El “Catalout” imposible / José Luis Bermejo


Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza

       Frecuentemente, la hipotética independencia de Cataluña respecto del resto de España suele asimilarse a un divorcio.

    Se trata de una comparación inoportuna, que solo se sostiene si lo contemplado es la pérdida de afectos, de estatus económico y acaso el padecimiento de unos ciudadanos, que harían el papel de los hijos de una familia en trance de ruptura.

    Si lo que se quiere es recurrir a figuras jurídicas para expresar la pretendida segregación catalana, resulta más apropiada la de la división de la cosa común del artículo 400 del Código civil. este artículo se sitúa en el centro de las reglas de la comunidad de bienes de los artículos 392 a 406, todos ellos dignos de atención antes de plantearse la disociación: las partes en común son indivisibles al margen de la parte privativa a la que están unidas de modo inseparable, es obligatorio contribuir a los gastos de conservación de la cosa común, está prohibido hacer alteraciones en la misma sin consentimiento de los condueños y, sobre todo, se prohíbe dividir una la cosa común cuando tal división la haga inservible. Sin embargo, Para mi gusto, y dada la dimensión histórica, geopolítica y sentimental de la España actual, las tensiones secesionistas encajarían mejor en otros supuestos del Código civil tales como el deber de los hijos de contribuir equitativamente al levantamiento de las cargas familiares (artículo 155), la obligación recíproca a darse alimentos (artículo 143) o la desheredación –inversa- por ingratitud (artículo 756). Eventualmente, el caso más aproximado a la independencia unilateral de Cataluña sería el delito de abandono de familia del artículo 226 del Código penal, es decir, palabras mayores.

    En realidad, ni el Derecho de familia es buena fuente de ejemplos que justifiquen la operación secesionista ni el Derecho constitucional de la práctica totalidad de las democracias consolidadas recoge instrumentos para la disgregación territorial. Se sobreentiende que ésta es un fenómeno indeseable y, en todo caso, muy difícil de articular: de ahí que el derecho a la autodeterminación no se contemple en nuestro entorno y no se permita su invocación en territorios integrados, aun con malestar, en los Estados de Derecho y de derechos más avanzados. Parafraseando a Fukuyama, el “fin de la Historia” del secesionismo ya pasó hace tiempo y las energías de la causa disgregadora deben aplicarse a la mejora, profundización y perfeccionamiento del federalismo, allí donde proceda.

   En el caso de los nacionalismos vasco y catalán, son dos las aspiraciones pretendidas: la excepción cultural (fundamentalmente lingüística, también simbológica) y la excepción financiera. Y todos sabemos que no por este orden cuando a la importancia real de cada una nos referimos. Pues bien, ninguna de las dos debería ser imposible mediando diálogo y lealtad por las partes en conflicto. Hay zonas inexploradas en esa dirección, tales como el bilingüismo distintivo o el principio de ordinalidad fiscal, entre otros ejemplos. La idea de fondo es que todo es relativo o, mejor dicho, todo se expresa mejor en contexto y relación con su circunstancia.

   Cataluña perdería su “gracia” y su razón de ser en el concierto internacional al margen de España, igual que lo haría una escasamente significativa Flandes al margen de Bélgica (los nacionalistas flamencos se proponen como territorio autónomo de los Países Bajos) o una Escocia no británica (“contra Londres vivíamos mejor”). El ejemplo de Luxemburgo es palmario en lo cultural (el país es o tiene una extensión en una provincia belga y, como mucho, puede esgrimir un dialecto alemán muy minoritario) y decepcionante en lo financiero (sepan los catalanes que la Unión Europea solo puede permitirse un vergel fiscal, condición ya ocupada por el pequeño granducado).

   La idea de España es bien antigua (no en vano Colón llamó Hispaniola, y no Castaliana, a la primera isla americana conquistada), y demasiado rica como para renegar de ella, siquiera nutriéndose de ella a la vez que se enfatizan las aportaciones propias. Volviendo a las figuras del inicio, en lugar de un divorcio, los secesionistas harían mejor en reclamar una inversión del orden de los apellidos del artículo 53 de la Ley del Registro Civil. Quienes contemplamos España como una realidad no estrictamente patrimonial, sino esencialmente familiar y cordial, podríamos llegar a asumir esto, pero nunca un divorcio entre hermanos, jurídicamente imposible y naturalmente inviable (como tampoco lo es un matrimonio así).

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