Por Don Quiterio
Gordo, grandón, barbudo, gafotaspasta, dicharachero, cascarrabias y chistoso, gruñón y reidor, oscense de Buñales, de la cosecha de 1961, Pepe Cerdá es un pintor y tratadista que inicia su andadura de adolescente, de la mano de su padre, el dibujante humorístico José Cerdá Udina, con quien rotula furgonetas y decora atracciones de feria, y esas primeras manchas le sirven “para ganar sus primeros sueldos y correrse sus primeras juergas”.
La pintura de Cerdá es casi impresionista, directa, colorista, más preocupado por narrar la esencia de lo que mira, a la manera de un cronista, y aspira, si no a la grandeza, sí a una dignidad del oficio, del viejo oficio de pintar. Funda en Zaragoza el espacio La Nave, junto a Carlos Ochoa y Guillermo Moreo, pero decide, más tarde, instalarse en París, aventura que le lleva ocho años, para volver a su tierra y “refugiarse” en Villamayor. Entretanto, expone en París, Híjar, Barbastro, Binéfar, Castejón de Sos, Zaragoza o Basilea. Hace unos meses lo hace en la zaragozana galería Carlos Gil de la Parra, que coincide con un libro en el que Julio José Ordovás interpreta al pintor y sus pinturas, y se presenta el pasado mes de junio en el teatro Principal, con Nacho Escuín e Ismael Grasa como maestros de ceremonias.
Flaco, calvo, tímido, somardón, prudente, serio, sonriente, amable, discreto e introvertido, educado y cariñoso, tranquilo y reflexivo, observador y sorprendente, de barrica magdalena, crianza de 1973, Julio José Ordovás es panadero, articulista y crítico literario, además de publicar obras de la estatura de “Días sin día”, “En medio de todo” o “Una pequeña historia de amor”. En “Pepe Cerdá, entre dos luces” (Eclipsados, 2011), con una narrativa con músculo y estilo, en un inteligente juego literario, el escritor va desgranando, diseccionando como a un insecto, la personalidad y la pintura del artista oscense, para comparar, certificar y manifestar el contenido pictórico con la palabra. Todo arte es una caída en la historia, y en tal sentido es limitada. Ordovás escapa a esa limitación y realza la dignidad, la nobleza, la bondad, la habilidad, la audacia, la sencillez, las mejores cualidades del pintor. Ordovás afirma que Cerdá “pinta por necesidad y no por placer”, que “pinta su mundo cotidiano y se abandona a su instinto”, que “pinta como oficio, como un obrero de la pintura”, y que “piensa la pintura con las manos”. Cerdá, al fin y al cabo, pinta, pinta colores, “pinta el silencio sonoro del campo y pinta un camino que se adentra en la oscuridad y se pierde en ella”. Y así, poco a poco, como hila la vieja el copo, Cerdá nos ofrece un muestrario de paisajes y retratos, de cielos que “iluminan o ensombrecen los lienzos”, de nubes, de árboles, de flores, de charcos, de ríos y puentes, de riberas y laderas, de valles y campos, de tierra, de caminos y carreteras, de luces y oscuridades, de atardeceres y nocturnidades, de fábricas, de excavadoras y furgonetas, de tractores y camionetas, de torres de alta tensión, de gasolineras “por donde la carretera se pierde hacia Villamayor”, de barracas de feria, de tiovivos en los que “creemos que avanzamos pero solo damos vueltas”…
Cerdá es un cronista pictórico de la Zaragoza del extrarradio, “como un merodeador”, a la manera local de un Ignacio Fortún o, si apuramos, de un José Luis Gamboa. Los óleos de Cerdá nos pueden recordar ciertos filmes de Wenders, de Lynch, de Malick. El oscense, en efecto, aplica el paisaje de la América profunda (“París, Texas”, “Una historia verdadera”, “Malas tierras”) a los espacios de la periferia zaragozana. Edward Hopper sería el espejo en el que se mira. Si nos ponemos, habría lugar para pensar en Cerdá como un artista al servicio de la naturaleza, en unos paisajes ordenados que bien podrían proceder, además del realismo depurado del pintor y grabador estadounidense, de las influencias de la plasticidad de los franceses Claude Monet y Édouard Manet, padres del impresionismo. El horizonte de Cerdá es (casi) impresionista y al apagar los motores se escucha un estribillo vindicativo: la cultura no se rebaja.
