La casa de la  perra gorda / Guillermo Fatás


Por Guillermo Fatás.
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
(Publicado en Heraldo de Aragón)

    Acaban de repasar y limpiar la ‘Casa de la perra gorda’, que está en Zaragoza, en el número 1 de la calle de Joaquín Costa. El edificio lo concibieron Regino y José Borobio.

    Empezó a construirse al final de la dictadura de Primo de Rivera y se acabó en 1932, en la II República. Los vecinos la llamaron `Casa de la perra gorda’ del mismo modo que, más tarde, bautizaron como la ‘Casa grande’ al que hoy se llama Hospital Miguel Servet y, antes, Ciudad Sanitaria José Antonio Primo de Rivera.

   La perra gorda era la moneda de 10 céntimos de peseta. Tras la expulsión de la Reina Isabel II (1868), España normalizó el desbarajuste  de su sistema monetario. En el gobierno del general andaluz Francisco Serrano, el ministro de Hacienda Laureano Figuerola, catalán de Calaf –que sería presidente de la Institución libre de Enseñanza-, implantó en 1869 como moneda única una pieza olvidada, llamada peseta.

La peseta y los peseteros

    La implantación de la peseta y sus sencillos divisores centesimales llegó con la del Sistema Métrico Decimal. A la vez que empezaron a olvidarse escudos, pesos y reales, comenzaron a sustituirse  las varas, leguas, libras, palmos, codos, cántaros, fanegos y demás pesos y medidas tradicionales –que, para colmo, en cada región de España tenían valor diferente- por los gramos, los metros y los litros.

    La primera peseta se acuña en la Barcelona napoleónica. Es diminutivo de ‘peso’, según el Diccionario de la Lengua, pero hay quien apunta al catalán ‘peçeta’, diminutivo de ‘peça’ (pieza). Isabel II las acuñó para pagar a sus voluntarios liberales en la primera Guerra Carlista, a razón de peseta por día. De ahí viene el despectivo ‘peseteros’ que les dedicaban los carlistas, que los detestaban (y cobraban menos).

La perra gorda

    La denominación de perra gorda para los diez céntimos de peseta se debe al extraño león que aparecía en la moneda. Les salió un bicho raro. Alzado sobre sus cuartos traseros, apoyaba las manos sobre el escudo ovalado de España y volvía la cabeza hacia la cola. En los primeros ejemplares, de cobre, fabricados en 1870, la testa del animal tenía un aspecto inusual, como si su hocico fuera de pato. Las gentes lo degradaron de félido a cánido y lo pasaron de macho a hembra. El rey de la selva quedó en simple perra.

     En 1941, Franco las mandó hacer en aluminio. Se quitó el león, pero perduró el nombre de perra gorda (perra chica fue la de cinco céntimos). Estas piezas pobretonas, paradójicamente pasaron a significar dinero, en general “Tiene perras”, se decía del rico.

La Casa de la perra gorda

     El edificio de los Borobio no se llamó Casa de la perra gorda por sarcasmo –leo en un trabajo académico  que era alusión a su coste elevado- , sino que fue una denominación funcional. Quienes se afiliaban voluntariamente al Instituto Nacional de Previsión (INP), creado por Antonio Maura en 1908, pagaban diez céntimos diarios (una perra gorda) para dotarse de un fondo que les diese alivio en las desdichas de la vida. Método rudimentario, pero útil, cuando España carecía de un sistema general de pensiones. El segundo presidente del INP, y su gran impulsor, fue el aragonés Inocencio Jiménez, ilustre profesor (e hijo de un humilde alpargatero). De ahí el nombre de la calle aledaña al edificio.

    Cada pocos años, el INP ampliaba sus coberturas. Empezó con el Retiro Obrero, siguió con Maternidad y, cuando se construyó la casa, cubría accidentes laborales industriales y agrícolas.

    Los Borobio idearon la edificación, que hoy ocupan UGT y la Seguridad Social, cuya Tesorería es la propietaria, con un doble fin: una parte baja de mucho empaque; y, en altura, pisos particulares. Se adorna con un torreón y un gran reloj en la entrada oeste.

    El edificio, tras la limpieza y la reparación recién concluidas, tiene muy buen aspecto. Eso incluye el relieve en piedra que adorna la puerta occidental, una composición correcta y académica de Félix Burriel, cuyo nombre se lee en la esquina superior derecha:

    El artista tradujo bien las intenciones de Inocencio Jiménez y describió las funciones  del Instituto, representado con el aspecto de una mujer. Sentada, en el centro de la escena, en su halda un niño desnudo –huérfano- lee un libro, alusión a que está escolarizado. En el extremo izquierdo, hay una madre con su bebé recién nacido, libres ambos de los graves riesgos   del parto en aquellas fechas, porque han recibido asistencia  sanitaria. Simétricamente, un anciano encorvado sobre su bastón se encamina hacia la mujer del centro.

    No es una alegoría de las Edades  de la Vida, como se ha dicho, sino de la Previsión. Tras la limpieza, se aprecia lo que da sentido al grupo: la hucha que sujeta con la diestra. Ahora se ve con la misma nitidez que cuando fue labrada, hace ochenta y cinco años.

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