Italia: «Goya romano»

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Por José Joaquín Beeme

Traemos en primicia para el Pollo Urbano el texto importantísimo de la conferencia que pronunció  la historiadora Malena Manrique  en la Real Academia de España en Roma el pasado 22 de Mayo de 2015 ¡Enhorabuena a la conferenciante!

Conferencia de la historiadora Malena Manrique /Real Academia de España en Roma, 22 de mayo de 2015 / Coorganizada por Prensas de la Universidad de Zaragoza y la Fundación del Garabato

Quisiera empezar con un elenco y una pregunta: ¿quién se acuerda de José del Castillo, Juan Adán, Manuel Eraso, Bernardo Martínez del Barranco? Todos “pensionados”, becarios diríamos hoy, de la Real Academia de San Fernando, sostenidos por el rey de España para estudiar en Roma. Goya, en cambio, que fue suspendido dos veces en sendos concursos (1763 y 1766) y que vino a esta ciudad por sus propios medios, pagándose el viaje y la estancia de su bolsillo, aprendiendo de los maestros y de la vida de un modo heterodoxo, es hoy uno de los artistas más conocidos de la historia del arte.

El Goya “romano” al que nos referimos, un joven bisoño de unos 25 años, se atreve a participar en uno de los más importantes concursos de pintura italianos, el convocado por la Academia de Bellas Artes de Parma. En la adjudicación de premios allí celebrada el 27 de junio de 1771, los académicos escribieron: “Su autor es el Sr. Francesco Goya Romano, alumno del Sr. Francesco Bajeu pintor de cámara de S. M. Católica.”

Los concursantes debían plasmar a Aníbal en trance de invadir Italia, para lo cual Goya acudió a fuentes textuales precisas para representar con rigor histórico la hazaña del caudillo cartaginés. A diferencia de su rival, Paolo Borroni, Goya hace una alusión directa a las tierras del Po, al pie de los Alpes, mediante la figura con cabeza de toro, tradicionalmente relacionada con la alegoría de dicho río según la Iconologia de Cesare Ripa (Siena, 1613). Pero quizá encarne algo más que a un genio fluvial, pues si releemos este pasaje de historia de la antigua Roma en Polibio (III, 60, 8-9), a quien sigue muy de cerca Tito Livio (XXI, 35-8), la asociaremos por metonimia con la mítica Taurasia (identificada en un libreto operístico de la época con Turín), la primera ciudad en oponer resistencia al invasor.

Los candidatos del certamen parmense, sobre el que también me detengo en el libro que hoy presentamos (Goya a vuelapluma, PUZ, 2014), no escatimaban esfuerzos para componer con verismo los temas de historia antigua. Algunos no se conformaban con acudir a los textos clásicos, en latín, sino que consultaban directamente a anticuarios o personas familiarizadas con los restos arqueológicos. En el caso de Goya, la alegoría aparece incluida ya en los rasguños del Cuaderno italiano con las primeras ideas compositivas. Es más, en el apunte de la página 37, Aníbal se lleva la mano izquierda a la visera del yelmo mientras extiende la palma derecha sobre la criatura cornuda con gesto de dominador, pudiendo interpretarse dicha figura como el territorio recién atacado y sometido. Asimismo, el anciano rubio con corona presente en los dos bocetos conservados (uno de ellos en el Museo de Zaragoza) podría remitir, más que a una alegoría de los Alpes, a alguno de los monarcas indígenas de estirpe ligur cuyo territorio, el de los Alóbroges concretamente, fue asolado por Aníbal tras cruzar la cadena montañosa en 218 a. C., como relata Polibio. En el lienzo definitivo esa figura acabó siendo suprimida, por excesiva seguramente, lo que prueba el celo de Goya y lo largo y complejo de la elaboración de ese cuadro hasta conseguir equilibrar rigor histórico y limpieza compositiva. El resultado alcanzado se explica, en cualquier caso, por su cercanía al texto de los historiadores clásicos, y es fruto de las orientaciones dadas a los participantes romanos por alguno de los académicos delegados que supervisaban los cuadros en la Ciudad Eterna, para darles el visto bueno antes de ser enviados a Parma. Tal es el ambiente artístico romano de Goya, un ejemplo de cómo se trabajaba en los talleres que acogían a jóvenes extranjeros ávidos de enseñanzas útiles para triunfar como grandes pintores. El absoluto predominio de la pintura de historia, apoyada en los textos clásicos, condicionaba todavía su itinerario formativo y era necesario medirse con ese género. Parma brindó al aragonés una ocasión para ello, y allí, por primera vez, logró demostrar su valía artística enfrentándose al reto del Aníbal.

