Por Don Quiterio
“Si tienes que decir la verdad a la gente, sé gracioso o te matarán”. Pocas frases (no en balde, de Billy Wilder) llegan a resumir de forma tan cruda el significado de la palabra comedia. Un género, en todo caso, que todos los festivales cinematográficos acostumbran a abominar.
La Filmoteca de Zaragoza, con buen criterio, ofrece un ciclo dedicado a uno de los maestros de la comedia norteamericana de la segunda mitad del siglo XX: Blake Edwards (1922-2010), cineasta originario de Tulsa, la ciudad de la lucha petrolífera del estado de Oklahoma, que diría el artesano Stuart Heisler.
Descendiente de artistas, el ambiente cinematográfico no le era extraño al joven Edwards, y es muy probable que la influencia familiar fuera decisiva en él. Instalado en Hollywood, a los veinte años debuta como actor de cine en “Diez héroes de West Point” (1942), que dirige el gran Henry Hathaway. Hasta 1948 interviene en un notable número de películas, siendo dirigido, entre otros, por realizadores como Victor Fleming, Otto Preminger, Mervin LeRoy, William Wellman, John Ford, Wesley Ruggles, John Rawlins, Harold Schuster, Wallace Grissell, Steve Sekely, Budd Boetticher, Richard Thorpe, Edward Dmytryk, Lewis Milestone, William Wyler o Norman Taurog.
Al mismo tiempo, escribe para el medio radiofónico el guión de la serie “Richard Diamond” y para el televisivo las series “Mr. Lucky” y “Peter Gunn”, de la que el propio Edwards realiza en 1967 un discreto policiaco interpretado por Graig Stevens y Laura Devon. Con Richard Quine, con quien ya había trabajado como actor, colabora muy estrechamente al escribir para él un total de siete guiones entre 1952 y 1962. Asimismo, desempeña la labor de guionista para otros directores, como Ralph Nelson o Lesley Selander, a quienes también produce algunos filmes.
En 1955 debuta como director con “Bring your smile along”, filme basado en un guión original del propio Edwards y escrito en colaboración con Richard Quine, pero no destaca hasta 1957 con “El temible Mr. Cory”, sobre la novela de Leo Rosten, una comedia resuelta con gusto y escrita fundamentalmente para el lucimiento de Tony Curtis en el papel de granuja conquistador.
Autor ecléctico de comedias y dramas de brillantez y coherencia poco común, excelente director de actores, logra en sus mejores filmes notables crónicas de la inadaptación del americano a la sociedad a que pertenece: “La pícara edad” (1958), algo artificiosa adaptación de la obra de Hugh Herbert; “Operación Pacífico” (1959), una estimable comedia de ambiente militar con Cary Grant y Tony Curtis; “Vacaciones sin novia” (1959), comedia de persecuciones y malentendidos; “Días de vino y rosas” (1963), drama con Jack Lemmon y Lee Remick destrozados por el alcoholismo; o “¿Qué hiciste en la guerra, papi?” (1966), con un demoledor inicio que parodia el cine bélico.
En 1962 dirige “Chantaje contra una mujer”, una rara y muy estimable incursión en el terreno del policiaco y del suspense, una película de acusadas vinculaciones con la serie negra y con detalles descriptivos de tipos, ambientes y situaciones realmente brillantes. “Soy un gran aficionado al policiaco”, confiesa Edwards, “y mi trabajo en la radio me dio una gran experiencia. El guión era perfecto en su género. Quise probar mi eficacia, mis conocimientos técnicos. Se trata de un filme donde la técnica tuvo la primacía, un filme que no ponía en juego sentimientos”.
Edwards evoluciona hacia lo que se denomina “comedia sofisticada norteamericana” en “Desayuno con diamantes” (1961), en la que se recurre a ambientes de la alta burguesía y a unas fórmulas narrativas más descriptivas y menos críticas. Basada en la novela corta de Truman Capote “Breakfast at Tiffany’s”, esta comedia romántica y melancólica nos muestra el itinerario íntimo de unos seres insatisfechos (una maravillosa Audrey Hepburn y un atractivo George Peppard) que intentan aproximarse a un cierto modelo de felicidad en una sociedad compleja. Edwards vuelca toda su sabiduría en la dirección sobre un mundo que responde a este tipo de comedia, pero, curiosamente, evoluciona hacia una comicidad más inmediata en la que alterna los homenajes a géneros cinematográficos, películas e intérpretes (western, cine mudo cómico, “El prisionero de Zenda”, Rodolfo Valentino, Laurel y Hardy) en “La carrera del siglo” (1965) con su admiración por el mundo del absurdo y la parodia (“Gunda Din”, el camarero borracho, la inundación, el lavado colectivo de un elefante) en “El guateque” (1968), mezclándolo, a veces, con la inspiración en los comics y su estructura (serie de “La Pantera Rosa”) o la destrucción relativa y nostálgica de seres entrañables en “10, la mujer perfecta” (1981), sin olvidarnos, claro está, de las soberbias bandas sonoras del gran Henri Mancini.
Continuador de algunas de las claves que establece Ernst Lubitsch en la base de la comedia cinematográfica, Blake Edwards consigue mantener cuanto de gran espectáculo, de ambientes refinados, de clases sociales elevadas hay en estas fórmulas y unirlo con las referencias a un mundo concreto y a la presentación de pesonajes totalmente reales que tienen su peculiar forma de entender la vida y de querer desarrollarla. Además, Edwards tiene un conocimiento casi perfecto de las estructuras narrativas y consigue llevarnos por los avatares de las historias de una manera lógica, suave, sin forzamiento, mediante la integración de las secuencias, ya que éstas no se encuentran fragmentadas entre sí, sino que, al contrario, se apoyan más en otras.
