actor profesional, se disfrazará y piropeará a la fea criada para ganársela y ponerla al descubierto, proyectándoles privadamente al abuelo y a la asistenta la comedia de “Tartufo”: historia dentro de la historia, representación dentro de la representación. Además, Murnau superó aquello que tanto debilitaba “El último”: si para tomar en serio la historia del portero venido a menos hacía falta fe a espuertas, tampoco nadie en su sano juicio podría creerse la fábula de Tartufo (un hombre hecho y derecho que, de repente, se deja sorber el seso por un arribista hasta extremos grotescos) tratada como un drama. Por ello, Murnau optó desde el primer momento en aplicar una decidida sátira a los tipos masculinos principales de la hoja central del tríptico que contrarrestara la dignidad de Elmire: un Orgon con cara de tonto de remate, y sobre todo, un Tartufo trabajado admirablemente por Jannings como una máscara grotesca, donde los ojillos semicerrados (o cada ojo por separado), o la boca medio torcida, adquieren repentina y jocosa autonomía. También por ello aderezó tantos planos con una elegante ironía que permeaba todos las situaciones y a todos los personajes, la dama incluida: así, ese extraordinario momento en que sus lágrimas de mujer apesadumbrada caen sobre el retrato, y al escurrirse por él, el agua deforma los rasgos, ya de por sí caricaturescos, del tontorrón de Orgon.
“Tartufo” es, sin duda, el más menospreciado de los grandes Murnau, y tememos que los motivos son una mera suma de tópicos que, en realidad, sobrepasan al alemán. El primero: que al recuperar con cierta profusión la utilización de rótulos, de los que “El último” carecía, muchos han considerado “Tartufo” como un paso atrás; o aún peor, como menos cinematográfica que su precedente. Ni lo uno ni lo otro: lo esencialmente cinematográfico no se mide por el uso de las palabras (como demostraría esa obra muda tan dialogada que es “La pasión de Juana de Arco” y, en sentido contrario, esa obra sonora sin palabra articulada que sería la insuficiente “El espía”, de Rusell Rouse); por contra, “Tartufo” fue, como ya hemos comentado, un enorme paso adelante, tanto por el tono más adulto y complejo de la mirada como por la experimentación más profunda y menos dependiente de los alardes técnicos. El segundo lugar común sería el de suponer que las obras personales son lógicamente superiores a las de encargo. Es sabido que Murnau prefería rodar “Variété”, pero que el productor Erich Pommer le impuso “Tartufo”, alegando que el director no era el adecuado para tratar tema tan erótico. Pues bien, Murnau no solamente se vengó (los planos sobre la pechera agitada de Lil Dagover son los más abiertamente sensuales jamás rodados por él; los de Jannings descorriendo las cortinas de la cama, los más obscenos), sino que se lanzó con entusiasmo al proyecto adjudicado como si fuera propio; para empezar, modificando el guión enormemente, y luego, haciendo gala de inventiva envidiable. “Tartufo” sola desmentiría el tópico frente a la teóricamente más personal “El último”, pero no es, ni de lejos el único caso en el cine: ¿quién pensaría, viendo “¡Qué verde era mi valle!”, que Ford la heredó de Wyler? ¿O que la eclosión definitiva de Anthony Mann, “Winchester 73”, había sido un proyecto de Lang? Ambas no sólo son las primeras obras maestras de sus directores, sino que son consideradas hoy en día entre sus títulos más representativos. ¿Y qué decir de otra obra magistral, “Sed de mal”, que sólo la pudo rodar Welles porque se empeñó Charlton Heston? En fin…
Despidámonos de “Tartufo” comentando que el mayor especialista mundial en el insigne alemán, Luciano Berriatúa, la considera como una película perdida, pues de las tres versiones que han sobrevivido ninguna es la alemana. Sin embargo, una de ellas es, por fortuna, la americana, que según todos los indicios se formó a partir de las mejores tomas después de las de la versión primordial. Ciertamente, si el “Tartufo” que nos ha llegado hasta hoy no es el material original, habrá que convenir en que nunca un sucedáneo fue más exquisito.