En el libro de Ordovás todo es posible, que las piedras rían, que los árboles hablen, que los cielos tengan poderes para desafiar la razón. El poder de las palabras que abre montañas, que burla la corriente fluvial y el poderío visual del oro que brilla en la oscuridad de la noche. El escritor quiere que el pintor al que estima sea feliz y ese deseo lleva a contarle historias que le dicen que es posible encontrar en el mundo un lugar sin miedo, de felicidad. Decía Walter Benjamin que “el que narra posee enseñanzas para el que escucha”. La enseñanza es que hay que amar las cosas para que se vuelvan amables. Ordovás, que tiene el ojo del lince, la astucia del zorro y el diente del lobo, y que mira su termómetro con enorme satisfacción y tranquilidad, tiene claro que la vida está llena de respuestas a preguntas que todavía no nos hemos hecho.
Y el artista necesita de la literatura para entenderse a sí mismo y a los demás, a descubrir lo que se esconde en esa región misteriosa que es su corazón. La literatura prolonga el mundo de las caricias y los besos y devuelve al personaje al país indecible de la ternura. Cerdá ya no necesita un lugar donde guarecerse, porque Ordovás le permite abrirse a ese flujo de imágenes que es su riqueza interior y aprender la realidad más honda del estado de las cosas, de esos caminos lentos que parecen retroceder. Y sabemos que a pesar de que en ocasiones determinados procesos se nos antojan cargados de lentitud, lo importante es que sigan su propio tempo para que puedan llegar a su destino, porque hay camino y hay futuro. Un futuro en el que podamos girarnos para contemplar el itinerario recorrido, para conocernos en nuestros errores y reconfortarnos en nuestros aciertos. Un futuro que nos permita recorrer nuestro propio camino sin que nadie decida pararnos si así lo queremos.
La personalidad de Cerdá queda ennoblecida por Ordovás. Aporta su literatura brillante, cargada de pensamiento, y envuelve al lector en un estilo de alto voltaje, en un trabajo de orfebre con el lenguaje que hipnotiza al lector y le ata a la página. Y en un sentido del humor no menos personal, que tamiza las posibles profundidades o interioridades. Ordovás, así, recupera la memoria de Cerdá, ese compendio de emociones creadas por los hechos y la imaginación, y expande un magisterio de bondad, de conocimiento, de compromiso y de pasión por la palabra teñida de color y de luz, en una mirada amena, ágil, a la que no le falta la ironía, en ese punto canallesco tan suyo. Y, a la par, Cerdá sigue atravesando caminos de tierra, piedras y matorrales para llegar hasta su destino, y le interesa más evocar imágenes de la huerta aragonesa que de las calles de la ciudad, y le entusiasman las oscuridades por la poca o nula existencia de alumbrado público. A oscuras, atraviesa los obstáculos de los viales, sin asfaltar ni alumbrar, hasta alcanzar el encuentro de una carretera asfaltada en dos direcciones. Por la noche, ay, los caminos están completamente a oscuras, pero para Cerdá no son un peligro, porque los conoce. Y le inspiran.
Decía Montaigne que “para construir la identidad propia resulta ineludible recurrir a los otros, a la comparación con ellos, de la que habitualmente se sale ganador”. Cerdá pinta y sí tiene quien le escriba. Dos caminos, el del pintor y el del literato, que confluyen, que se mezclan y se funden. Cerdá y Ordovás. El Gordo y el Flaco. O Tarzán y Jane, que construyeron una casa en la copa de un árbol, abierta a todas las llamadas de la vida.