Por Eduardo Viñuales / Escritor y Naturalista
Empieza diciembre y ya, en los albores del invierno, el Pirineo Aragonés se viste ya de blanco. Los termómetros marcan temperaturas bajo cero, y un viento helador azota las más altas cumbres convertidas en auténticos frigoríficos.
Pero, a pesar de todo, la naturaleza salvaje pervive, subsiste, adaptada a un mundo natural adverso, casi extremo. En estos días el naturalista puede descubrir que animales como el oso hibernan en madrigueras y cuevas, que los lagópodos han cambiado su mimético plumaje, que los sarrios están abrigados por un denso pelo, que hay raras flores de invierno capaces de crecer en el suelo nevado, y que otras muchas plantas esperan adormecidas la llegada de un periodo mejor.
El blanco invierno envuelve y adormece todo indicio de vida en las más frías y altas montañas de Aragón: los Pirineos. Entrado el invierno, las duras condiciones de las montañas se recrudecen. Caen las primeras nieves, el sol es más tímido y breve que nunca, los termómetros registran las mínimas del año, los insectos de que alimentarse han desaparecido… y con esta temperatura tan baja no hay quien mueva una pizca de savia por el interior del tallo. Pero, en medio de los rigores climáticos del mes de enero en esta cordillera, uno se cuestiona: ¿hay vida latente en unas laderas nevadas que en ocasiones pueden llegar a superar los tres mil metros de altitud? Y si la respuesta es positiva, si ciertamente la hay, ¿cómo se las ingenian los animales y plantas pirenaicos para sobrevivir a ventiscas, al peso del manto de nieve, a hielos y temperaturas bajo cero?
En la naturaleza todo esta inventado. La consigna universal es: «adaptarse o morir». En este mes podemos observar la morfología y fisiología de la naturaleza para descubrir sus secretos y también para escuchar sus consejos. Anticongelantes, abrigos de piel y estrategias sorprendentes… están en la naturaleza, a veces en formas minúsculas de vida. Por eso, buscando su espacio vital, su nicho ecológico, en lo alto de los Pirineos encontramos tan sólo unas pocas especies que, por evolución, han logrado adaptarse a las más adversas condiciones atmosféricas.
Allí arriba, en verdad, la diversidad resulta ser mucho menor que ladera abajo, en los somontanos y fondos de valles, pero su interés ecológico es realmente mucho mayor, entre otros motivos porque se trata de especies relícticas, propias de épocas pasadas mucho más frías que, tras la retirada de los hielos del Cuaternario, quedaron aquí acantonadas, en estas islas de frío. Ese es el caso del lagópodo alpino o perdiz nival, un ave que cambia de plumaje según la estación del año, dotada de «calcetines» -pues es la única especie cuyas patas están recubiertas de plumas-, y que en caso de ventisca excava un agujero en la nieve donde se refugia y descansa con las plumas ahuecadas, optimizando el calor del cuerpo para que una vez que haya pasado el temporal volver a salir al mundo exterior.
Ausencias, viajes, desplazamientos y letargos
En enero, en el Pirineo Aragonés, el viajero y naturalista se rodeará de cierto sosiego y silencio. Entre otros motivos porque en la naturaleza pirenaica invernal hay grandes ausencias: tan apenas hay insectos y flores, no vuelan las mariposas, y en los cielos se echan en falta las siluetas de aves rapaces como el milano negro, la culebrera europea o el blanco alimoche. La ausencia de alimento ha obligado a muchos pájaros a emprender largos viajes migratorios. Algunas aves vuelan muy altas, otras lo hacen de noche, otras son más silenciosas que las escandalosas grullas y las hay de tan pequeño tamaño -como golondrinas y pequeños pajarillos- que resulta difícil apreciar la proeza de sus vidas, condenadas a emprender el viaje un par de veces al año, entre sus áreas de cría y sus cuarteles de invernada más al sur, lo que les obliga a sobrevolar las cumbres pirenaicas nevadas. Los Pirineos se convierten para estos «nómadas del viento» en una barrera, un peaje que es preciso atravesar siguiendo las invisibles autopistas del cielo. Por el contrario hay otras especies de pájaros que, procedentes del norte y centro de Europa, se detienen y pasan el invierno en los bosques pirenaicos. Es el caso de petirrojos, mirlos capiblancos, pinzones reales o aves nórdicas acostumbradas a fríos siberianos y paisajes forestales de la taiga. Combatir el frío requiere un elevado gasto de energía, y de no obtener suficiente alimento para evitar la pérdida de calor, muchas aves, especialmente las de pequeño tamaño, terminarán muriendo al consumir todas las reservas que han acumulado.