El mismo año que se estrenó “Tartufo” (aunque se rodara el anterior, 1925), Murnau finalizó así mismo una de sus dos obras cumbre y la cima de todo el cine alemán: “Fausto”. “Fausto” siempre ha sido bien apreciada, aunque no tanto como debiera: demencialmente, hay quien sigue prefiriendo, insistimos, “El último”. “Fausto”, pese a su apariencia sumamente distinta (es la película del director que más expresionista parece; sólo parece: ver Tópico 4), enlaza ejemplarmente con “Tartufo”, en el sentido de que recupera un trío protagonista formado por una pareja y un malvado, y que dicho terceto se contempla de manera similar. En efecto, Mefistófeles, de nuevo Jannings, vuelve a ser un personaje excesivo modulado a base de fiera caricatura y fina ironía (Murnau debió de aprender en “El último” que el actor daba lo mejor de sí cuando permitía cierta distensión a sus personajes): baste con pensar en el traje de su segunda encarnación, como Mefistófeles elegante, con la espada que le asoma bajo la capa ¡como si fuera el rabo!; o en que todo su poder maléfico se concentra en su aliento y que Jannings se pasa la mitad del film soplando y resoplando para avivar los fuegos, para propagar la peste, para crear huracanes y abrir ventanas, para darle el toque final a un afrodisíaco… Por su parte, si Orgon era un pelele con cara de bobo, el Fausto joven, un seductor egoísta por el que el cineasta debía sentir viva antipatía, no es más que un ridículo y atildado figurín, que se contrapone a la dignidad del Fausto viejo. Ya hemos visto que Murnau era muy aficionado a los brutales contrastes y a las sutiles experimentaciones, en cualquier materia y en particular en la actuación (como en los dos tiempos de “Tartufo”), y así, hace que Gösta Eckman interprete de muy distinta manera a uno y otro Fausto, siendo el anciano más sobrio, mientras el joven prodiga ademanes histriónicos de galán de falso postín, más propios de un, ya entonces, rancio film d’art. Y como en “Tartufo”, el personaje femenino se contempla con muy superior simpatía, y es él, una inolvidable Margarita de frescura ejemplar, encarnada por la debutante Camilla Horn, el que acaba desbancando, pese a aparecer ¡a los 45 minutos!, a los otros personajes del protagonismo del film y el que nos lleva a las mayores cotas emocionales (una de las muchas diferencias con el drama de Goethe es precisamente ésta: que Murnau abandona a su Fausto un buen rato para centrarse en Margarita).
“Fausto” es una película ubérrima e inabarcable, una obra total. Como si Murnau hubiera obedecido las enseñanzas que Goethe puso en boca del director de escena en el prólogo de su obra: “Dad más y siempre más”. Como si hubiese pormenorizado sus indicaciones, ofreciendo una radiografía del universo entero: “Recorred a grandes pasos todo el círculo de la creación, y marchad desde el cielo, pasando por la tierra, a la profundo del infierno”. Así las cosas, si cualquier comentario de una gran película, por prolijo que sea, siempre es ridículamente parcial, en este caso, una de las más densas y extraordinarias películas de toda la historia del cine, aún resulta más exiguo. Apuntemos brevemente que “Fausto” es la culminación de todo el cine de Murnau en la concepción y papel de los decorados, siempre trabajados pictóricamente y aquí rebosantes de esas falsas perspectivas tan gratas al director (y heredadas sin duda de los ismos de finales del siglo XIX y principios del XX), de forma que, en numerosas ocasiones, el encuadre se llena de muy diversos puntos de atención, subrayados por las diferentes fugas, cada cual con su acción relevante; que estos decorados no se limitan a ofrecerse en su cualidad pictórica, sino que dan lugar a todo un alarde de sabiduría fílmica (como esos huecos de árboles o esos ventanales donde surge burlón Mefistófeles; o como