El otro barrio del quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

   La inmadurez de la presunta cultura no desaprovecha la oportunidad de manifestarse en el lecho de los difuntos. Las muertes sirven de pretexto urgente a la vampirización del luto.

   Cualquier ocasión se antoja propicia a hacer cultura. O eso parece. O eso afirma el quiosquero de la esquina. Y a justificarlo con interpretaciones arbitrarias. Alguien dijo, sin ningún rubor -o, peor, haciendo la gracieta-, que Perico Fernández dormía, en su última etapa, en la cama de un prostíbulo, esto es, cuando la puta terminaba su jornada laboral y dejaba el colchón bien caliente (con el servicio del último cliente, se supone). A lo mejor, quien hizo la real broma (de mal gusto) es el que se las gasta en esos menesteres.

  El quiosquero de la esquina está de los hipócritas aduladores hasta los cojones. Son los tipos amorosos, cariñosos, atentos, en público y en privado -vicios privados, públicas virtudes-, con todo aquel que consideran amigo, próximo e incluso desconocido. Son los que reparten ostentosas carcajadas, besos y matriarcales abrazos. Esa necesidad de estar al cabo de la última gilipollez o del primer eructo del día delata un ramalazo enfermizo. Ante la cháchara y la urgencia, lo mejor es mantenerse desconectado de tanta farfolla. Más les valdría, opina el quiosquero, absorber la esencia de las cosas y dejarse de chorradas. Y afinar en la sentencia del gran Jules Ranard: “No hay amigos, solo hay momentos de amistad”.

  Es la hipocresía que gastamos. Y de la hipocresía funeraria ni les cuento. Gabriel García Márquez escribió en ‘Memoria de mis putas tristes’ -recuerda el quiosquero mientras despacha mitad de cuarto de caramelos de eucaliptus sin azúcar a un tipo con la sonrisa como un abrazo- que no hay peor desgracia que morir solo, deprimido, aislado. Como Perico. Pero quizá es peor hacerlo ante el cinismo de quienes primero te consideran como propiedad, después te excluyen del redil y, al final, promueven una canonización póstuma.

  La muerte tiene el poder de detener la función unos instantes y recordar al público que estamos en un teatro y que la vida está en la calle, pasando frío. El fallecimiento de cualquier persona mediática provoca que las luces de la sala se enciendan durante unos minutos, mientras el personal no sabe qué hacer. Pero el desconcierto dura muy poco, como el whisky de Sabina, y todo, rápidamente, vuelve a su lugar. Se ilumina el escenario y el difunto pasa a ser otro asunto.

  El espectáculo debe continuar, cantaba Freddie Mercury, desaparecido hace ya un cuarto de siglo. O el disperso coreógrafo Bob Fosse en su emocionante testamento cinematográfico. Cada momento, maldita sea, exige una determinada actitud. La muerte no mejora (ni empeora) la trayectoria del difunto, pero la sobreactuación no da más razón a unos ni esconde la responsabilidad (vergonzante) de otros. Aunque solo fuese por respeto a los vivos, habría que saber administrar los lutos, los homenajes, las indignaciones y los panegíricos.

  El quiosquero habla de los que cierran los ojos y se inventan un mundo de color de rosa, donde el buenrollismo y la banalidad satisfecha bailan claqué cogiditos de la mano. A piñón fijo. Y no se atreven a insultar, con lo conveniente que resulta algunas veces. Y, en efecto, se callan el insulto por prudencia y reputación. O por no ofender. O por seguir un doble juego. Mal hecho. Hay que ser más inteligente. De lo contrario, demonios, se abraza la apoteosis de la blandenguería, la expresión quintaesenciada de una época en que la trivialidad perdió sus complejos y se vino arriba, rebozando su corazón con sucesivas capas de caramelo y euforia. Es el tópico más resobado, envolviéndolo en el papel celofán de un conformismo que (en el colmo del delirio) se cree rebelde.

  Aunque mal vista, la grosería -no siempre, claro- proporciona un sentimiento de liberación, ya que plantea una transgresión a lo establecido. Solo que hoy vivimos en una de las épocas más relativistas -en lo que a normas y códigos se refiere- de la historia, por lo que el concepto de transgresión se ha banalizado. De vez en cuando hay que dar un golpe en la mesa, decir tacos y jurar en arameo para afear, precisamente, esa deshonestidad reinante. Sería una nueva forma de buena reputación. De esto sabe mucho nuestro ilustre escritor Ignacio Martínez de Pisón, a quien el quiosquero le preguntó un día: “¿Por qué el mal gusto siempre acaba relacionándose con la sinceridad y la buena reputación con la cursilería?”.

  Aún está esperando la respuesta.

  Al quiosquero de la esquina se le murió Perico Fernández. Sí, su amigo de fechorías. También otros amigos de mayor calado intelectual, aunque en la comparación todos seríamos auténticas figuras. Y se ha ido dando cuenta de que los obituarios -de existir, esa es otra, porque los silencios están a la orden del día- están repletos de gilipolleces, de errores de bulto, de anécdotas que no forman una personalidad y de banalidades varias. Eso es lo que pasa cuando se quiere abarcar todo. O cuando se es “amigo” de todos. Que hay lágrimas, en fin, más falsas que las monedas de chocolate (sucedáneo). Recuerden estos versos de Luis Izquierdo: “Cuando te vayas, ni llorarán / -es ley de vida, / o fue, dirá un colega-, / pensando, como siempre, en los demás”.

  Dicen del quiosquero de la esquina que tiene (mal) carácter. Que ha mandado a la mierda a más de un abrazafarolas de esos que tanto daño hacen a la cultura en general. De esos que solo se preocupan por lo mediático y el famoseo. De sí mismos, en realidad. Y que no descubren nada, aunque lo tengan delante de sus narices, incapaces de dar el pistoletazo de salida, no sea que se equivoquen. Son los burgueses de estómagos agradecidos, cobardes hasta decir basta, concluye el quiosquero de la esquina. Mientras tanto, como buen profesional, despacha un periódico deportivo (catalán) y cien gramos de caramelos de piñón a un joven con cara de malo y el pelo peinado a lo ‘Perros callejeros’.

Artículos relacionados :