El quiosquero de la esquina / Carlos Calvo

PCalvoCarlos
Por Carlos Calvo

    El quiosquero de la esquina, ha dejado escrito Julio José Ordovás, “reza a san Umbral para que no se extinga la llama sagrada del columnismo”, del mismo modo que se desayunaba, antes de ayer, “con las flores de plomo de Alvite para estrenar el día con una sonrisa inteligente”. El quiosquero de la esquina, en efecto, es el pequeño traficante al menudeo de los adictos a la letra impresa diaria. El quiosquero de la esquina, en efecto, inicia la jornada cuando la mañana todavía es noche y las calles están oscuras. El quiosquero de la esquina, en efecto, es un hombre en una isla de papel. Y, en efecto, ha aprendido de las palabras el silencio. Y escucha callado a la gente, como si fuera en el precio del periódico. Y se va a cantar a los postres aquello de que el vino que vende Asunción no es blanco, ni es tinto, ni tiene color. Y sabe, maldita sea, que está en un callejón sin salida, que forma parte de un negocio en extinción, de un final de trayecto ineludible, que su reino, en fin, ya no es de este mundo. Por eso, en efecto, dice orgullosamente, aunque con un toque de humildad, que pensaba ser un huracán, pero terminó siendo una sola gota de lluvia. Afortunadamente, hay otras gotas de lluvia que piensan de la misma forma.

   El quiosquero de la esquina, todos los días, cita a Rubén Darío y su divino tesoro, por si los tácitos no lo han leído, pues parece que los tácitos solo han leído a Tácito, y a veces ni eso. El quiosquero cree que el problema de los periódicos tradicionales no es que sean viejos y analógicos, sino que su connivencia con las élites económicas y políticas y su disolución en la industria del entretenimiento los han convertido en herramientas rotas, inservibles para cumplir su función pública, lejos del prototipo de una prensa crítica, libre, atenta al interés común. El quiosquero, también, sueña con Strindberg y sus bigotes retorcidos. También sueña con el bigote dinámico de AdolpheMenjou, por el amor de dios. El quiosquero lee a Tolstói, con acento o sin él, cualquier relato que le sosiegue el alma. El quiosquero corre de espaldas hacia los caminos de la infancia, cuando en el ‘Heraldo de Aragón’, el más antiguo de la región, escribían Doñate y Joaquín Aranda (el auténtico renacentista de la época) y Ricardo Vázquez-Prada y Luis Horno Liria y Alfonso Zapater, el gran jefe del que ya nadie recuerda nada, por la gracia de dios. Vecinos todos de la muerte, ese mal infinito que, aunque pudre la vida, hace brillar lo efímero.

    El quiosquero de la esquina le dice a su amigo Ricardo Calomarde que su oficio es como ese soldado nipón que aparece de vez en cuando en una trinchera, haciendo la guerra por su cuenta, sin enterarse de que la guerra ha terminado ya hace algún tiempo y que el general MacArthur pasó al museo de cera de Nueva York, porque ya no hay más cera que la que arde. El quiosquero sostiene que la costumbre de comprar el ‘Heraldo’ la han heredado sus clientes de sus ancestros, así que vuelven a sus casas con la bolsa, hechos unos ancestros, y en ella llevan, además de los alimentos necesarios de cada día, la doctrina de la casa. Calomarde, la cosa está que arde…

   El quiosquero de la esquina sabe que hay optimistas, pesimistas, extremistas y mediopensionistas de todos los pelajes, pero, como casi siempre, la brecha principal es la generacional y las opiniones, sobre todo, dependen del pesebre en que pazca quien opine. El quiosquero sabe que los que se queman cada día en la cocina ven sus platos de forma muy distinta a los que –cada vez más lejos del fuego- juzgan desde la distancia. Y sabe que hay acuerdo casi unánime sobre la precarización, la politización, el desmadre, los fallos deontológicos y la resistencia a rectificar, pero pocas ideas claras para corregirlos. Y se pregunta si se está recuperando el enfermo o estamos perdiendo el tiempo, diagnosticando autopsias de un cadáver. Y también se pregunta, maldita sea, si alguien tiene clara la hoja de ruta para el futuro próximo o estamos dando palos de ciego, esperando la llegada de un mesías, de un Steve Jobs cualquiera.