esa ventana que se interpone entre Fausto y Margarita y que, en un momento prodigioso, el primero lucha por abrir y la segunda por mantener cerrada). Que “Fausto” también es la culminación de ese procedimiento tan querido por Murnau que es la sobreimpresión, lo que, unido, a las falsas perspectivas, genera un espacio irreal y denso que atenaza a los personajes y del que parece imposible escapar (con la genial excepción de la casa de Margarita, de blancas y lisas paredes, donde el barroquismo asfixiante se abandona a favor de la austeridad). Que dichas sobreimpresiones y fundidos, en una nueva muestra del desplazamiento de protagonismo que opera el film, van cambiando su inicial carácter demoníaco, casi siempre ligados a Mefistófeles, para acabar tomando un tinte de añoranza, de la felicidad y la inocencia perdidas, asociados casi sin excepción a Margarita. En fin, que se trata del más acabado tratado del favorito tema de Murnau sobre la pugna entre el bien y el mal; el primero asociado a los tonos claros y luminosos (evidentemente, el Arcángel y los cielos, pero también los niños y Margarita y su casa); el segundo, a esas capas negras de Mefistófeles y a esos vapores mefíticos que expele su aliento en forma de nubarrones. Y una última precisión: “Fausto”, aunque le tome prestados bastantes elementos, no es tanto una adaptación del drama homónimo de Goethe como una reelaboración totalmente personal del mismo mito (que, además, no es invención del literato, pues ya se conocía desde hacía siglos); y que, en fin, la película merece el mismo lugar de honor que la obra literaria como un autentico hito de la cultura occidental: todo el cine mudo alemán está contenido en ella, y lo sobrepasa con creces hasta alcanzar lo universal.
En su época de plenitud Murnau parecía impulsarse para cada película en la anterior; y así, el hecho de que “Amanecer” (1927) sea una producción Fox y su debut americano no le impide guardar un estrecho parentesco con “Fausto”; y ello a pesar de que su último film alemán se basa en fuentes de una densidad narrativa y conceptual mayúsculas, mientras que su presentación americana se construye sobre una anécdota mínima, de simplicidad apabullante, quizás con la intención de alcanzar la universalidad de una forma más inmediata. Pero ésa es la apariencia, pues en “Amanecer” encontramos la misma lucha entre el bien y el mal que en “Fausto” y “Nosferatu”, conceptos aquí representados, más en consonancia con el melodrama americano, por la mujer ingenua y la mujer fatal. Hay, en efecto, una especie de nueva Margarita (la esposa: Janet Gaynor), rubia y virginal, cuyo candor y bondad ha de redimir al nuevo Fausto, antes petimetre, ahora paleto (el hombre: George O’Brien), tentado por un Mefistófeles con faldas (la mujer de la ciudad: Margaret Livingston). Y aunque Murnau no carga excesivamente las tintas en la maldad de la arribista, algunos detalles revelan su naturaleza diabólica: su primera aparición ante el hombre es de noche, bajo la luna llena, igual que el demonio se le aparecía a Fausto; tienta a su amante mostrándole visiones de juerga y placer, que se concretan en transparencias que apabullan al campesino, exactamente lo mismo que le sucedía al viejo alquimista; viste elegantemente, con preferencia de negro, como Mefistófeles en su versión finolis; y finalmente, cuando el hombre ya se ha redimido y es inmune a sus tentaciones, el triunfo de la bondad se concreta (en osada opción, dado el mayor realismo del tono del film) en la desaparición de la mujer deslizándose por la parte baja del cuadro, igual que el diablo se precipitaba hacia el abismo en “Fausto”. Ambas películas acaban además con el gozoso triunfo del amor, compulsado por el preceptivo beso y por la literal victoria de la luz, que inunda el encuadre de las imágenes finales.
