“ALBERTO SÁNCHEZ, LA PROYECCIÓN DE LOS SUEÑOS” (Documental de Vicky Calavia)

Por Don Quiterio

      Decía Beckett aquello de que no existe pasión más poderosa que la pasión por la pereza. Acaso hay algo que no sea fracasar de nuevo: mejorar el fracaso. El problema es el adjetivo. Por su culpa, la literatura –y, de paso, el cine- ha acabado por convertirse en un ejercicio impositivo y perezoso. En vez de, simplemente, resultar emocionantes, la mayor parte de las películas –y, en su extensión, del género documental- se esfuerzan en adjetivar la emoción. Y mal.


Fotografía de Alberto Rodrigálvarez

   Algunos manuales lo llaman estilo. Por ello, el mejor cine es el que aparece desnudo de calificativos, el que no permita que nada interrumpa el normal desarrollo de lo único que importa: la emoción. La inteligencia consiste en no permitir que se cuelen retóricas o miradas impostadas. Como en las novelas de Cormac McCarthy o en los cuentos de Salinger, lo que conmueve circula por debajo de una narración alérgica a la “literatura” (a la mala). La mejor literatura, la mejor película, el mejor documental, es la razón de un estado química y existencialmente sustantivo. Sin adjetivos.

   Vicky Calavia, que ya lo intentó en la figura de Manuel Rotellar, dirige, bajo la realización de la productora Nanuk P.A., otra fallida semblanza en el documental “Alberto Sánchez, la proyección de los sueños” (2011). Alberto Sánchez Millán (1943-2009) comenzó a trabajar vendiendo caramelos en un cine, pasó más tarde al oficio de acomodador y taquillero, y llegó a manejar finalmente el proyector. A los veinte años empezó a rodar cortometrajes en pequeño formato, tocando distintos géneros cinematográficos y formas narrativas: el documental, el drama, la comedia, el asunto social, el aspecto político, la biografía, la inspiración experimental, el reportaje, la publicidad e, incluso, el musical, en títulos como “La carta” (1964), “La persecución” (1965), “Desde mi celda” (1966), “Estela” (1967), “Hombre-mujer” (1969), “Canción de la libertad” (1976), “Salvad el Mercado” (1977), “Pablo Serrano” (1978), “Espacios y materiales” (2007)…

   Coleccionista, enamorado de la fotografía, amante del neorrealismo italiano –y de sus variantes en otras cinematografías-, apasionado lector de ciertos novelistas franceses e ingleses del XIX, Alberto Sánchez siempre estuvo interesado en los fenómenos sociológicos que han intervenido en el mundo de la cultura de la imagen como muestra de la actividad libre de las personas y mostró, al mismo tiempo, una línea de rechazo hacia la cultura como privilegio personal o de clase. “Para mí”, dejó escrito, “la cultura es acción, pero una acción que además de ser creadora para quien la practique haga también partícipes a los demás”.

   La cultura es hoy como una gran habitación desordenada, de límites difusos que, sin embargo, existen y a ella se dirigen las miradas. Acaso desde este umbral está la mirada de Alberto Sánchez, una mirada privilegiada hacia el interior, sencilla y austera, libre e independiente, modelo y referencia dentro del ámbito cultural en Aragón. Su amplia obra comprende destacadas facetas que se han erigido en obligadas referencias para un público heterogéneo. De este modo, el profundo rigor y la inagotable curiosidad intelectual de Alberto Sánchez, visible en sus frecuentes intervenciones en medios de comunicación y foros diversos, caracteriza sus incursiones en el cine, la fotografía, el dibujo, la pintura, la crítica cinematográfica, la crítica de arte, el cineclubismo, la organización de muestras y festivales, el profundo conocimiento y apoyo hacia el cine “amateur” aragonés reflejados en libros o series televisivas…

   Con él se acaba una forma apasionada y adictiva de comprender el sabor del cine. Ese sabor que Vicky Calavia no ha sabido plasmar en las imágenes de “Alberto Sánchez, la proyección de los sueños”, un documental protagonizado por el tópico y el pasteleo, una combinación que las bandas culturales que operan al amparo del poder valoran mucho. Oímos las reflexiones de su hermano Julio, las de sus sobrinas, las de Pedro Aguaviva, tan afectadas como insignificantes. Al filme le falta gracia y sutileza, en una narración rutinaria, chata, y pienso en el cine de Claude Sautet –que tanto gustaba a Alberto-, aquel maravilloso retratista del sentimiento humano, de sus alegrías y sus zozobras, en modo alguno superficial.

   La superficialidad indica, aún inconscientemente, una oposición entre apariencia y esencia que, naturalmente, va cayendo en picado a medida que avanza la narración. Es una lástima que el hombre que aglutinó al cine en Aragón haya tenido tan poca suerte al ser traspasado al cine. Todo suena a ese Garci herido de nostalgia que cuenta las tardes en el cine Benlliure y se emociona con los estrenos en sesión contínua. De lo que no se habla en el corrillo de los que hacen cine es de los guiones, los contenidos, esos sueños proyectados muy racionales, a los que ponen patas los artistas. Las carencias vienen de ahí. No es sólo poder hacer un documental sobre la figura de Alberto Sánchez, sino hacerlo bien. El problema, otra vez, es… el adjetivo.

   Lástima que quienes podrían aprender algo contemplando “Alberto Sánchez, la proyección de los sueños” acudan cegados por la cara brillante de las cosas. El documental es, si se quiere, un gran y solitario adjetivo. El documental funciona cuando está callado, cuando se deja que el ambiente onírico y algo petulante –marca de la casa- se cuele por las comisuras de la retina. En cuanto se empeña en ser “literariamente poético”, cansa (y mucho) por la misma razón que cansan los adjetivos por inncesarios. Muerte al adjetivo.

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