 

El quiosquero de la esquina se pregunta si hemos pasado de una edad de oro a una de hielo y si tenemos claro ya cuándo y por qué se jodió Perú o seguimos, como burros atados a la rueda, dando vueltas a un pozo seco, esperando que manen nuevos medios capaces de entusiasmar. El quiosquero sabe que enhebrar una aguja es cosa endiablada, pero acertar a toda prisa, casi imposible. El quiosquero sabe que su figura, que tanto contribuyó a la convivencia democrática, se ha hecho añicos, como ese vaso, ya vacío, que estampábamos contra la pared en aquella taberna zaragozana. Y sabe que las balizas antinieblas ya no se ven, porque, acaso, cree más en el drenaje linfático que en las cremas. Y sabe de las manipulaciones de su distribuidora, de cómo le hacen la cama, a la manera de las usuras más lamentables, de las cosas mal hechas, que poco importan a los del comportamiento reprobable, a los dueños del parqué, que se comen todas las naranjas de postre en una sola sentada, que se beben todo el vino de un trago, aunque esté picado.

 

    El buen quiosquero está hasta el gorro de vender ‘Hola’, ‘Semana’ o ‘Diez minutos’ a las marujas asesinas, y de aguantar sus docencias de desguace, y sus cociditos, y sus garbancitos, y sus fanfarrias y cosas. El quiosquero quiere ser concejal y alcalde de su pueblo, pues imagen le sobra, y prensa del corazón también, para difundirla. El quiosquero zaragozano, muchas veces, da lecciones de cómo se hacen las cosas en una Zaragoza donde los grifos gotean y los coches están sucios, por eso no es de extrañar que el otro día intentaran quemar el suyo a la señora de Belloch. El quiosquero deja, por un instante, su puesto de mando y viene, al rato, de la farmacia con el paquete de antibióticos para una muela picada. El quiosquero tiene clientes que nunca han roto un plato ni empreñado una monja, soberanos en su casa a la hora del coñac. El quiosquero, un suponer, cierra su tenderete a la cuatro en punto de la tarde, un domingo, y se encamina a la Romareda, donde ha sido invitado al palco, en compañía de un Alierta, una Yarza, una Rudi, un Vadillo, un Gimeno, un Lanzuela, aunque no ve al jotero mayor recién investido en el Pilar.

 

    Y, aparte de las tardes dominicales, tiene la inmensa fortuna de librar tres días al año, esto es, en sábado santo, en el día de navidad y en el de año nuevo, con mayúsculas o sin ellas. Y sabe que está el papel a precio de cocochas de merluza por causas geográficas y políticas y económicas y estratégicas que no le alcanzan, pues se encasquilló, el pobre, en los reyes godos –con mayúsculas o sin ellas- y de ahí no pasa. Ya saben, el que tiene pase pasa y el que no lo tiene se queda sin pasar. Y tendrá que jugársela a una sola página, como el mensaje de un náufrago en una botella verde de tintorro bravo. Y sabe que su venta acabará envolviendo salmonetes en la pescadería, aunque no los compre Bob Hope. Y sabe que el populismo está fuera del diccionario y el gusano nos corroe desde hace años. Y ha aprendido a perder, porque sabe que se acabaron los días de vino y rosas y se inicia una durísima temporada otoñal en la que habrá que tomar posiciones, aunque no sean precisamente avanzadas, maldita sea.