Ahora bien, “Amanecer”, evidentemente, no se limita a repetir los esquemas de “Fausto”, pues si es una de las obras supremas de su autor, ello se debe a que hace gala de inventiva inagotable e inusitada fuerza emocional, ya desde el mismo comienzo del film. Para empezar, aunque continuó con el glorioso uso de las sobreimpresiones de “Fausto”, las dotó de diferente dinámica y sentido, alcanzando otra cota elevadísima: si en el film anterior tendían a asfixiar a los personajes o a avivar su nostalgia, aquí se ponen al servicio de un duelo entre la sensualidad y la pureza. Ya son notables al respecto las primeras transparencias nada más comenzar el film, tan afines a un collage cubista o dadá, efervescentes de connotaciones sexuales: un tren surca el encuadre en diagonal, y otro sale de un túnel y se cruza con el anterior; una esbelta bañista ve acercarse a ella un yate que, por la falsa perspectiva, parece de tamaño descomunal. Luego, una vez entrados en el drama, como en “Tartufo” media res, de la misma forma que en la primera mitad de “Fausto” las sobreimpresiones y fundidos se asociaban preferentemente a los poderes infernales, y en la segunda, a Margarita, en “Amanecer”, en la primera parte tienden a identificarse con la descarada mujer de la ciudad, y en la otra, con la pudorosa cónyuge. Así, por ejemplo, hacia el inicio, las frenéticas visiones del placentero mundo de la ciudad que obnubilan al hombre campesino; o claro está, la antológica y turbadora imagen de la sofisticada acosando, martilleando el cerebro de su pobre palurdo (una idea, por cierto, que ya había sido puesta en práctica, inventada quizá, por King Vidor en la excelente y olvidada “Flor del camino”, pero que Murnau ofrece mucho más depurada y sensual, con ejecución perfecta). Luego, ya con la inocentona esposa adueñándose, como Margarita, de la trama, se podrían mencionar los angelotes que revolotean sobre el matrimonio ebrio, pero sobre todo destaca ese inolvidable beso que lleva al matrimonio de la ruidosa ciudad al paraje más idílico que imaginar cabe. Esta diferenciación en dos mitades (los contrastes de Murnau) se hace más patente con el muy diferente tono empleado entre una y otra: dramático (diabólico) al inicio, jovial (angelical) una vez el matrimonio ha hecho las paces. Y aunque la parte risueña quizás sea un poco prolija y desequilibre un tanto el film, es sin duda el metraje animoso mejor del director, superior sin duda al final de “El último” y, por supuesto, a toda “Las finanzas del gran duque”. Aparte, en “Amanecer” se encuentra el más bello travelling de todo Murnau (el ya mencionado recorrido nocturno que nos lleva del hombre a la mujer fatal), algunos de sus más bellos juegos de miradas (especialmente las que intercambian el marido y la mujer en la barca), y tantos efectos de ese montaje que ya se había “liberado” en “Nosferatu”, que nos cambian de lugar o nos llevan de la persona a la idea con suma elegancia (como ese maravilloso fundido del hombre adormecido con la superficie del ominoso lago: la cámara efectúa una panorámica vertical hasta el pueblo: ha amanecido).
“Amanecer” hizo historia y estuvo a punto de erigirse, como “Fausto” lo había sido del alemán, en la culminación de todo el cine mudo americano. A punto, porque al año siguiente llegaría la sublime “…Y el mundo marcha”, de otro de los gigantes del cine mudo, King Vidor. Llegados a este momento, todas las historias del cine deberían dejar una página en blanco: “Los cuatro diablos” (1928), el siguiente film del cineasta, parece irremisiblemente desaparecida. Habida cuenta de los tres hitos consecutivos precedentes y los dos que la siguieron, de que Murnau para la preparación y rodaje de este film aún seguía disfrutando de total libertad por parte de Fox y de que no se le escatimaron medios, de las muy elogiosas críticas de todos aquéllos que tuvieron la fortuna de verla y de que, en fin, su trama pertenece totalmente al universo Murnau, por lo que su grado de motivación debió de ser tan profundo como en las anteriores, nada permite rebatir que el cineasta no consiguiera con ella otra obra maestra. Quizás sea ésta la más dolorosa pérdida sufrida por el cine en su siglo y pico de historia.
