Carroñada al pie del Moncayo


Por Eduardo Viñuales Cobos.

    Los ojos bien abiertos para presenciar el gran festín de los buitres. Una pitanza de aves carroñeras cerca del Moncayo. Un espectáculo natural de todos los tiempos. Ellos lo reciclan todo. La muerte la convierten en vida, en nueva energía. Nuestro corazón late con fuerza cuando aterrizan mientras aguardamos escondidos.
     La Noguerilla, Tarazona, 12 de agosto de 2023.

Eduardo Viñuales
Escritor Naturalista

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Twitter (X): @EduVinuales

 

Silencio. Ni un alma, tan sólo el zumbido de las moscas y alguna mariposa capaz de soportar el calor que durante el día azota esta especie de páramo perdido en los mapas.

     Tres naturalistas estamos escondidos esperando a que bajen los buitres a mesa puesta desde su reino de rocas del Moncayo. Les hemos colocado una oveja muerta y un tejón recogido atropellado en la carretera. El cielo vacío. A lo lejos se ve o se escucha alguna paloma torcaz, una curruca cabecinegra y una urraca. Ismael cree haber escuchado a una ortega. Son las 10 de la mañana, y el termómetro marca ya 24 grados centígrados, pero es de esperar que suba a los 34 grados ya a media tarde.

    A lo lejos vemos pasar el vehículo de Daniel, el guarda del coto de caza. Pero él no nos ha visto. Estamos bien camuflados y después nos cuenta que ha confundido nuestro “hide” con una piedra o una coscoja.

   Seguimos atentos al cielo… pero nada, aún, por el momento. Miro el móvil, escribo y a la vez voy leyendo un libro sobre Talamantes que habla de un pueblo dormido a los pies de las Peñas de Herrera, de su castillo templario, de la ermita de San Miguel y de la calma propia de la Sierra del Moncayo. La misma que corre y descansa hoy en este paraje.

    Miro por el ventanuco hacia donde apunta el teleobjetivo de mi cámara de fotos que está apoyada en un trípode: ¡Nada! Hay que tener paciencia. Bueno, mejor dicho, sí que hay un alcaudón joven posado en un arbusto, el cual ha atrapado a un saltamontes de almuerzo.

   Más y más zumbidos de insectos polinizadores que anuncian otra jornada tórrida. El cielo es azul pálido, algo tristón. Quizás sea por la calima de estos días.

   De repente algo nos avisa: hemos oído una especie de graznido cerca. ¡Son ellos, los buitres leonados! Vuelan bajo, bastante cerca de nosotros. Uno, el primero, se posa próximo al cadáver de la oveja. No disparamos todavía la cámara, pues es mejor esperar a que se confíen y que de primeras no escuchen ruidos sospechosos. Bajan dos, tres, cuatro… diez… hasta cerca de veinte. A Santiago, que observa todo aquí escondido, el corazón se le acelera de emoción.

     Enseguida uno de ellos, con ayuda del pico, rasga la tripa hinchada de la res y comienzan a comer los intestinos del animal. Algunos comen ansiosos, pero otros más cautos vigilan posados, con la cabeza erguida, como si estuvieran atentos a lo que les rodea por si algún peligro les acechara. Pero el festín ha empezado. Hacemos fotos. Siguen lloviendo buitres del cielo, uno detrás de otro. Comen sin disimulo. Se les oye romper el aire y aletear. Se posan sobre la oveja sin vida. Se acercan, tratan de meter su cabeza y de dar un bocado, de llevarse un trozo de este banquete que pronto han localizado desde el aire. ¿De dónde habrán venido? ¿Cómo se avisan? Se agolpan y alguno se muestra desafiante frente a sus congéneres con las alas abiertas.

    Llegan más ejemplares a esta carroñada… pero pasados cinco minutos de repente todos paran. Queda aún comida. Algunos miran expectantes hacia el cielo. ¿Estará al águila real? Desconfían de algo. No se atreven y se retiran. Comienzan a bajar por la ladera. Muchos salen volando, abandonado la escena que ya se presentaba de lo más animada. Otros se quedan en el vallejo contiguo. No sabemos qué habrá pasado para tomar esta decisión.

    Una hora después en el cielo varios de ellos dibujan círculos en vuelo, aupados por las corrientes térmicas. Van muy altos. Son las 11’30 horas. Pero otra vez hay silencio, zumbidos. Sol y más calor. Mucha luz en este paisaje de encinas, coscojas, tomillos y lavandas secas.

    Sigo leyendo y mirando, aguardo con paciencia y con sigilo algo más, algo inesperado para la mirada de un naturalista curioso que, desde aquí dentro, siempre estará deseoso de observar los ciclos naturales de la vida silvestre.