 

    El quiosquero de la esquina ha vivido el esplendor del periodismo y por ello afirma que la actual pérdida de credibilidad se debe a que los periodistas comenzaron a hablar de todo sin tener ni idea de nada, y eso deteriora al más pintado. El quiosquero entiende que el periodista que deja de escribir está abocado al olvido, por la clara conciencia del lector –decía Pla- de la enorme cantidad de barbaridades que ha tenido que leerle. El quiosquero no necesita estar frente al pelotón de fusilamiento, como el coronel Aureliano Buendía, para acordarse de la primera vez que vio el hielo dentro de un café cortado, sin dejar charquitos. El quiosquero amigo y Dionisio Sánchez, ese viejo lobo de bar, se ven casi todos los días, almuerzan juntos -¡esos huevos fritos!- y se intercambian enfermedades, o sea, hablan de sus enfermedades comunes –y comunes a tantos zaragozanos-, desde las venéreas a las de las bandas culturales que operan al amparo del poder. Y el quiosquero le ha escrito el prólogo a su libro, aun sabiendo que en los prólogos (o prefacios, o introducciones) hay que ponerse un poco pedante, casi como si el prólogo lo estuviese escribiendo el malogradodoctor Marañón, pero enseguida se quita la bata del doctor Marañón porque la pedantería no figura entre sus géneros periodísticos. Y Dionisio, al leerlo, se frota los ojos: “¡Ay, si esto lo aprendieran tantos articulistas!”…

 

    El quiosquero de la esquina estuvo en Puertollano, que ni es puerto ni es llano, y de esperpentos y gazpachos fue bien servido. El quiosquero del antaño cuarto poder estaba en un bar de pitiminí con un puñado de aristócratas de las artes y las letras y se codeó con gentes de mucho pedigrí con dentaduras como xilófonos y bronceados de puerto tanguero. El quiosquero del antaño cuarto poder se encontró en el urinario al saludador de la pista, pero este estaba a medio pis y no iba a interrumpir los esfínteres por un tarado, con la guerra que da después la próstata cuando no se la trata con cariño. El quiosquero vio como el gachó se apañó la cremallera bien deprisa y se evaporó como un ilusionista. El quiosquero del antaño cuarto poder terminó esa noche con su sueño destilado por el desagüe de un meadero de ácido úrico. El quiosquero, en fin, ha sido abandonado por carta y por teléfono, y hasta en los garabatos improvisados de una servilleta de papel. Por dejarle, al quiosquero del antaño cuarto poder le han dejado, incluso, en lengua de signos, pues también alternó con algún que otro sordomudo. Y no será quien le quite al saludador de la pista, con el infortunio de su destino, el pan de su narcisismo.

 

    Quiosqueros de parafina, quiosqueros de aire inyectado, quiosqueros de hormona inoculada, rígidos quiosqueros de ortopedia en la anatomía diaria y equívoca del papel. Que no nos pongan, esto es, unos periódicos rígidos, artificiales, prefabricados, con el escrutinio ya dentro, incorporado. Queremos periodistas de verdad y no el camelo en que se ha convertido la prensa en general –siempre hay excepciones, como en todo-. Es la verdad de la vida frente a la mentira del arte a tres euros la consumición. A un director de periódico le pusieron demasiada parafina y murió en el trance. Muchos andan haciendo régimen por perder peso ideológico. Que no nos den una información pactada y de andar por casa. Que no queremos el travestismo periodístico del que se cambia de chaqueta sin manos. Nada por aquí, nada por allá. El quiosquero y el cliente no quieren más engaños. Y lo malo de los desengañados, y los descontentos, y los resentidos, y los rencorosos, es que suelen decir verdades de a puño.

 

Y vuelta a empezar, antes del fin del trayecto. O sea, la revolución, la resurrección, la evolución, la involución, el retroceso, el estancamiento. Decididamente, el reino del quiosquero ya no es de este mundo, es un ser vivo en extinción, como el lince ibérico o el oso polar, y en este otubre (ya sin ‘c’) vuelve a vender las noticias otoñales (con sarcasmo), atrapado en un mismo día para siempre, sin poder liberarse de la monotonía, siempre igual hasta que cambie su áspera conducta y se convierta en un hombre entregado a la sociedad, hasta que esta especie de tornillo vital se acabe, porque hemos nacido para morir, incluso el universo. Lo que necesita, al fin y al cabo, es fugarse de la prisión. Porque el quiosquero no será el futurólogo, pero tampoco es tonto.

Artículos relacionados :