Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
“Calenturas otoñales… o muy largas o mortales”. Aunque el refranero popular suele ser sabio, el quiosquero de la esquina confiesa que no conoce ningún estudio científico que corrobore semejante aserto.
Acepta, sin embargo, que el otoño tiene unas características que podrían extrapolarse a algunas manifestaciones patológicas de nuestra vida cotidiana. Sobre todo, maldita sea, si pensamos que el verano, ese tiempo del que estamos hechos, terminó. Bienvenidos al otoño, pues. La vuelta al cole. Los deberes. Los embotellamientos del tráfico ciudadano. Los coleccionables. Las nubes. El viento. Las tormentas. La hojarasca. Las acídulas naranjas. Los relatos plastas de amigos y conocidos sobre sus viajes veraniegos, con acopio de fotos. Clic, clic, clic. El canto monocorde e imperturbable de los grillos. Cri, cri, cri. Las inminentes fiestas pilaristas. Al quiosquero le gusta el verano, el sol. Basta su presencia para que el mar azul se aquiete y el sol busque su pecho y sienes romanos. Y no esquiva una posible verdad: cuando el frío aprieta hay un incesante deseo de darse de baja. Todo lo contrario a esas arenas suaves y desnudas como una tentación.
Desde la tranquilidad de las vacaciones, por así decir, uno empieza a tomar conciencia de cómo el estrés, las preocupaciones, muchas veces absurdas, y otra serie de menús emocionales, también más o menos absurdos, van desapareciendo de nuestra mente a ritmo de música de chiringuito playero para dejar paso a otra serie de cuestiones, dudas y preguntas que, quizás, el resto del año, bien por falta de tiempo o exceso de trabajo, uno no llega a reparar en ellas. Cada año, cuando llega el verano, se despierta en el quiosquero su alma aventurera y deportista que le pide hacer un plan diferente en cada momento. Y recuerda todas las anécdotas vividas en cada uno de los rincones que ha tenido la oportunidad de conocer. Pero también vienen a su mente aquellos lugares que le quedan por visitar.
Le preguntan, a su vuelta, acerca de sus vacaciones del estío y fabula a sus clientes con grandes viajes literarios. Hay cosas que solo la literatura sabe hacer. Dialogar con él ayuda al interlocutor a parir ideas propias. El quiosquero guía a sus parroquianos (jóvenes –pocos- o mayores) en conversaciones en torno a cuestiones de la vida, la muerte, la felicidad, la trascendencia, los hijos, y así aprender a razonar, argumentar, definir, conocer. En el quiosco de la esquina se escucha al otro sin juzgar. Se exponen y contradicen cosas. Se juega. Lo mejor es cuando un grupo se cohesiona y el conflicto pasa a ser jardín de diversos y jugosos frutos. Todo consiste en pensar bien para bien vivir. Para afinar mentes y esponjar corazones.
La dicha del viaje sigue en el relato que se hace al regreso. Eso lo aprovecha el quiosquero y, como buen tendero, enmascara lo que fueron, ay, unas simples vacaciones familiares de proximidad, con sus jornadas de playa y otras de montañas verdes, en unos relatos contados con vivacidad y la prodigiosa verborrea de siempre. El placer de despertar y ver el sol puesto. No saber qué helado elegir. El cielo imperturbable y limpio cuyo sol incandescente lo llena todo de serenidad y luz. El teatro en la calle. Las noches que se alargan. Porque el otoño de hojas volantes ya está aquí, para quedarse, con el nuevo curso literario en su laberinto de complicidades, pensamientos e intrigas. Acaso el quiosquero es un soñador nato. Veranear, para él, consiste en ir a una isla y pasar horas y horas retándose a ver cuánto aguanta cara al sol sin darse la vuelta. Cuando la sudoración le envuelve, chapuzón y vuelta a empezar. ¡Ah, esos convencionales estallidos de hedonismo solar, la piel morena, cinturas locas y cópulas de playa! ¡Ah, el amor, tan limítrofe hoy con el delito y el crimen!