Pero ¿cómo se presenta en Roma un aprendiz de artista sin credenciales? Goya realizó un petit tour por la región septentrional de Italia, que hoy se conoce como pianura padana, viajando a la velocidad que su escaso dinero le permitía, y decidido a estudiar y adquirir en Italia aquella “manera grande” de pintar que tanto había ponderado un siglo antes otro artista zaragozano, Jusepe Martínez, viajero a Roma como él y predecesor en su admiración por Correggio y los venecianos, un tanto trasnochada a aquellas alturas del siglo XVIII. Sin embargo, no eran cuestiones de gusto las que preocupaban entonces a Goya. Su objetivo era prepararse como pintor de historia y decorador mural, y así lo prueban muchos de los dibujos que atesora el Cuaderno italiano. Su vuelta fue más apresurada, y es probable que saliera de Roma poco después de haber mandado su pintura al concurso parmense el 20 de abril de 1771, pues justo una semana después, Juan Adán y el pintor zaragozano Manuel Eraso le extendían un documento para atestiguar su soltería durante la permanencia en la ciudad de los papas (López, 2008, doc. 6). Ello permite suponer que había comenzado a ocuparse de los preparativos de su partida en seguida, antes incluso de conocer el fallo del concurso, hecho público dos meses después, el 27 de junio.

Capítulo aparte merece su contacto con Venecia. De sus andanzas por la ciudad lagunar encontramos escuetísimas pero interesantes noticias en la p. 159 (a) del Cuaderno. Allí anota una dirección que no es de Génova, como se creía hasta ahora, sino de Venecia. La “calle de Marseria” no es otra que la de Marzaria o Merceria, que une la plaza de San Marcos con el puente de Rialto. Y la “piasa di San Salbatore”, apuntada debajo, sería el campo de San Salvatore, plaza de la iglesia homónima a la que se abre la Marzaria di San Salvador, uno de los tramos, cerca ya de Rialto, de esta arteria urbana famosa por sus botteghe de tejidos y su aire de zoco oriental.

Podría no ser casual que, justo una hoja después, en la página 161 (a), anote el nombre de una persona de referencia esta vez en Marsella, otra ciudad portuaria ya en la costa francesa, lo que constituye un indicio más de la red de relaciones que puso en movimiento para realizar su viaje de vuelta.

Lo más rápido era tomar una falúa hacia Génova desde Civitavecchia. En este caso sí que debió de viajar por mar, porque no menciona ni Pisa ni otras ciudades tirrénicas. De hecho, en la p. 155 (a), Goya escribió junto al de Génova el nombre de Bartolomeo Puigvert, “patrón” de barco, que alguien pudo recomendarle antes de emprender la travesía. A propósito de la “pescateria” o mercado antiguo de pescado, aludido en la misma p. 155 (a), ésta se ubicaba en el barrio genovés del Molo, asomado al puerto. Sin salir de él, tierra adentro, se llegaba a la iglesia del Gesú, con tres cuadros de los cinco que Goya resaltó de su visita a Génova, junto a los ya aludidos en la p. 172 (r): uno de Guido Reni, y otros dos de Rubens.

Encaminándose hacia el este, en el sestiere o barrio de Portoria —zona entonces de conventos y monasterios en torno a la colina que señorea la basílica de Santa Maria Assunta in Carignano—, vería los otros dos: de Maratta y de Guercino, en la citada basílica, a la que cualquier muchacho sabrá guiar a los viajeros del Grand Tour por cuatro perras, a decir de Stendhal. Para visitar las quadrerie custodiadas en los palacios (Rolli) de la nobleza genovesa, además de una alta recomendación, se requería mucha paciencia, como da a entender el cónsul francés de Trieste y autor de La cartuja de Parma durante su visita de 1837 a la capital ligur (1854, pp. 316-317). Por otra parte, en la literatura de viajes de la época era habitual reseñar elogiosamente ambos cuadros a propósito de dicha basílica (De Brosses, 1739-1740, p. 71). Y Goya no se sale de lo establecido. De modo que no debió de recalar muchos días en la capital ligur, pues consumió su tiempo visitando iglesias de fácil acceso y meta obligada de turistas con inquietudes artísticas por atesorar algunas obras maestras. Sólo el tiempo necesario, en espera de que su nave zarpara rumbo a España.

En Zaragoza le aguardaba el reto del Pilar, un ansiado encargo de pintura mural que ahora podría ejecutar con solvencia gracias a las enseñanzas adquiridas en Italia.

Malena Manrique
www.fundaciondelgarabato.eu

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