Otra fauna decide hacer migraciones parciales. El mimético lagópodo alpino, vestido casi por completo de blanco, pierde altura y baja desde las cumbres nivales a zonas subalpinas situadas por encima de los 2.200 metros. Tras el periodo de celo, a partir de noviembre, los sarrios descienden más abajo, al límite con los bosques y otras laderas menos expuestas y nevadas donde encontrar alimento. Ocupan el mismo nivel incluso que corzos y ganados, pero con preferencia hacia escarpes rocosos y geografías más accidentadas. También los acentores alpinos pierden también altura y llegan a efectuar pequeñas migraciones en busca de sierras y montañas ligeramente más alejadas de lo que han sido meses antes sus cuarteles de verano.
Por otra parte, ¿dónde están los murciélagos, las lagartijas, las marmotas, los lirones y los pocos osos que aún subsisten en los Pirineos? Las marmotas inician un sueño que se prolonga a lo largo de seis meses, saliendo sólo en contadas ocasiones para orinar y defecar. El cuerpo de estos rechonchos roedores, enroscado en sí mismo, hibernará bajo tierra desde mediados de octubre hasta finales de abril. La temperatura corporal de las marmotas desciende desde los 36 ºC habituales a los 5-6 ºC. Muy cerca, al llegar los meses de enero y diciembre los escasos osos pardos del Pirineo visitarán la cama de su particular cubil, un escondido resguardo que generalmente consiste en una cueva donde el gran plantígrado se alimenta sin comer, abastecido únicamente por las reservas grasas que ha acopiado durante el otoño al alimentarse de bellotas, hayucos y otros frutos del monte.
Las culebras y lagartijas de montaña también hibernan aletargadas en sus huras. Son reptiles que, al igual que los anfibios, dependen de una fuente de calor externa -el sol- para alcanzar temperaturas corporales con las que mantener la actividad cotidiana. Pero llegó el momento del año en que su capacidad termoreguladora no da de sí y han entrado en un sueño o «diapausa», cuya prolongación depende de la especie, el lugar y la altitud.
Por otro lado, las truchas y algunos salvelinos que viven en las aguas frías de los ibones con cierta profundidad están a salvo de congelarse aún a pesar de que estas lagunas de origen glaciar de montaña permanecen cubiertas durante más de medio año por una sólida y gruesa capa de hielo que no se derrite hasta bien entrada la primavera. Por debajo de la superficie dura y helada, la temperatura se mantiene misteriosamente en torno a los 4 grados centígrados. La trucha común es, por tanto, uno de los pocos peces de Europa que habita en estos lagos, alimentándose de pequeñas larvas de tricópteros y plecópteros también adaptados al frío y a la altitud.
Plantas bajo el manto de la nieve
Ahora miremos al suelo y a las plantas. Muchas están cubiertas por la nieve. ¿Es esto un fastidio para el mundo vegetal de la montaña? Pues, pese a lo que muchos puedan creer… no, al contrario.
La presencia de nieve prolongadamente en las cumbres y laderas más altas es un factor determinante. Cierto es que su simple existencia conlleva una reducción de los periodos vegetativos de las plantas que impide encontrar alimento a los animales herbívoros y que mantiene baja la temperatura ambiente… por no hablar de las destructivas avalanchas que se desencadenan en las pendientes laderas donde se acumulan y descargan grandes espesores nivosos. Muchos naturalistas aseguran que la nieve es uno de los fenómenos atmosféricos que mayor trascendencia tiene en los ciclos naturales de la vida en estas montañas.