Debajo de las sombras, de la rigidez, de las películas que no vi, de los bares a los que no fui, de los viajes que hice sin querer hacerlos, de los amigos con los que no pude encontrarme, escuchar de nuevo al quiosquero, en su puesto natural de mando, es un placer inigualable. A veces arrecia la tormenta sobre el puesto de mando y el quiosquero se empeña en sonreír, como si no creyese en los días tristes. En la mente de los seres humanos se guardan imágenes grabadas de manera indeleble. La brújula cronológica de nuestras mentes nos induce a creer que el ayer de hace cuarenta años, tres años o incluso unos minutos tiene diferente distancia, cuando, en realidad, todo el pasado del mundo cabe en el mismo suspiro humano del tiempo. Puede que dios inventara el tiempo, pero nosotros decidimos qué hacer con las horas. Me imagino al quiosquero en plena canícula, arriba y abajo, como una explosión, una dinamo de creación constante, de una energía brutal. Sin freno. Sin límites. Sin red. Sin censuras. Desaforado. Volcánico. Solo así entiende el verano, aunque su compañera de fatigas le suelte indirectas a lo Homero: “Llevadera es la labor cuando muchos comparten la fatiga”.
A ella, para qué negarlo, le apaga el calor. Pero el quiosquero, tan atento, se llevó para el viaje playero una sombrilla inglesa, elegantísima, verde carruaje, de ‘Bosford & Cummings’ de Norwich. Las sombrillas ‘Bosford & Cummings’ tienen un valor añadido. Pulsando suavemente un botón sito en la base, se abre un pequeño compartimento. Allí guardó el quiosquero un trozo de tortilla de patatas o española con cebolla y arena, de las sobras del vermú tomado a mediodía. Y los finos granos de su playa mediterránea se metieron entre sus dientes permaneciendo entre ellos hasta este inicio otoñal. En verano, no se fíen, las cosas no pasan, sino que vuelven a pasar. A Claudio Rodríguez, por ejemplo, lo lee el quiosquero cada verano. En su verdad. En su violencia. En su avería. En su entusiasmo. En su palabra. No por insistir, dice, sino por descubrir lo que trae de nuevo su aventura de siempre.
Porque la poesía siempre se hace con compañeros de viaje escogidos con soberana libertad. Porque un poema es el tiempo que nos queda y el hombre, al fondo de todas las cosas, no ha cambiado desde el hombre. La poesía, además, es eso: pértiga del tiempo sobre el tiempo. Un voy contigo. Un mirar más a lo lejos. Una escuela de tolerancia. Y saber decir que no. Y otra manera de celebrar el último aliento de la fiesta. Le preguntaron a John Berger qué es lo más importante que hemos perdido, y respondió: “El sentido del pasado y el sentido del futuro. Lo que vivimos y lo que somos. Hoy, el motor para vivir es el instante presente, que es el instante del mercado. Ya no sentimos, como se sentía hace muy poco, que los muertos están con nosotros ni que tenemos una deuda pendiente con los que aún no han nacido”.
También cayó en manos del quiosquero ‘El ser y la nada’, un libro de Jean Paul Sartre que no había leído, en realidad una serie de reflexiones sobre el sentido de la existencia que se le atragantó, porque le pareció un mal remedo de ‘Ser y tiempo’, la fascinante obra de Heidegger. El verano, al fin y al cabo, es una estación que tiene amantes y detractores. Y los detractores acérrimos son tan necesarios como los partidarios. Muchas parejas fracasan porque caen en el error de hacerlo bien desde el inicio. Hay quien odia el fútbol y solo ve a veintidós mercenarios corriendo detrás de un balón para patearlo. La compañera del quiosquero, por ejemplo. Ya nos previno John Baynton contra esa tentación, cuando señaló que reducir el fútbol a eso “es como decir que un violín es madera y tripa y ‘Hamlet’ papel y tinta”.