Con “La Pantera Rosa” (1964), a través de unos estupendos gags, la música inolvidable de Mancini y los maravillosos créditos con la popular pantera que dieron origen a la serie televisiva, Edwards se adentra en los fascinantes dominios del humor abstracto, con Peter Sellers en el papel de un chiflado y torpe inspector, personaje que protagoniza varias secuelas a partir de “El nuevo caso del inspector Clouseau” (1964), ya sin los resultados de la primogénita en una saga desangelada y llena de altibajos: “El regreso de la Pantera Rosa” (1975), “La Pantera Rosa ataca de nuevo” (1976), “La venganza de la Pantera Rosa” (1978), “Tras la pista de la Pantera Rosa” (1982), “La maldición de la Pantera Rosa” (1983) y “El hijo de la Pantera Rosa” (1993), estas dos últimas ya sin la presencia de Peter Sellers, dos mediocres intentos de apurar el filón de la saga una vez fallecido el protagonista.
Con “Darling Lili” inicia la década de 1970, una parodia de las típicas historias de espionaje en la Primera Guerra Mundial, con canciones y todo, realizada para el lucimiento de la acaramelada Julie Andrews, con la que se acababa de casar. Al año siguiente realiza el decadente western “Dos hombres contra el Oeste”, en la línea nostálgica de Sam Peckimpah, destrozada en el montaje por la productora, “una de las mayores desilusiones de mi carrera”, según el director. En 1972 realiza “Diagnóstico: asesinato”, un preciso y algo escaso filme policiaco con médicos sobre la novela de Jeffrey Hudson. Con “La semilla del Tamarindo” (1974) realiza un imposible filme con una Julie Andrews en el papel de una adúltera que queda traumatizada por la muerte de su marido.
Sus últimos filmes muestran un apreciable descenso en su inspiración, un cúmulo de títulos en exceso insípidos y reiterativos, si bien algunos gags y demostraciones de sabia puesta en escena justifican sobradamente su visión: “Micky y Maude” (1984), “Mis problemas con las mujeres” (1984), “¡Así es la vida!” (1985), “El gran enredo” (1986), “Asesinato en Beverly Hills” (1988), “Una cana al aire” (1989) o “Una rubia muy dudosa” (1991). Aún así, ahí están “S.O.B.” (1981), excelente autocrítica del mundo de Hollywood; “¿Víctor o Victoria?” (1983), una corrosiva y sarcástica historia inspirada en la comedia alemana “Él es ella”; y “Cita a ciegas” (1987), que lanza al estrellato a Bruce Willis.
El final del ciclo de Blake Edwards coincide con el arranque de uno nuevo centrado en otro gran director de la segunda mitad del siglo XX: Stanley Donen, el autor de “Un día en Nueva York” (1949), “Cantando bajo la lluvia” (1952), “Tres chicas con suerte” (1953), “Siete novias para siete hermanos” (1954), “Siempre hace buen tiempo” (1955), “Una cara con ángel” (1956), “Bésalas por mí” (1957), “Indiscreta” (1958), “Una rubia para un gángster” (1960), “Volverás a mí” (1960), “Página en blanco” (1961), “Charada” (1963), “Arabesco” (1966), “Dos en la carretera” (1967), “La escalera” (1969), “El pequeño príncipe” (1974), “Los aventureros de Lucky Lady” (1975), “Movie movie” (1978), “Saturno 3” (1979) o “Lío en Río” (1984).
En 1940, con solo dieciséis años, el joven Donen abandona Carolina del Sur, su ciudad natal, y marcha a Hollywood para trabajar como bailarín en los escenarios de Broadway. Más adelante, trabaja en diversos filmes como responsable de la asistencia coreográfica, colaborando así con directores como Charles Vidor, George Sidney, Richard Thorpe, Charles Barton, Norman Taurog, Laszlo Benedek, Edward Buzzell, Charles Martin, Gregory LaCava, Roy Rowland o Busby Berkeley. En 1949 debuta como realizador junto a Gene Kelly en “Un día en Nueva York”, todo un éxito del musical americano.
Dotado de un matizado sentido del humor, inventiva en la creación de gags, elegancia y buen gusto figurativo en el empleo de formas y colores, Donen crea títulos clásicos en la historia del cine musical de postguerra. Poco a poco tiende a alejarse del género musical, para cultivar un tipo de comedia de enredo personal y refinada, y toma como base fundamental a la pareja, analizando su situación tanto al iniciarse la relación como tras años de vida en común, y, a veces, fusiona sus historias de elementos dramáticos, de ingredientes criminales (“boutade”: ¿Cuál es la mejor película de Alfred Hitchcock? “Charada”, de Stanley Donen) e, incluso, de concesiones a la ficción científica.
Decía Beckett que nada llega a ser tan gracioso como la desgracia. En sus películas, tanto Edwards como Donen, con pulso clásico, componen una suerte de sinfonías de la desolación que, sorpresa, provocan la risa (o algo mejor) de puro descabelladas. Quizá, y volviendo al gran Billy Wilder, puestos a decir la verdad, “sé gracioso o te matarán”. Buen provecho.