Por José Joaquín Beeme
Que el mal evoluciona, aprende de sus imperfecciones y se agiganta es un hecho del que dan cuenta los sucesivos notarios del arte.
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
La crueldad del imaginario cristiano, multiplicada en martirios y sacrificios de toda laya, ofrecía la ventaja del apólogo moral, que situaba siempre a las víctimas por encima de la humanidad, al nivel de los héroes o los santos, mientras que los modernos enfrentan al espectador a formas de vejación y dolor que le tocan directamente, sin alegóricos distanciamientos, hasta introducirlo de lleno en la gangrena de la obra. Recuerdo ahora la exposición Il Male, en el palacete de caza Stupinigi de Turín, que me dejó sin palabras, chocado, hasta ahora mismo. La comisariaba Vittorio Sgarbi, poliinstrumentista y charlero de todos los guisos mediáticos, quien no dudó en alistar fotos de grandes criminales junto a caínes y vánitas, cabezas cortadas, suicidios y sillas eléctricas visitados sucesivamente por el arte de lo oscuro. Eligió al zaragozano Dino Valls, prerrafaelista morboso, que sumerge la pintura clásica en una solución ácida como de cubeta forense, y estaba, claro, el Goya feroz ni francés ni españolista. Las últimas estancias de esta horrenda galería estaban fotografiadas, filmadas, computarizadas: registradas por ojos implacables que, lejos de juzgar, glorificaban, como no podía ser menos en una contemporaneidad de violentos goces escópicos. Por cierto, ociaban y cómo los amigos saboyedos o sabaudas o como quiera que se timbre esa dinastía que empezó a hacer Italia en los años del Risorgimento: un templo para la cobranza de ciervos donde, ebrios en noche de montería, había de suceder de todo en punto a escaramuzas y emboscadas del sexo campestre. La gustosa malicia, el mal sin remedio alrededor de cuyo fascinante abismo ejercían y ejercemos