Su siguiente título, en cambio, “El pan nuestro de cada día” (1929), también conocida por su título original de “City girl” (nada que ver con el film homónimo, en castellano, de Vidor), acusa quizás ciertas injerencias en el rodaje, no sólo porque supuso el decepcionado (que no decepcionante) punto y final del contrato con Fox, sino porque probablemente sea ésta la menos personal de sus tres películas para el magnate, en el sentido de que argumental y discursivamente se integra peor con la generalidad de su obra anterior, mientras que se amolda mejor a los cánones narrativos de Hollywood…, si bien ciertos aspectos puntuales la relacionan con “La tierra en llamas”. Dato revelador: no hay sobreimpresiones ni falsas perspectivas. Con “City girl” se interrumpe la pasmosa cadena de las obras maestras, pero ello no es motivo, como se suele hacer, para menospreciar el film, pues es extraordinario. Quizás aquí el sempiterno combate entre el bien y el mal, característico de la mejor obra del director, aparezca bastante desdibujado; o más bien, apenas esbozado. Quizás también, como premonición del cine sonoro (existió, de hecho, una versión hablada de “City girl”, desaparecida y muy parcialmente responsabilidad de Murnau), la exquisita modulación de las miradas con que el director nos regalaba desde “Tartufo” aquí debe ceder el paso a momentos en que los personajes dialogan de veras, a veces de forma bastante distendida. Pero, aun bajo parámetros más naturalistas, los personajes siguen interaccionando con la mirada, tornándola significativa (lo que tanto se echaba a faltar en la generalidad de “Phantom”); sigue existiendo un soberbio trabajo lumínico (basado en los farolillos y linternas que iluminan la casa de campo y escinden los espacios entre luz y sombra); sigue habiendo unas composiciones de plano apabullantes que definen a personajes y situaciones con rara sabiduría (así, los muy distintos planos en que padre y madre acogen la noticia de la boda de Lem, o el armonioso retrato de la familia, distendida sin el padre), o un montaje de elocuencia simpar (las apariciones sorpresivas del padre, como si fuera un nuevo Mefistófeles, dadas en off por las miradas de otros personajes). Y sigue maravillando la extraordinaria utilización del paisaje, que culmina con el justamente famoso travelling sobre la pareja de recién casados jugueteando entre los trigales, travelling más admirable aún por su carácter liberador: antes, en la ciudad, Kate abría la ventana del cuartucho de su pensión y un tren cruzaba ante ella a dos literales palmos, cortándole el campo de visión. Si “City girl” no es una obra maestra, poco le falta.
Tras revocar su contrato con Fox, Murnau se alió con Robert Flaherty para rodar de manera independiente en los mares del sur. Y no deja de resultar admirable que quien había rodado la más cara película del cine alemán (“Fausto”) y una de las más costosas de todo Hollywood (“Amanecer”) renunciara a los presupuestos y equipos mastodónticos (nada de decorados apabullantes ni kilométricos travellings) y, con poco más que una cámara y metros de negativo, ofreciera otro glorioso film a la altura de los anteriores: “Tabú”. Este último Murnau concitó un par de tópicos, por fortuna hoy en día superados casi completamente, pero que merece la pena recordar. Primero, su adscripción genérica, ya que en su época, quizás por contar con actores no profesionales y ser tan despojada y sin artificio, se promocionó como un documental; y más tarde, a buen seguro debido a su localización, hubo quien pretendió hacerla pasar por ¡un film de aventuras!, cuando resulta que “Tabú” es un melodrama con todas las de la ley; eso sí, de inusitada elegancia. Y segunda idea heredada, su autoría, pues aún hay quien defiende que el film pertenece igualmente a Flaherty, ¡a pesar de que el documentalista abandonó el rodaje a poco de empezar!…, y a pesar de que tampoco se precisan datos históricos para apercibirse de que “Tabú” es puro Murnau, en las antípodas de las planas imágenes que su colega había ofrecido anteriormente en sus prestigiosas, y hoy en día un tanto rancias, “Nanook el esquimal” y “Moana”. Ya los primeros planos del film revelan el gusto pictórico propio del alemán, y ya en la primera secuencia se ofrece una imagen densa y significante a la que se someterá a posteriores variaciones en el más conspicuo estilo Murnau: la corona de flores que, arrastrada por la corriente, cae por la catarata al lado de Matahi, el héroe del film, y acaba ligándolo fatídicamente con Reri, la heroína. Pero, por si esto no fuera suficiente, el film no hace más que confirmar, un plano sí y otro también, la autoría del director pelirrojo.
