«Los fantasmas temblorosos» (Falso documental de Rafael García Repliego) / Por Don quiterio


Por Don Quiterio

   “He tenido discusiones feroces, por cuestiones nimias o trascendentes, con el distribuidor y exhibidor Enrique González Macho. Es amigo mío. Jamás me ha exteriorizado el previsible mosqueo o el lógico rencor cuando he machacado películas en las que creía o con las que se jugaba mucho. Nunca ha intentado condicionarme. Eso se llama respeto, inteligencia y profesionalidad”. Carlos Boyero

   Las relaciones entre realidad y ficción son un tema delicado. A veces van cogidas de la mano, a veces se tiran meses sin hablar. Hay días que realidad y ficción bailan cual amantes y de pronto la emprenden a golpes como uno de esos matrimonios cuyas bodas de plata se celebran mediante un certificado de defunción. Pero lo cierto es que la ficción casi siempre lleva las de perder: no puede competir con su prima porque ni el más delirante y enloquecido guionista se atrevería a imaginar las cosas que la realidad escribe a diario y sin despeinarse. ¿Puede la ficción exorcizar la realidad?



   Que se lo pregunten, si no, al realizador murciano afincado en Zaragoza Rafael García Repliego (Águilas, 1969), autor del que conocía un anterior trabajo (“Un diario lleno de recuerdos”) bastante inocuo. Ahora, en “Los fantasmas temblorosos” (2011), Repliego perpetra un falso documental sin concesiones, seco y distante, a la manera de los filmes de un Bresson, un Eustache o un Guerín. Crea cine, experimenta y reflexiona sobre la realidad, la ficción, los principios, la cinefilia, la cultura, el arte, el respeto, la inteligencia o la profesionalidad.

   El género del falso documental lima las diferencias entre realidad y ficción y se sitúa a caballo entre ambas: pretende hacer pasar como realidad documental imágenes y situaciones que no se producen por casualidad delante de la cámara, sino que están estudiadas, producidas y preparadas de antemano. El caso de esta sorprendente película fingida es tal vez uno de los más singulares en este apartado: ingenioso, paródico, delirante, pero muy creíble, en la línea de aquel “Res mes es the best”, de los turolenses Ángel Gonzalvo y Félix Serna y el zaragozano Julián Martín, sobre una supuesta desertización de la provincia de Teruel para albergar residuos radiactivos de toda Europa.

   La cultura, para Repliego, cada vez importa menos en un mundo mercantilizado, donde no hay cabida para las iniciativas personales que apoyan causas perdidas como la cinefilia. Nos habla de esos directores de antaño que eran ante todo artesanos pero no olvidaban que el cine (y el arte en general) primero es trabajo y después todo lo demás. Hoy en el cine (y en el arte en general) la personalidad casi siempre se antepone a la obra. Hay muchos cineastas cobardes y cine cobarde también hay. Lo descafeinado está a la orden del día. Es natural que los que practican lo descafeinado crean que el juego termina en el aplauso y a otra cosa, y se escuden al final en la risita (ji, ji, ji) para regresar luego a la casa materna pidiendo el cuidado de mamá. Para matarse de la risa, ésa y otras cobardías.

   Repliego reflexiona sobre los abrazafarolas que acuden a cualquier evento cultural como si fueran a un tablao flamenco: dispuestos a dar palmas y a hacer los coros. Si un día les diera por orinarles encima –colonia, por supuesto-, habría bofetadas por ver a quiénes les salpicaba más. Y lo hace con un aliciente que le distancia de lo descafeinado del director inútil: no se permite el lujo de hacer mal un solo plano.

   La historia que relata “Los fantasmas temblorosos” es, en parte, la historia del olvido. Los principios sólo están en las mentes de los seres humanos hasta que hay que ponerlos en práctica. Después se olvidan. En un mundo presidido por la supervivencia física y moral, por la pura y dura práctica, las teorías se vienen abajo con demoledora asiduidad. ¿Realmente hay gente con principios, capaz de llevarlos hasta sus últimas consecuencias? Seguramente que sí, pero qué difícil resulta hallarlos. He aquí algunas de las preguntas y respuestas que parece plantear el director y guionista. ¿Principios? Acaso los de Groucho Marx. Ya saben: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”.

   Mordaz e irónico, inteligente y comprometido, Repliego no duda en cargar las tintas sobre los asiduos vasallos de la sopa boba y la fina línea que a veces separa la dignidad de la irresponsabilidad, la honestidad de la cabezonería, por medio de uno de esos dilemas aparentemente inocuos que surgen casi sin comerlo ni beberlo, pero que se pueden convertir en la esencia de la existencia.

   Sangrante y pasional, Repliego nos habla igualmente de los impunes que ponderan la justicia, los indecentes que aplauden el decoro, los ladrones que ensalzan la virtud, los hipócritas que proclaman la franqueza o los sinvergüenzas que pregonan la verdad. Al mismo tiempo, y aquí se muestra decididamente cruel, sobre algunas personalidades que, como están muertas y no pueden levantarse para desmentir a nadie, algunos aprovechan el tajo bajo, otros el solomillo y los más el aura. Textual.

    Impagable la escena que, en plena discusión sobre lo flexible del mercado, uno de los personajes sentencia: “Si se subvencionara pintar de rosa a las cucarachas, asistiríamos al nuevo oficio de artista cucarachero”. O aquella otra en que un maestro, frente a una bandera que ondea el viento, pregunta a sus alumnos: “¿Qué véis?”. Unos les responden la bandera, y otros, el viento. “No”, dice el maestro, “se mueven vuestros corazones”.

    O esa broma con los que llevan gafas de pasta intelectual, comprometidos en las cosas sociales y así. Las gafas de pasta (de color negro, por lo general) contienen, al parecer, lentes cóncavos, propios para ver a lo lejos los atropellos e injusticias que comenten exógenos poderes en exóticos países. Son gafas de miope, por lo cual no están preparadas para la visión nítida de lo próximo, lo que les rodea. Ellos, los gafapastas, lo llaman internacionalismo visual. Son proclives más a la estética que a la ética, a no ser que sea una ética del amor propio, también denominado autoestima o práctica de onanismo.

    Repliego defiende que el arte no sirve para nada, y que precisamente por eso es tan importante y tan poderoso. Es una funcionalidad poética y por eso es tan necesario. Su falso documental, en última instancia, consigue compartir sustantivos, adjetivos y propósitos verbales en una suerte de cuento moral fingido que plantea no pocos dilemas, que obliga a cada espectador (nueve estuvimos, ¡nueve!, en su presentación en el Estudio Yus) a sacar sus propias conclusiones en conciencia.

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