Por Eugenio Mateo Otto
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Yo, no sé ustedes, me confieso admirador de Venus cuando se hace visible antes del amanecer.
Atisbar su brillo premonitorio confiere un latido de vida al tránsito de la sombra a la luz. Prefiero el Lucero del Alba al Lucero de la Tarde por la simple razón que este despide el día para siempre y aquel abre la puerta a la jauría implacable de los acontecimientos. En la vigilia de atisbos la noche agoniza mientras Venus resiste desde su lejana neutralidad. Ver abrirse paso a la claridad merece un momento de esperanza, como esa que se siente íntimamente al comprar lotería. No deja de serlo esperar que algo bueno ocurra en el día que llega, aunque la ley de probabilidades es selectiva conforme avanza la luz, que indiscreta y vertiginosa, pone al descubierto el escenario de la realidad y, aun así, habrá otras realidades, porque la luz está llena de matices en su afán de lucir, tiñendo la impoluta pureza de la esencia. La vida cabe en un reloj de arena y a cada grano le ilumina un lucero distinto ¿y, por qué no?, desear que su efecto se precipite en un fotón de luz. No importa que lo efímero sólo lo parezca, ni que la luz sea onda que circunda. Importa tanto surfear la tabla de salvación por todos los colores… que es preciso reconocerse en cada ráfaga que la luz dispare; emboscarse en la inmensidad para ser diluido en un arco iris; poder cerrar los ojos sabiendo que al abrirlos se estremecerá la pupila bajo la radiación de las ondas.
El mundo se sitúa entre luces y sombras, aunque, lo que debería ser definición, por el cambalache del claroscuro, se convierte en ambigua imprecisión y todo queda a merced al libre albedrio, cosa interesante si se aplicara su exacto significado. A la luz, la natural, la que estimula, esa a la que la Física llamó ondas electromagnéticas visibles, le salieron imitadores, y merced al invento de la energía eléctrica se dio el paso más revolucionario de la historia de la Humanidad y la vida avanzó como nunca, antes. Consiguientemente, se ha basado la moderna civilización en la dependencia de lo energético y todo indica que tal adicción saldrá demasiado cara puesto que, desprovista de sus connotaciones sociales y reducida a un espectacular negocio, se convierte en un humillante gravamen contra, precisamente, el bienestar que se dice potenciar y no se sabe hacia dónde nos llevaran los llamados operadores que controlan el mercado. Nunca la luz fue tan necesaria en ese afán de prolongarse sine die, y, sin embargo, nadie quiere explicar de manera comprensible el porqué de la escalada indecente de los precios de consumo. Nunca la opresión fue tan sutil como sibilina.
La luz natural tiene dependencia de los solsticios, se nota en la piel, efecto lumínico lo llaman, y el termómetro corporal demuestra su debilidad ante los elementos, como buen polo del gran imán. Las capas de color mezcladas en el magma magnético permiten mirar tan lejos como solo el fin del horizonte lo hace, y, así, y sin renegar del calendario, se presiente el cambio por la inquieta urdimbre del barómetro espiritual. Se tirita y se suda bajo las luces del sol, el auténtico fotón de luz, con sus partículas que alcanzan la nada positivando o negativizando cuerpos con su recarga o descarga de energía ante cada circunstancia.
Suplantar al sol marcó la frontera con el inframundo. Ya no habría ciudades en penumbra ni sobresaltos en la oscuridad; ¡la luz perenne! ¡el progreso!, permitiría trabajar más horas, resistir más tiempo, esperar más años. Sin embargo, el planteamiento, por lo experimental, se construyó sobre contradicciones porque al final todo dependería de un conmutador, y volver al pasado es una opción como otra cualquiera. Si Edison y los otros veintidós sesudos predecesores tuvieron la clarividencia de la energía eléctrica, los pobladores del siglo XXI tienen la desgracia de la adicción absoluta a esa luz suplantadora.
Siendo este un tema pendiente, subyace otro, más íntimo: la captura de la luz, esta vez por el arte plástico. Es pura simbiosis. El arte vive de la luz y la luz se sirve del arte. El artista trata de descubrir la precisa en cada movimiento de su mano; inventar un foco por el que penetre su luz, la que busca, la que le esquiva. En una obra pictórica, escultórica o fotográfica, la luz tiene la facilidad de mostrarse como lenguaje con el espectador, y en su mensaje, las claves de la sublimación se asoman para permitir el fugaz lucero de la locura. Luz que habla para contar de su evanescencia. Luz que se deja atrapar en un juego inmediato. Deseo de búsqueda por las fuentes. Deseo de iluminar la vida. Desde que se ha llegado a un mañana tenebroso, siempre quedará la luz del arte
Volviendo a la dicotomía de la luz y las tinieblas, hay que reconocer cierto morbo en eso de las sombras: lo oculto; el presentimiento de lo imprevisto; el acecho de lo desconocido. La atracción por la negrura es tan antigua como el tiempo y en estos que corren, las sombras se extienden como una marea negra. No tardará mucho en considerarse milagroso que la luz prevalezca, esa que lleva claridad a lo oscuro, y faltan luceros que marquen la madrugada en las conciencias. La verdad es consecuencia de la claridad y la mentira es producto de lo oculto. Ying y Yang. Luz y sombras. Verdad y mentira. Vida y muerte. Cuatro encrucijadas para debatirse en la duda de la dirección. Errar es de sabios, al menos eso dice el refrán, aunque opino que si los sabios erraran no serían sabios; por eso, conviene medir las consecuencias de los errores. Aplicando el sentido común, la única solución para salir del marasmo que nos inunda sería adoptar la luz ˗˗la verdad vendría por añadidura˗˗ para iluminar la sociedad. Tender al aire libre los trapos sucios y abrir ventanas para ventilar los malos olores. La catarsis de las luminarias.
Otra cuestión es que a la luz le afecta la latitud. No tiene el mismo brillo ni la misma fuerza en el norte que en el sur. Algunas pieles buscan el cenit del sur y otras sueñan con el norte boreal. Nómadas de luz y pan que recorren las cuatro direcciones.
También, ser ejemplar en algo significa ser luz en la mediocridad, y los seres que gozan del don de ser diferentes imprimen su candela como referencia en la oscuridad. La llama de la razón oscila en la vela a merced de los soplidos ignorantes que la pretenden apagar, y cuántas más velas luzcan, menos uniformidad secuestrará el panorama. El hecho es que vivir la claridad y gozar de la calma nocturna son ambivalencias deseables de practicar en el sosiego interior. Mitad onda electromagnética, mitad quimera de los sueños.
Se llega a la conclusión de que, probablemente, no tengamos nada tan especial y redentor como una vida de luz, aparte de la simple existencia, claro está.
Publicado en Crisis 22