Nuestro amigo el olivar


Por Eduardo Viñuales

    En Aragón hay gentes que cuidan y viven del olivar. Este árbol mediterráneo es parte de la esencia y la biodiversidad de sus paisajes. De las diferentes variedades se extrae un aceite sabroso y saludable. El olivo del Bajo Aragón, del Somontano o de Belchite es un patrimonio vivo donde no faltan tradiciones que han sido heredadas de generaciones pasadas.

Eduardo Viñuales
Escritor Naturalista

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     Empezaremos, antes de nada, presentando al olivo para aquellos que no lo conozcan aún muy bien. Su nombre científico es Olea europaea. El olivo u olivera no es un árbol cualquiera: es fuerte y robusto, capaz de resistir temperaturas extremas que van desde los 40 a los menos 7 grados centígrados. También es capaz de soportar largos periodos de sequía –por lo que no necesita riego- y de vivir en suelos pobres y pedregosos. Sus hojas son brillantes, verde oscuro por el haz y gris plata por el envés. Vistos desde lejos, los cenicientos olivares tienen la apariencia de ser naturales encinares o carrascales. Ello es debido a que las hojas las recubre una capa de cera que les protege y les ayuda a conservar el agua. Si nos fijamos en un troncos encontraremos mil y una esculturas de la madre Naturaleza. Los árboles maduros muestran surcos, acanaladuras, nudos, huecos y arrugas. Pero la esencia del olivo está en sus frutos, las olivas, de las que se extrae ese rico aceite que es componente básico de una alimentación saludable.

   Poetas como Pablo Neruda, Miguel Hernández o García Lorca han dedicado a este árbol algunos de sus mejores versos. Para muchos es el árbol de la Paz. Y para ciertas culturas representa la inmortalidad por su naturaleza excepcionalmente longeva.

   A veces uno no sabe si está ante un cultivo humano, o ante un bosque natural. En estas arboledas de olivo hay una gran biodiversidad. Sus troncos rugosos y retorcidos se abren en pequeños huecos y pliegues que utilizan algunas aves para nidificar, como abubillas, mochuelos o las azuladas carracas. En sus ramas crían cornejas, cernícalos, alcotanes, búhos chicos y pequeños pajarillos como el jilguero. Y al llegar el invierno el olivar se convierte en un refugio templado lleno de alimento para aves como los zorzales o el petirrojo. Sin duda, en los cultivos tradicionales no intensivos de Aragón hay un patrimonio vivo, que quizá tenga su máxima y más añosa expresión en ejemplares de oliveras centenarias y majestuosas como la de Nadal, en Colungo. Estos monumentales ejemplares vivos son testimonio natural de aquellos viejos cultivos que, por desgracia, fueron arrancados por ser considerados cultivos “viejos y poco mecanizables”.

     Ha habido campañas de sensibilización quieren ir más allá de la contribución del olivo a la calidad del paisaje y de la conservación de la biodiversidad. Porque estos árboles realizan además una decisiva aportación al mantenimiento del suelo y su patrimonio genético es tan rico que ni siquiera se conoce por entero. “A partir de los olivos silvestres los primeros cultivadores de la península Ibérica fueron eligiendo los mejores árboles en función de su rendimiento, su capacidad de adaptación al terreno, al clima, etc. Esta selección dio lugar a cientos de variedades”, explica el folleto de la antigua campaña del Somontano de Barbastro. En esa comarca se han estudiado bien estas variedades y se tiene constancia de la existencia de más de veinte cultivares diferentes, algunas de ellas autóctonas y otras exclusivas de una determinada localidad. La “verdeña” es la más extendida –ocupando el 50% del olivar-, pero también hay “empeltre”, “alquezrana”, y en menor cantidad, “arbequina”, “blancal”, “piga”, “cerruda o “neral”.

    De los frutos del olivo, como ustedes ya saben y ya hemos dicho, se extrae un aceite sabroso y saludable. En la cocina es el que mejor sabor da, ofrece aroma y color, modifica las texturas, integra y armoniza los alimentos e identifica y personaliza los platos. Para nuestro organismo contribuye a incrementar el colesterol bueno, entre otras muchas virtudes.

    Tampoco hay que dejar pasar de largo aquello relacionado con la tradición, las formas de vida, la gastronomía, los ritos, fiestas y creencias, el abono, la medicina, el combustible y todo aquello que tenga que ver con la aportación del olivo a las economías rurales.

     Nos gusta este árbol mediterráneo al que el poeta Antonio Machado llamó “árbol sagrado”.