El quiosquero no será marinero porque es de tierra adentro, de las tierras medias del río Ebro, en las que reside su corazón y su memoria, pero le gusta el mar y el verano como a un tonto un lapicero. “El sol”, dice, “tiene propiedades terapéuticas”. Así se pone, el muy cabrón: negro como el tizón. ¡Venga melanina! Y se fue, como siempre, al Mediterráneo, la cuna de nuestra civilización. El mar, esto es, de la civilización y la cultura, del intercambio y la riqueza, del envés y la revelación, del ensimismamiento y la procacidad, de las leyendas y los mitos (¡jo, ni que fuera uno Antón Castro!). En este mar y sus riberas se sobreponen, a lo largo de los siglos, culturas y mitos, efectivamente, que se funden en la memoria de forma desordenada: las pirámides, César y Alejandro, los Graco, Espartaco, Aníbal y Escipión, Nerón y Séneca, Marco Antonio, el volcán de Pompeya, los descubrimientos de Arquímides, los filósofos griegos, Mecenas y Virgilio, el gran Dante, el Corán y Mahoma, el oráculo de Delfos, la biblioteca de Alejandría, san Pablo, Jerusalén y Roma…
Antes, mucho antes de tantas infancias, adolescencias y veranos, el mar ya estaba allí, benigno y agradecido. Salpicaduras, juegos, griterío y misterios imaginados junto al agasajo de las olas. El quiosquero también estuvo en Lekeitio, el lugar vascongado de sus amores, esa localidad vizcaína a la que el artista mexicano Diego Rivera pintó en su juventud –ya oronda-, a la manera de Zuloaga. E igualmente fue a una casa tirolesa del Pirineo oscense, en lo más alto: Cerler, o sea. Sí, donde el hombre pierde su arrogancia. Dice el quiosquero que hay que aprovechar el entorno, tanto en el mar como en la montaña, y sus ríos de aguas transparentes y gélidas, para hacer cosas que solían divertirnos pero que hace tiempo que no practicamos.
Se trata, simplemente, de utilizar un poco más nuestro cuerpo que durante el resto del año, pero sin agobios ni obligaciones. Cuando aprieta el calor no puede haber un escenario más propicio para moverse que el agua. Y respirar a pleno pulmón. Y darse una vuelta en bicicleta. Y bailar el ‘hula hoop’. Y bucear recogiendo objetos del fondo. Y salir de la piscina sin usar las escalerillas. Y mover el esqueleto. Y saltar las olas. Y jugar e ir a los columpios del parque. Y hacer castillos en la arena. Y dar abrazos de oso dentro del agua. Y caminar –o trotar- dentro de ella. Y, por supuesto, hacer el amor. Cuanto más placer, más calorías se queman. “Mente sana, in corpore sano”, que dicen que decían los clásicos.
Las vacaciones estivales del quiosquero coincidieron con el Mundial de fútbol celebrado en Rusia, un deporte que le gusta tanto como a mí. Albert Camus, seguramente el primer premio Nobel de literatura al que le gustaba el balompié por encima de todas las cosas, declaró que había dos lugares en los que se sentía feliz: en un estadio y en un teatro (ese arte –acaso el único- donde la humanidad se enfrenta a sí misma). Hay un relato suyo que explica por qué nos gusta tanto este deporte, por qué es capaz de hacernos tan felices o tan desdichados el hecho de que un balón entre o no en la portería. Puede que sea la metáfora de la existencia. O, sencillamente, que esa pelota resume los mejores momentos de nuestra infancia. Dios es redondo, dejó escrito Juan Villoro. Tan redondo como el balón de plástico con el que jugaba en la playa la hija del quiosquero, que lo perdió en un golpe de viento. Corrió en su busca, pero ya no estaba. Fue la primera desolación de su vida. El llanto duró un tiempo. Y su madre le espetó: “¿¡Todo este drama por una puta pelota de plástico!?”. Sí, por supuesto.
Debemos aprender a controlar el tiempo para que no sea este el que nos controle a nosotros. Que el tiempo se mide en siglos y no en la urgencia horterísima de los minutos. La felicidad es imposible sin la inocencia. Es curioso observar cómo buena parte de la infancia transcurría en largas horas de glorioso aburrimiento, donde lo único que pasaba era el tiempo. Y muy lentamente. En la infancia las horas parecían chicle. No deja de ser curioso, por insistir, que aprovechar el tiempo consista básicamente en despreciarlo. Cuando nos divertimos, el tiempo pasa volando. Ni se nota. Al fin y al cabo, no somos más que tiempo entre dos precipicios: el nacimiento y la muerte.
Sin inocencia uno puede divertirse, reírse, disfrutar, pero no ser feliz. La infancia, cuando menos lo esperas, telefonea. Mi jardín de infancia era todo él felicidad, como aquel verano en que fui un explorador al servicio de la caballería que dominaba el lenguaje de los indios. O aquel otro en que me encontré por primera vez el mar y lo descubrí bien diferente de lo que había imaginado. O aquel en que, por primera vez, subí a una embarcación que cabeceaba de una manera inquietante. O aquel otro en que unas niñas francesas o suizas o belgas (¿o eran andorranas?) no fueron mi primer amor, pero… casi, casi. La noche de verano estaba llena de luces y promesas. Como aquellas lecturas sobre crímenes que planteaba Agatha Christie y uno acababa siempre por resolver porque sus novelas giran todas en torno a cuatro o cinco o seis patrones a lo sumo.
