Las modas zaragozanas / Antonio Tausiet

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Por Antonio Tausiet
www.tausiet.com

     La ciudad de Zaragoza ha sido tradicionalmente el lugar de España donde se ponían a prueba las tentativas de lanzamiento de productos, filmes, modificaciones administrativas, etc. Las compañías de teatro también solían arrancar sus giras aquí, los grupos musicales ensayaban sus giras en pre conciertos, etc.     Ahora, los experimentos nacionales con los zaragozanos de indias están de capa caída. Los sociólogos del régimen y de las trasnacionales prefieren remotas localidades canarias o castellanas, que no repercuten demasiado en las redes sociales ni en los noticiarios. Pero los munícipes cesaraugustanos, llevados por la costumbre ancestral, insisten en experimentar, siempre por el bien del ciudadano medio. Y lo que antaño fueron tentativas piloto, globos sonda metódicos, inocentes ajustes burocráticos, sutiles cambios de escenografía, hogaño son terremotos manga por hombro, variaciones sin planificar, modificaciones estructurales sin proyectos globales.

    Zaragoza ha crecido con la persistencia del kéfir, pero sin el mimo del cocinero que sabe con qué aliñar su receta, en qué recipientes servirla y quiénes son los potenciales degustadores. No se trata de que muchas de estas iniciativas sean malignas, sino de que su ejecución no ha tenido la debida reflexión, el mínimo planteamiento de conjunto.

     Los barcos que navegan por el Ebro no han podido hacerlo en muchas ocasiones por problemas asociados no previstos; los tranvías que facilitan la movilidad se han implantado con un plan de acompañamiento de transportes caótico, que ha habido que ir modificando; los barrios periféricos han crecido hasta decir basta, sin otro sentido que el enriquecimiento de sus promotores, y con la única sensibilidad del “especula o revienta”.

    Una de las iniciativas pioneras fue la devolución de los pedales a las calles, con la creación de kilómetros de carriles y la implantación de la bicicleta de alquiler municipal. Una vez llena Zaragoza de velocípedos, las torpezas de los supuestos planificadores están casi dando al traste con un proyecto que, en sí, no tiene nada que criticar. Sin olvidar que el conductor zaragozano de vehículos a motor está acostumbrado a ser el rey del asfalto, y la nueva competencia lo hace más violento si cabe.

    Las modas zaragozanas son ahora, paradójicamente, miradas hacia el pasado. Los desaciertos de los responsables, que llevan décadas escudriñándose el ombligo y el bolsillo, sin echar siquiera una leve ojeada al horizonte ciudadano, han llevado a muchos habitantes a la nostalgia, ese tremendo error en forma de memoria edulcorada. Y se suceden las recreaciones históricas, las exposiciones y recopilaciones de daguerrotipos amarillentos, los documentales sobre un pretérito imperfecto que poner en valor.

    Se nos dijo que el siglo XXI convertiría a la ciudad en la vanguardia universal del desarrollo sostenible y de las tecnologías avanzadas; que las celebraciones bicentenarias multiplicarían exponencialmente la población y el tejido productivo; que los perros, en fin, serían atados con longanizas de cerdo ecológico. Pero hoy respiramos un ambiente de urbanizaciones periféricas desérticas, un centro de casas vacías y gente crispada; y una masa social, en resumen, que sería la que tendría que responder luchando por su bienestar, completamente desactivada, sumida en el desánimo y la abulia, con pequeños focos de respuesta que los que manejan el cotarro apagan sin esfuerzo, como colillas consumidas que abandonan su última brasa al ser pisoteadas.

    La queja sin argumentos, la melancolía, la falta de solidaridad, esas modas zaragozanas, no han sido sólo fruto de unas décadas. La ciudad se ha construido sobre una historia plagada de atrocidades cotidianas, implementadas y alentadas por las familias poderosas, por las entidades financieras poderosas, por los medios de comunicación poderosos, y sobre todo por los estamentos clásicos (iglesia, ejército, ranciedad), bien alimentados desde la torre de control de Madrid desde hace 200 años. Pero siempre hay una espita: con no seguir la moda, solucionado.

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