Por Manuel Medrano
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Entiendo muy bien qué pasa con los precios de los productos básicos en tiendas y supermercados: no paran de subir.
Es que muchos de ellos, en la mayoría de los sitios, aún siguen subiendo de precio. No es por el coste de la energía, no es por un cambio de impuestos, no es por una guerra u otra: es especulación brutal, y alguien debe pararla.
Entiendo, igualmente, por qué hay que mantener una guerra en el Este de Europa. No es por la democracia, no es por la independencia de un territorio, no es por motivos humanitarios. Es para probar armamento nuevo, conseguir la posesión de minas de productos valiosos, e impulsar a los países a no tener más remedio que elegir entre un bloque político u otro. Y venderles el nuevo armamento probado, y petróleo, y gas, y lo que quieras mientras pagues sus precios con tus fondos o tu deuda creciente.
Si no la han leído ya, lean la novela “1984” de George Orwell (publicada originalmente en 1949) y comprenderán hacia qué distopía sociopolítica nos quieren arrastrar, si no estamos ya en ella.
Entiendo, sin duda, el cisco que se ha organizado durante más de dos años con eso que han llamado COVID-19. ¿Qué era una infección? Sí. ¿Qué mataba? Sí. ¿Qué luego mutó para ser mucho menos letal? Pues sí, como suelen hacer estos elementos, igual que sucedió con la mal llamada Gripe Española. Pero, por el camino, hubo quien se forró, sean especuladores, importadores de mascarillas y otros productos sanitarios, multinacionales farmacéuticas, etc. Con curiosas actitudes independientes casi nada difundidas por los medios: la India se negó a eximir de responsabilidad a las farmacéuticas, y estas, por ello, no le suministraron inyectables. En África hubo países donde apenas llegaron esos inyectables pero incluso, algunos, directamente no mostraron interés en ellos, etc. La semana que viene nos “permiten” en España no llevar mascarilla en el transporte público, debido a la opinión de los expertos… electorales. Se podían haber quitado hace meses, pero las urnas aún no asomaban por la esquina.
Por ir acabando, entiendo que el talento, la excelencia y el prestigio científico e intelectual lo otorguen los políticos: cuando eligen a alguien para una candidatura, cuando integran a alguno en sus órganos directivos, cuando piden que les hagan informes “a medida”, cuando quieren avalar políticas dudosas o casposas con opiniones de “expertos”, adjudican a sus fichajes, valedores y/o prescriptores pomposos adjetivos sobre su talento, excelencia, prestigio universal incuestionable, etc.
No entiendo, mira por donde, qué ha pasado con la creatividad en las universidades. No es que esté casi desaparecida, es que profesionalmente se penaliza, a veces gravemente. De esto habló hace unos años (para mi gran sorpresa) una candidata al rectorado. Y, seguramente, yo les ampliaré el tema.