Para empezar es notable la cantidad de imágenes que se trasvasa directamente de donde menos cabía esperar: ¡de “Nosferatu”! Tenemos planos similares de barcos que navegan y, sobre todo, de naves que invaden amenazadoramente el encuadre en su arribada a puerto. Y tenemos nada menos que las escenas finales de alcoba (aquí, más propiamente, de cabaña), donde las sombras, proyectadas por las palmeras en las noches de luna llena, cuando no por la lisa Amenaza (antes Nosferatu, ahora el sacerdote Hitu), se ciernen ominosas sobre los protagonistas. Incluso, en un momento, la sombra de Hitu parece estrujar el corazón de Reri, tal como hacía la de Nosferatu con Ellen, sólo que aquí de manera más tangible, menos estilizada e irreal. Por otro lado, algunas sigilosas apariciones de Hitu (de repente, está en la puerta de la cabaña) están heredadas directamente de “City girl”, aquí con todavía mayor fuerza emocional: al estar ligadas a la mirada de Reri y por la utilización del montaje (Matahi no verá a Hitu en ningún momento), hacen dudar al espectador de si son reales, si son tan fantásticas como las del conde vampiro, o si son mera proyección subjetiva de la atribulada Reri, que siente la venganza del tabú cerniéndose sobre ella.
Por si aún hubiera dudas, “Tabú” consigue la culminación del característico tema del director, tan sencillo, basado en un esquema triangular, no por casualidad común a todas sus grandes obras maestras (mientras otras películas, como “La tierra en llamas” o “Phantom”, presentan estructuras narrativas más complejas, pero se hacen más dispersas): el tema esencial de las relaciones idílicas de una pareja perturbadas por un tercer elemento, exterior y negativo. Sencillamente. Así: Ellen, Hutter y Nosferatu; Elmire, Orgon y Tartufo; Margarita, Fausto y Mefistófeles; el matrimonio y la mujer de la ciudad en “Amanecer”; Lem, Kate y Mr. Tustine en “City girl”; según parece, Marion, Charles y la mujer fatal en la desaparecida “Los cuatro diablos”; y finalmente, Reri, Matahi y Hitu. “Tabú”, de hecho, explicita dicha tensión de la manera más sencilla y hermosa posible, con un par de rótulos que abre cada parte: el paraíso (de imágenes diurnas y solares) y el paraíso perdido (esencialmente lunar y de tenebrosos nocturnos).