Todos los veranos tienen también un libro y el quiosquero releyó ‘Los paraísos artificiales’, en donde, casi al final, Umbral escribe: “Adonde llega uno no es nunca adonde quería llegar, sino a otro sitio”. Y terminó, entre otros, uno del filósofo Simon Critchley hablando de fútbol, donde defiende un deporte en el cual el éxito verdadero siempre llega por el esfuerzo colectivo. También volvió a ‘Las aventuras de Tom Sawyer’, de Mark Twain (seudónimo, ojo, que significa “¡Dos brazas!”), y a su hija le leyó el capítulo en que el protagonista y su novieta se pierden en una cueva al haberse separado del resto del grupo de colegiales para ir a lo suyo. Tom está ya abandonando la fase en que lo mejor que se te ocurre hacer con una chica es meterle una rana en el bolsillo, cosa que he probado y es divertida, y todavía –al tiempo- no constituye delito. En todo caso, una mujer es solo una mujer, pero un cigarro es fumar.
En uno de sus cuentos más disparatados, el excesivo y genial Yasutaka Tsutsui describe el periplo de una familia desde la ciudad abarrotada a la playa. “Todos sonreían a solas como si estuvieran locos de euforia. Se limitaban a mirar hacia delante con la mirada perdida”, escribe para describir el instante de alegría casi infinita en el que, por fin, el protagonista alcanza el agua tibia del mar. ¿Será que ser feliz es cualquier cosa menos un acto inocente? Desde luego, ser feliz exige tiempo, esfuerzo, planificación, dinero, sudor, drogas, apartamentos con vistas, rutas por el bosque, descanso activo, nuevos retos, dietas de adelgazamiento, masajes relajantes sin terminación feliz, masajes de los otros (en camilla, de pezones y garganta profunda), pan con levadura madre, vermú…
En las vacaciones estivales, tras los interminables meses de vértigo vital y laboral, el ritmo se ralentiza y la contemplación sustituye a las idas y venidas rutinarias y a las prisas obligadas por los horarios estrictos y las obligaciones que acumulamos durante el año, absurda o justificadamente, sobre nosotros. De repente, la agitación se detiene como un arroyo cuando lo apresan y el mundo se queda en calma y con él nuestro corazón. Hay a quien, por el contrario, esa sensación le incomoda por falta de hábito o de memoria de ella. Otros, como el quiosquero, reciben la canícula como una bendición que esperan con impaciencia durante meses. Es el momento de detenerse, de cambiar de actividad y de lugar, de aprender a mirar sin prisa y a escuchar los sonidos de un mundo que nada tiene que ver con los que a diario escuchamos, de igual manera que los olores y hasta los colores cambian.
“En el mismo instante en que este sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar… el recuerdo se hizo presente”, escribía Proust para identificar el momento preciso en que empezó su viaje de regreso. Era el olor, no tanto el sabor. Al fin y al cabo, solo identificamos cuatro formas de gusto y, lo afirman los expertos, hasta un billón de fragancias. Al mismo tiempo, los días de asueto, y no hace falta que lo diga ningún experto, pueden ser fatídicos para la cuestión amorosa. Hasta una simple tortilla de patatas con cebolla –“pero, joder, si ya sabes que a mí me gusta sin cebolla, ¡no lo puedo creer!”- es sensible de accionar el botón de la hecatombe sentimental. Porque después de la cebolla, ya saben, viene la bilis. Suerte tienen si la cosa acaba en carnalidad.
