La ira del quiosquero / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

   El quiosquero, esta mañana, ha debido levantarse con el pie izquierdo. Te despacha de malas maneras, a todos y a todas, a clientes, a familiares, a amigos, a desconocidos. ¡Vaya mañanita! Mejor, como en el relato de Ismael Grasa, que no hubiera abierto el establecimiento, y que sus periódicos se hubiesen ido amontonando en la acera.

  El quiosquero es plenamente responsable de su sufrimiento, de sus pensamientos y emociones que crea y siente. Pero le cuesta reconocer la ilimitada variedad de esos pensamientos y sentimientos que constantemente crea en sus reacciones. Todo su sufrimiento lo causa el apego a las creencias, esas que ha ido asimilando, consciente e inconscientemente, desde la infancia. Y aunque no es religioso, no se libra de ciertas creencias. Y cuando se levanta con el pie izquierdo, digo, no es libre ni está disponible.

  Todo aquí es mortecino e inmortal y el quiosquero pide a gritos que alguien le electrifique, lo ilumine de golpe, le saque los colores al puño de polvo de la inmortal llamada, le muestre al mundo, al menos por unos segundos, la cara de este lugar, el rostro cada día más agazapado de una vivacidad olvidada.

  La ira del quiosquero no es más que una emoción muy corriente. Cree que son los demás los que le hacen enfadar o le provocan dolor emocional, pero él, en realidad, crea sus propias emociones, la reacción, la respuesta airada. Es la sabiduría la que crea las decisiones inteligentes. La sabiduría surge de un lugar profundo en la conciencia, y cuando se es emocional, como el quiosquero, no se puede acceder a ese espacio profundo.

  Pero el quiosquero es inteligente y sabe que si eres emocional no eres inteligente. Y descubre el fermento de la ira. Esa misma ira que es la primera palabra de la tradición literaria occidental: la primera palabra del primer verso de la ‘Ilíada’. Una ira que, según supo ver como nadie John Steinbeck, no es la reacción autista e impotente de un individuo que se desahoga ante una situación inclemente, sino el fermento capaz de articularse en respuesta colectiva. Esa ira incapaz de transformarse en acción cuando alguien descubre que perdió sus tierras y no dice “perdí mis tierras” sino “hemos perdido nuestras tierras”. Entonces, señala Steinbeck, solo entonces, se produce el conocimiento que haría temblar a la humanidad: “Del yo al nosotros, ese es el principio”.

  El quiosquero, qué curioso, siempre presume de releer ‘Las uvas de la ira’, y afirma que es una obra de inquietante actualidad. Y presume, también, de tener una primera edición de 1939, cuando se publicó. La depresión, dice, con depresión se pasa. Y el que no quiera leerla, que revise la adaptación cinematográfica que un año después realizó el gran John Ford. Lejos de cualquier demagogia.

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