Teniendo en cuenta que el elemento negativo es siempre, con la única excepción de “Amanecer”, masculino, adulto y revestido de autoridad (aunque sea telepática, como Nosferatu), el persistente detalle posibilitaría seguramente un análisis psicoanalítico donde la figura del padre castraría el deseo del hijo (Murnau era homosexual); un hecho que se vería refrendado por el particular caso de “City girl”, donde Mr. Tustine es realmente el padre de Lem. Es posible que hubiera una causa de esta índole para que Murnau repitiera el esquema hasta la obsesión en sus mejores y más personales películas, pero lo que más importa de cara al cine son las ricas modulaciones que el director supo imprimir a su molde y cómo fue encaminándose hacia una mayor madurez, desde una concepción maniquea (no es un reproche, pues su cine tiende a la estilización) a otra más rica y profunda. Si el carácter del elemento femenino, amoroso y altruista, permaneció prácticamente inmutable de “Nosferatu” a “Tabú”, los vértices masculinos evolucionaron notablemente. Ya en América los héroes iban cobrando mayor peso dramático y emocional (el campesino y Lem) y, aunque todavía débiles e influenciables, se les contemplaba con mayor empatía que a sus atolondradas contrapartidas alemanas. Pero Matahi ya es otra cosa: enérgico y valeroso y, sobre todo, con voluntad propia. Y es de notar cómo Murnau, en contra de su propensión habitual de ir inclinando el drama hacia el platillo de las heroínas, aquí hace que Reri y Matahi compartan las noches de insomnio, y nos lleva alternativamente de las zozobras de una a las del otro; y ambos también, generosamente, intentan ocultar sus preocupaciones a la pareja. Se han nivelado por tanto los dos vértices de la base. En cuanto al tercero, si Nosferatu era la maldad pura y abstracta, ya Tartufo y hasta, irónicamente, Mefistófeles algo se humanizaban (para lo malo); pero no será hasta América, de nuevo, que empiece a contemplarse de otro modo al elemento perturbador. Así, a la mujer de la ciudad en “Amanecer”, aunque esencialmente malvada y aunque Murnau la precipite (visualmente) a los abismos, no obstante, se le reservan unos planos finales (similarmente a como había hecho Stiller con el seductor de “Johan”), en los que, cabizbaja y derrotada, abandona el pueblo. Ya no es puro miasma: es una persona, entonces, y tiene sentimientos. Y si el despojamiento de maldad del tercer vértice continuará en “City girl”, donde el energúmeno padre muestra arrepentimiento y se redime al pedirle perdón a Kate, una vez más el proceso culminará en “Tabú”. Para empezar, Hitu no es el gigantón avasallador de otras veces, sino un anciano seco y escañado cuya mirada triste indica que sabe lo que es el sufrimiento (gloriosa y justa negación del pomposo abuelo Jannings de “El último”); y para seguir, no solamente muestra piedad, dando a la pareja tres días de plazo y no ensartándole una flecha a Matahi cuando podía hacerlo, sino que es tan víctima como Reri y Matahi: sobre él también pende la amenaza de muerte por la profanación del tabú.
Llegados a este punto, se hace necesario constatar cómo el tema original de la lucha entre el bien y el mal ha ido mudando en unos pocos años. Ya en “Fausto” se aspiraba la cuestión paralela del enfrentamiento del hombre con su destino, pero en el film tahitiano dicha noción se hace más densa y agobiante que nunca: el tabú es ubicuo y no se puede escapar de él. Pero, es más, la humanización de Hitu nos ayuda a aprehender la última fase de la metamorfosis del tema, donde la auténtica confrontación es, en realidad, a ras de tierra: la del hombre contra la sociedad. Murnau hace un sabio uso de los símbolos, por su sencillez indisoluble de su potencia (algo que no se conseguía desde Stiller: ver Tópico 7). Concretando, la oposición de Matahi a las normas sociales se condensa en esa imagen que lo hace navegar a la contra de todos los demás isleños que se afanan en remar al barco que porta a Hitu, mientras que la destilación del tema del tabú es simplemente pasmosa: al izarse la canoa techada, se descubre que lo que antes parecía mar abierto estaba en realidad cercado por un ominoso promontorio, el mismo que aparecerá, ya en la cubierta del barco, tras el hosco Hitu y sus desgreñadas sacerdotisas.