Al caer la tarde, la familia del quiosquero miraba el mar replegado. La marea bajaba tanto que dejaba ver los huesos del agua. Las mareas, como los vientos, también pueden ser una forma poderosa de locura, capaces de conducirte a Ítaca o al naufragio. Aprovechando que una brisa lívida todo lo llenaba de sentido, el quiosquero y su compañera y la hija de ambos, en su felicidad, enfilaron a cenar hacia la terraza de un restaurante japoperuano y les ofrecieron unos indigestos manjares nipones que combinaban con los de otros países asiáticos y guiños latinoamericanos. Paparruchadas. Que si los nigiris de pez mantequilla con trufa blanca. Que si el tartar estrellado de atún. Que si los usuzukuri de rabo toril. Que si una salsa bulgoji que acompaña a una chuleta de vaca vieja o por otra salsa, la gochujang, con anguila del delta del Ebro. Cocina, en fin, de juego, en la que ácido, dulce y amargo se dan la mano. Para ellos, pues, que no les pillaron más. Al día siguiente, para compensar, terminaron en un chiringuito –palabra ‘inventada’ por el periodista César González Ruano en referencia al modo en que los cubanos piden café- para saborear una paella como dios manda. La paella de mariscos y el verano español, ya saben, forman un sólido matrimonio. Pero casi fue peor el remedio que la enfermedad: una paella malísima con crustáceos de plástico. Una auténtica sangría. Todo un gol en propia meta.
Lo que le gusta al quiosquero, lo sé, es tomar un vermú bohemio acodado en su taberna preferida. En ese espacio de encuentro y desencuentro mantiene –mantenemos- conversaciones con unos y otros, sobre lo humano más que lo divino. A veces de fútbol, de viajes, de cosas pequeñas; a veces de literatura, de cine, de política, de desengaños. Acomodado en la barra e, imitando la mirada depredadora de maestros de la observación como Julio Camba o el propio Ruano, le gusta anotar detalles que pudieran ayudarle a improvisar un apunte al natural. Al primer vermú le sigue un segundo. No importa que las cosas vayan mal, que la situación sea crítica. Ningún problema es irreversible si hay sesión de vermú. Las tabernas, para el quiosquero, son su mejor arma, sus particulares vacaciones en el bar para dar rienda suelta a todas sus inquietudes. Amable y preciso, no cede fácilmente cuanto está seguro de tener tanta razón que puede perfectamente equivocarse. El quiosquero bracea a su modo y con la corriente no siempre a favor. Es un hombre untado de mundo, de libros, de películas, de nombres. Repasa demonios y complicidades necesarias. Por suerte, le ha tocado ver mucho, oír bastante y callar demasiado.
Como Twain, el quiosquero se burla de los que se marean abordo y va comentando con lengua mordaz los lugares que ha visitado este verano. El quiosquero, un tipo capaz de mirar más allá de los “muros de la patria mía” para encontrar lo que queda en los márgenes, lo que se mueve con un destello de anomalía, de avería, de extrañeza, de asombro, tiene cierta nostalgia de juventud que algunos no tienen. De la bien entendida, quiero decir. O de la nostalgia de la utopía, quién sabe. Por eso, a lo peor, no le gusta el cine de Steven Spielberg, porque entona la nostalgia como un sensiblero canto familiar al modelo más puritano. Le chirrió, sin ir más lejos, su abordaje totalmente fallido a la historia de Peter Pan, ese viaje mágico al territorio de la infancia, donde el cineasta estadounidense convierte al protagonista en un ‘yuppie’ que ha olvidado su pasado en Nunca Jamás y también, por tanto, su capacidad de soñar.
Tan individual como la memoria es el olvido. Y ambos son, cuando se les adjetiva como ‘históricos’, armas de propaganda. Nadie puede imponer ni el recuerdo ni la amnesia a quien quiera construir sobre ellos una biografía. Cada uno edita su álbum de fotografías, sus imágenes, como puede. O como sabe. O como le da la gana. El quiosquero hace o deshace, en su derecho está. Otra cosa es el olvido por imperativo neuronal, toda una derrota humillada. Y en buena parte de su vasta biblioteca está resumida su vida igual que, esto es, en un álbum de fotos, en muchos casos con independencia del contenido de las obras, simplemente por haberlas recibido en una situación personal determinada que la memoria no ha olvidado. Hoy sucede lo mismo que ayer. El hoy es un ayer tardío.
