Lupercio y los alemanes / Guillermo Fatás


Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial de Heraldo de Aragón

En los siglos aúreos de la historia hispana sucedía lo contrario que en nuestros días: autores españoles, de entre los más serios y adustos, ponían a Alemania fama de tierra viciosa y descomedida. Tanto, que había infectado a la sobria España con su ejemplo.

La vía de ese feo contagio habría sido elevada, porque el mal entró por la corte regia y se difundió mediante la imitación cortesana. Costumbres desconocidas en la Piel de Toro arraigaron, según estos ilustres escritores, a partir de entonces.

Hacia 1533, el sabio conquense Juan Valdés, que pasa por ser un dechado de claridad castellana –“Escribo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible”-, aunque leal servidor de Carlos I, manifestaba sin disimulo a sus contertulios napolitanos  la opinión de que “el juego, el vestir y el banquetear , son tres cosas que, con la venida de Su Majestad a España, han crecido en tanta manera que os prometo que se siente largamente en todas partes”.

O sea, que, en la corte española, las costumbres  de los monarcas Habsburgo de la Casa de Austria habían hecho furor: se diría que los súbditos hispánicos del emperador Carlos estaban esperando desde hacía siglos el permiso tácito –pues eso es el ejemplo del poderoso: una incitación a seguirle- para empezar a desmandarse  con la vestimenta caprichosa, los juegos de dinero y los banquetes opíparos.

Debe conocerse que, además de los naipes y las comilonas, también los dineros alemanes teñían la sociedad española de su tiempo y, al igual que ahora, para hacer opíparo negocio , porque nunca se da por nada  y eso sirve lo mismo hoy para Schäuble y Merkel –esto es, para sus banqueros- que antaño para los Fugger y los Welser.

Carlos I de España fue elegido emperador de Alemania –un aglomerado de docenas de estados- gracias al mucho dinero contante y sonante  de sus paisanos augsburgueses  Fugger y Wesler. Se dedicaban a la banca y el abuelo de Carlos, el emperador Maximiliano, los convenció de que llenaran las voraces bolsas de cinco de los siete príncipes que tenían derecho de voto imperial. En España a los Fugger se les conocía como los Fúcares y tenían su réplica, a menor escala, en Aragón, donde familias como los Zaporta  -la entrada a cuya casa palaciega era el imponente Patio de la Infanta- resultaron ennoblecidas, a pesar de su sangre judaica, por invertir capital en las inacabables necesidades de nuestros monarcas.

Esto de los vicios germánicos de importación no fue cosa que se olvidaes enseguida. En el reinado siguiente, nuestro paisano de Barbastro, lupercio Leonardo de Argensola, dejó esta acusación escrita en verso: “Mal haya el que primero de Alemania / nos trujo el brindis sucio y sus abusos”. Algo que, según él, se habría empleado para conquistar  mediante el vicio lo que de otra forma no habría podido conseguirse. O sea, que de Alemania llegaron los brindis encadenados que daban lugar a monumentales cogorzas, dato este que he de corroborar con mi colega y amigo Isidro Sierra, reconocido especialista en el asunto de brindar con multiplicador.

A saber qué diría hoy don Lupercio en sus “Rimas”, al ver en la prensa y la televisión germanas a los españoles exhibidos como paradigmas de la ociosidad y el malgasto, encogidos ante una Alemania en la que solo parecen darse conductas ejemplares , hijas del sobrio rigor de una moral colectiva que, para muchos, alcanza el grado de virtud genética y, por lo tanto, inimitable. Allí no hay choriceo en los partidos ni en los concejos, no hay funcionarios haraganes ni empresarios incapaces. Y, cuando hay alguna irregularidad, es tan elegante y distinguida que consiste en amañar una tesis de doctorado. El Edén de la ética.

Tanto Valdés como Lupercio Argensola, por sus altos cargos e importantes destinos públicos, habían de conocer la parte financiera que trajeron consigo los Austria desde Habsburgo, aunque no lo mencionen. Nosotros, sin duda, sabemos más. Por ejemplo, que la familia Fugger era en aquellos días la más rica del mundo y que el dinero prestado al emperador era a cambio de las jugosas rentas del azogue  de Almadén y de los ricos maestrazgos de las órdenes militares.

Ahora, mutatis mutandis, está sucediendo tres cuartos de lo mismo, aunque ni el Gobierno ni la oposición –ni los banqueros- lo explican con claridad. Cierto que los vicios propios no deben excusarse. Pero no todo es virtud en Berlín, como tampoco lo fue en los siglos que llamamos áureos.

Por cierto que se han cumplido cuatro siglos de la muerte de Lupercio, cronista de Aragón, dramaturgo y poeta, alabado por Cervantes y por Lope, y lo único novedoso que veo es que, en su monumento de la plaza zaragozana de San Pedro Nolasco, le han pintado unos bigotes indecentes que llevan varios meses ridiculizando su retrato.

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