Hay una inesperada convergencia entre la anunciada recta final de Sternberg (ver Tópico 8) y la inesperada de Murnau: ambos acabaron sus carreras con tramas localizadas en islas remotas de los mares del sur para llevar a cabo una acerada disección de los mecanismos básicos y comunes a cualquier sociedad. La mayor diferencia aparente entre ambas obras es que una está enteramente rodada en estudio y otra completamente en parajes naturales; pero la más sustancial estriba en que, mientras “Anatahan” desvela el primitivismo subyacente en las sociedades más avanzadas, “Tabú” muestra que hasta la más primitiva e incontaminada es, en esencia, coercitiva. Es más, ello es independiente del supuesto grado de civilización: si entre los polinesios la ley se encarna simbólicamente en el tabú y su prohibición, en los occidentales y en los orientales (blancos o chinos, da igual) la ley es contante y sonante y se llama dinero. Atrapados en medio quedan los polinesios de Papete, los cuales van enajenándose de su cultura a favor de las foráneas; y así, certeras imágenes revelan lo acelerado de su transformación y muestran que lo mismo bailan vestidos que descalzos, beben champán en cuencos que en vasos o guardan sus escasos ahorros en cajas de cerillas. Ambas sociedades, “primitiva” y “civilizada”, en cualquiera de sus grados, da lo mismo, oprimen y esclavizan por igual al individuo, que se ve privado de su albedrío por distintos métodos: el volcán avasallador de la paradisíaca isla parece aplastar los encuadres donde surge, y las facturas pendientes de cobro que, en su delirio, el tendero chino le cuelga a Matahi en las narices parecen cortarle la respiración y sofocarlo.
Hace años Godard lanzó dos de sus más famosas e infortunadas boutades al afirmar que Nicholas Ray era el cine, y “Amarga victoria” la película más bella del mundo. Se equivocaba de cabo a rabo, pues ni el estupendo, pero sobrevalorado director americano merecía tal distinción, ni mucho menos su bastante convencional “Amarga victoria”, que no sólo no se contaba entre sus mejores títulos, sino que ni siquiera era discretamente bella. Y si citamos el juicio, es porque más acertado habría estado el entonces “cahierista” derrochando tal entusiasmo con Murnau y “Tabú”. Murnau sí es el cine (y Hitchcock, y Dreyer, y Dovzhenko, y Mizoguchi…). Y “Tabú” sí es la más bella película del mundo, a la que sólo le podrían disputar el honor algunos contados títulos (“La tierra”, “Dies irae”, “Ordet”, “Tú y yo” de 1957, “Vértigo”, alguna otra).
“Tabú” es la más bella película del mundo porque, siendo tan sencilla, es tan intensa y tan profunda; porque es equitativa y justa con sus personajes; porque es inmune a los convencionalismos; porque, a pesar de lo exótico de su localización, no contempla a los isleños como objetos folklóricos, sino como seres humanos con idénticas aspiraciones y penas que los europeos o los americanos; porque muestra los sentimientos con desnudez admirable, sin coartadas ni falsa vergüenza, y al mismo tiempo, sin excesos ni regodeo; porque busca la verdad sin embellecerla ni afearla; porque su mirada es directa y toca lo esencial…; porque sus imágenes son tan jóvenes y frescas, tan humildes y modestas como Margarita, y al mismo tiempo atesoran toda la sapiencia a la que aspiraba el anciano Fausto y que Murnau consiguió destilar en tan sólo trece años de prodigiosa andadura.
Después de rodar “Tabú” , Murnau volvió a Hollywood, donde firmó un contrato con la Paramount, productora que se hizo cargo de la sonorización y difusión del film tahitiano del director (por cierto, ¿por qué no está el logo de la empresa en la copia restaurada, ni tampoco están los créditos finales?: ¿una cuestión de derechos de imagen de la productora?). Sus siguientes películas iban a ser sonoras e iban a estar financiadas por la major más “europea” y que mayor libertad concedía a los directores. Pero, en plenitud de facultades, Murnau murió en accidente de coche, con poco más de cuarenta años. Lo que el cineasta habría seguramente conseguido en esos años y en circunstancias tan favorables motivarían la inclusión, no de una página, sino de un capítulo en blanco en todas las historias del cine.
Al menos, no es un consuelo baladí, Murnau se despidió con la más bella película del mundo.
Continuará.