El quiosquero acumula un apetito de riesgo y quizá ya sospecha que el fracaso de su negocio, el hundimiento del papel periódico, también forma parte de la gloria. Él sigue a lo suyo con esa concentración de alegría y arrogancia de los que no se dejan trastear. Lo echaba en falta, la verdad. Añoraba su sonoridad extraña, como de corazón sin salida. También lo echaron en falta sus vecinos del barrio, con los que va envejeciendo poco a poco, como hila la vieja el copo: el verdulero, el carnicero, la pescadera, el panadero, el ferretero, el armero, el peluquero, la fontanera, el cerrajero, los de los bares… Y le pregunto, nada más aterrizar de sus vacaciones estivales, si le gusta más el frío o el calor. “En invierno, el frío; en verano, el calor”, me contesta, tajante. “Lo decía Buñuel”, apostilla. Y le asalta, siempre con su naturaleza nostálgica –de la buena, eh-, este pensamiento, como una calabaza colorida en otoño recogida: “¡Ay aquellas tardes interminables del verano de mi infancia!”. O este otro: “¡Ay aquellos interminables veranos de mi infancia!”. Y le digo que aquellos veranos y aquellas tardes duraban exactamente lo mismo que ahora, pero es cierto que aquello parecía, en efecto, literalmente interminable. La razón es que éramos niños, inocentes, y que nuestra percepción subjetiva del tiempo, maldita sea, se va acelerando con la edad.
El verano en el Mediterráneo, con su luz en forma de burbuja que lo envuelve todo, es propicio para hablar, para llenarnos la cabeza de pájaros. Es el momento del año en que todos los narcisos se contemplan en las aguas cristalinas que hoy son las pantallas de los móviles buscando su cuerpo perfecto, su sonrisa contagiosa, su mirada fingida pero sinuosa. Si lanzan un móvil al río o al mar verán cómo se hunde sin dejar rastro; si lanzan un libro flotará como si fuera un barco a la deriva que reclama ser rescatado, como las botellas con mensajes buscando a un lector para descubrirle que la vida es una hemorragia. “¿Río, mar o piscina?”, apunta el poema en alejandrinos del bilbilitano Ángel Petisme, toda una breve y efímera “hemorragia del tiempo”, como el mismo bronceado de la piel.
Al ritmo ralentizado que el verano y el calor imponen, el mundo cambia de aspecto y con él nosotros mismos, pese a que, a veces, no nos demos cuenta. Todo es más lento, más despacioso, los olores y sabores más intensos, los paisajes más sorprendentes, los cielos más azules y redondos, las noches más infinitas y llenas de estrellas. Para el quiosquero, que es de tierra adentro, ya digo, la tentación del mar es irresistible. El verano y el Mediterráneo (tambiém el Cantábrico) se le convierten en sinónimos. Con los pies descalzos sobre la arena ardiente. La bandera verde. El mar, en calma. El agua, tibia. Como siempre. Y la misma rutina, con los cuerpos esculturales que le distraían. El aburrimiento te ayuda a recordar que la vida no acabará nunca, como en la infancia. Se puede ser muy feliz escuchando el goteo del grifo de la cocina, mortalmente aburrido.
Al fin y al cabo, el quiosquero ha pasado unas vacaciones estivales tranquilas, con el tiempo disponible y la ausencia de tareas urgentes. Se levantaba sin prisa y acudía a desayunar con el periódico desplegado sobre la mesa. Leer el periódico de principio a fin, de manera sosegada, no está pagado. Para los que todavía somos de papel, demonios, es uno de los mayores placeres de la vida. Sus oídos, aún lento de la cama y no vencida del todo la somnolencia con el agua de la ducha, eran reclamados por el borborigmo característico de la cafetera. Un zumo (siempre de naranja –natural-, fuente de potasio) le sacaba de la boca la última arena del sueño. Ya saben que los ojos desayunan. Y el olfato. Ni corto ni perezoso, o eso me cuenta el quiosquero, se preparaba en el primer manjar del día una rodaja de melón en su punto adecuado de madurez, un triángulo rojo de sandía y unos trozos, perfectamente alineados, de papaya. Todo ello, claro, en el capricho de combinar formas y colores, ni tibio ni demasiado frío. Eso sí, el café siempre solo y bien caliente, aunque huela mejor que sepa. ¡Ah, el aroma del café, siempre tentando desde la cocina por correo olfativo!