Sin embargo, la vida en la montaña ha sabido aprovechar su presencia en beneficio propio. Para muchas plantas alpinas crecer bajo la nieve supone estar bajo la protección de los vientos helados que dañan terriblemente los brotes y yemas, y que desecan por evaporación las partes más sensibles de estos vegetales. Bajo la nieve la temperatura es sensiblemente más alta que en el exterior o al descubierto, con lo cual los suelos corren un riesgo mucho menor de congelarse, y por tanto esta bonanza microclimática favorece el desarrollo completo de las plantas. Si, fuera, en el exterior, la atmósfera registra una temperatura de -15 ºC, bajo la nieve el suelo se mantiene unas décimas por encima de 0 ºC, y a 60 cm de profundidad la temperatura puede subir a los 6 ºC.
A las plantas amantes de la nieve se les llama «quionófilas», y entre ellas se citan algunas de los géneros Soldanella, Saxífraga, Galanthus, Bulbocodium, Crocus… y Primula. Un espesor nivoso de no más de 40 cm permite el paso suficiente de luz natural como para que las plantas realicen la fotosíntesis y crezcan sin problemas. Si, por el contrario, la masa acumulada de nieve es muy gruesa, eso conlleva mucha humedad y un gran peso, lo que es perjudicial para la vida alpina.
El pistoletazo de entrada de la primavera lo da muchas veces la fusión de la nieve. Hasta entonces las especies botánicas habrán permanecido en reposo. Algunas plantas guardan el secreto de conservar sus hojas verdes durante el invierno, lo que les aventaja cuando tienen que ponerse en activo. Otras hacen que sus semillas germinen bajo la nieve, adelantando faena. Lo cierto es que en un determinado momento toda la vida de la montaña se pone en funcionamiento a la vez. Flores e insectos de todo tipo coinciden en fechas. Algunas de ellas son precoces, rápidas en florecer, y deberían ser nombradas las verdaderas «flores de nieve» frente a la fama del edelweiss… siendo el caso de la campanilla perforanieves (Galanthus nivalis), la flor del soldado (Soldanella) o algunos narcisos (Narcissus) que llegan a desarrollar sus capullos y a florecer bajo la nieve. Su gran resistencia al frío les permite aprovechar ese momento todavía prematuro, con el fin de intensificar la polinización, conscientes de que los pocos insectos que vuelan por esas épocas les van a dedicar en exclusiva su atención.
Una estrategia muy común que emplea la vida en las altas montañas del Pirineo Aragonés es la de «cuerpo a tierra». Otra adaptación a los rigores helados es la de los cojinetes o adoptar formas almohadilladas con tallos apretados. Un ejemplo clásico lo tenemos en el musgo florido (Silene acaulis), una planta de bellas flores rosadas que, sin tallos visibles, salen de una apretada «macolla» que vista desde lejos aparenta ser un musgo. En ocasiones los tallos están tan apretados unos contra otros en esta almohadilla que resulta difícil penetrar en su verde interior con la punta de un dedo. Con esta morfología la Silene evita daños por el peso de la nieve, además de la entrada del viento, la sequedad y, principalmente, del frío. En el cojín interior de la Silene acualis la diferencia térmica constatada es de 10 ºC de diferencia. Un interior que componen viejos tallos cubiertos por hojas muertas. Sin duda, todo un refugio de montaña.
Los botánicos denominan a estas plantas pirenaicas que viven a ras de suelo «de barriga», pues hay que andar con la tripa a rastras para poder estudiarlas y fotografiarlas. Y sus nombres científicos también son alusivos: «acaulis» quiere decir sin tallos, «procumbens» es lo mismo que yacente, y «prostata» significa tendida. Casos similares son la Androsace helvetica y la saxífraga púrpura (Saxifraga oppositifolia). Esta última vive en las más altas cumbres de Europa y del Tíbet, pudiendo alcanzar los 6.000 metros de altura. Está presente en la misma cumbre del Aneto, a 3.404 metros, soportando vientos heladores y a temperaturas extremas de hasta – 40 ºC. Sus flores pueden florecer bajo la nieve.