Y obligatorio era probar una de sus paellas. Con sangría o sin ella. Todo un experto. Quien las probó, lo sabe. Aprendió antes de que fuese tarde. A fuego de leña de llama viva. Alguna anguila, rana o caracol, el sofrito y el arroz. Para ser bueno y valenciano (adjetivos sinónimos), el arroz solo debe cumplir la antiquísima condición de la cocción. Si se cuece a la valenciana, cualquier ingrediente será útil. Y siempre arroz ‘senia’, que recoge mejor los sabores. Y costilla de cerdo o trozos de pollo. Luego vierte tomate natural pelado y triturado, con ajo picado. Añade ‘bajoca’ y ‘fesolets’ variados. Y el agua, por supuesto, en doble proporción a la del arroz, hasta los clavos de las asas de sus (imprescindibles) recipientes metálicos planos, de bordes bajos. La preparó para varios comensales, para degustarla mientras los croatas y los franceses se jugaban la final del Mundial de Rusia. Gol de Francia. Y otro. Y luego otro. Y otro más. La paella es fiesta y compañía, aire libre y sol, jardín y campo. El quiosquero disfrutaba del fútbol sin pensar en cómo apropiarse de una victoria para convertirla en una alegría de sus propias promesas de gloria cumplidas. Un galo volaba hacia el triunfo y un anciano le daba collejas porque no ligaba las cartas.
“Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”, escribió el autor de ‘El extranjero’. Y lo explicaba con estas palabras: “Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice recta”. Pero al quiosquero siempre le ha gustado la disciplina, de lo contrario no tendría sentido pegarse toda una vida en la cueva de la letra impresa. Más todavía cuando el equipo de sus amores peregrina como alma en pena por la segunda división. Un equipo húmedo, dice el quiosquero, por los llantos llorosos de sus afligidos aficionados. Todos venimos de la humedad, para qué engañarnos. Un folclorista o un antropólogo, o los dos en equipo, rebañarían en la secular adicción del ser humano a los baños. La humanidad al baño maría. Las familias en remojo. El gran teatro del mundo. Los esperpentos. El sainete. La jaula de los grillos. Cri, cri, cri. En el recuerdo imaginario: la inmersión amniótica. Todo es mucho más feliz cuando se recuerda. Pero el verano terminó y el ambiente se hace crespo, trágico y febril. Umbrío y legendario. El cielo deviene color panza de burro en estas tardes otoñales. La lluvia empieza a mojar. Parece que pesa más el cielo cuando el agua suelta gratis encima nuestro sus pies.
La canícula queda atrás y arranca la empinada cuesta otoñal, la estación más melancólica del año, la que nos marca el camino hacia el invierno. ¡Adiós costa y montaña! ¡Hola asfalto y trabajo acumulado! Una vez digerida la morriña vacacional, la rutina se retoma con facilidad, feliz pero purgativa, ritual pero urgente, centrífuga pero cansina. El otoño llegó, en efecto, y las piscinas se quedaron vacías. Horror vacui. Decepción. Fin de la ilusión marina y vacacional. Habrá que rezarle, en fin, a la virgen del Pilar, esa que no quería ser francesa, sino capitana de la tropa aragonesa. Con rezos o sin ellos, en cualquier caso, el quiosquero reflexiona sobre el sentido original del agua como elemento vivificante y lustral. O, lo que es lo mismo, como inmersión en nuestra memoria más atávica. Ya uno de los míticos siete sabios de la antigua Grecia, el filósofo presocrático Tales de Mileto, consideró que el agua era el origen primigenio de animación de la naturaleza y, en general, casi todas las religiones apelan a este líquido elemento como crucial para cualquier transformación espiritual del ser humano. Y el acto de recordar aparece como una inmersión en la memoria, un sumergirse en las aguas profundas de la misma, en esas aguas abisales de misterios indescifrados. La emancipación del hombre comporta la expulsión del paraíso y el consiguiente anhelo de regreso.
La regresión al origen, en esa busca de la felicidad, constituye una etapa imprescindible, pero este viaje a lo recóndito tiene siempre una derrota vertical: la de sumergirse en lo más hondo del subsuelo o del cielo, los lugares donde el tiempo no cuenta nada. Hay, por tanto, que bucear o volar. Hay que acudir al quiosco de la esquina para que nos reinventemos, nos acariciemos y nos cuidemos. Siempre suceden cosas. Hay que bucear o volar con la imaginación hacia otros universos para anidar en el espíritu libre y tranquilo de quienes en medio de su desesperación se ríen de nuestra esclava normalidad.
Y que nos dejen de una puta vez bailar en el vacío, con la esencia de la inexistencia, vivir en la misma calma y transparencia en la que nadábamos antes de nacer. La vida es puro teatro, a fin de cuentas, con sus galanes y caballeros y reyes y nobles y bufones y damas y princesas y villanos y criadas. Acaso la metáfora de la existencia sea el hecho de que un balón entre o no en la portería. Que el tiempo, recuerden, se mide en siglos y no en la urgencia horterísima de los minutos.