Marías y los arqueros

Por José Joaquín Beeme

     Entrando en el túnel del tiempo del coronel Blimp, en su parsimoniosa elegancia entre british y mitteleuropea, en la apastelada luz de postal romántica que sin violencia (!) nos lleva de la guerra de los Bóers…

….a ambas guerras mundiales, entro en mi propio bucle nostálgico hasta dar en aquellos programas de militante cinefilia con Garci y su partida de noctámbulos cazadores de sueños. 

    Powell y Pressburger arrancaron aquella noche, con esta película fundacional, agudos comentarios de Tébar y Méndez-Leite, pero es Javier Marías quien, reemplazando por una vez al hermano Miguel y en el año decisivo de su Corazón tan blanco, navega en aquel pequeño/gran mundo antiguo de lances de honor, de règles du jeu entre caballeros, de amistad de opereta y amor sin fronteras, con la complicidad y la familiaridad de los que conocen la brújula. 

   Marías el oxoniense, Marías el traductor de Sterne, Auden o Nabokov, Marías el anglófilo practicante, no podía no sentirse a gusto presentando una película que, no por casualidad, figuraba en su filmoteca ideal. Y así le vemos, encadenando cigarrillos que velan la progresiva calvicie de sus 40 años, mientras recuerda las tiras dominicales de David Low donde había nacido ese militar simplón y jingoísta de vieja escuela y bigotes de morsa, que en la pantalla y durante un vasto arco temporal será un Roger Livesey perfectamente caracterizado. Habla luego de la hostilidad de Churchill y su ministerio de Información, en pleno 1943 y con un oficial alemán presentado con gran nobleza y lealtad, personaje complejo y hasta más atractivo que su contraparte inglés, con unos prisioneros sibaritas que programan conciertos de Schubert o Mendelshon, lo que provocó mutilaciones en su estreno (sobre todo el flashback de apertura) y un veto a la exportación que, de rechazo, rindió buenos efectos publicitarios.

    Ese universo ambiguo, en absoluto maniqueo, le ofrece un amplio abanico temático: la dignidad en medio de la destrucción, la pérdida (guerras, ideales, inocencia), la frustración aunque sin amargura. La vejez. El amor ideal, el terrenal. Con una mezcla genérica entre la comedia y la desolación, entre el melodrama y la ideología, como sólo había visto en Wilder, Ford o Mankiewicz. La influencia del maestro Ophüls la advierte en las elipsis temporales, lección luego para Scorsese o Coppola, mediante esos trofeos de caza (disparo) sucesivamente brotados con sus cartelas (recarga), o mediante el pasapáginas de un álbum de fotos e invitaciones sociales. Las acciones contadas, más que en su desarrollo, por sus consecuencias. Pero sobre todo, y en cuanto película de retaguardia, se pregunta por la supuesta limpieza o licitud de la lucha, si era prudente mantener una cierta legalidad aun dentro de la guerra, en una que iba a serlo total y hasta sucia y brutal —¿no nos hemos vergonzantemente habituado?— contra el nazismo. Caballerosidad, ausencia de suspicacia respecto del enemigo, buenos modales y sentido común no parecían ser ya armas eficaces. De nuevo la ambigüedad, la cuestión ética de la supervivencia frente al mal.

   Las múltiples mujeres que son todas Deborah Kerr — ah, la fascinación por las pelirrojas: Moira Shearer, Anna Massey, la propia Kerr doblemente enrojecida por la iluminación— le suscitan una reflexión sobre la mirada ideal, idealizante, que el espectador comparte con los protagonistas. Su momento mágico del film es un beso entre ella y el buen Candy / Blimp, centrado el plano sobre el rostro femenino que expresa a la vez entrega y renuncia: a su amor, a su vida anterior, a Inglaterra.

   Y Anton Walbrook, figura cumbre del cine de los 40 para Marías —inolvidable su fáustico empresario teatral en Las zapatillas rojas—, le parece, y nos parece, tremendo en su interrogatorio ante las autoridades de inmigración: se refugia en la no tan pérfida Albión dejando a sus hijos convertidos en nazis modélicos. Frente al amigo Blimp, viejo militar reaccionario, algo quijotesco, tratado con simpatía a pesar de que se entere poco de los acontecimientos (ni siquiera sabe haberse enamorado) y con cierta mofa desde las más rancias tradiciones británicas, el oficial de Walbrook ofrece capas de profundidad nada obvias.

   En su terreno más exquisitamente lingüístico, lamenta Marías que el doblaje esfume los matices del alemán frente al inglés, y más cuando aquél está migrando al ámbito anglo de la historia. Y subraya cómo, de la singular pareja de escritura-producción-dirección que firmaba como “los arqueros”, el húngaro Pressburger fue novelista además de guionista: suya una historia sobre el maquis anarquista Quico Sabaté.

    Qué grande era el cine. Una década prodigiosa aquella de los tertulianos aquejados de escoptofilia, pasión escópica dirían mis maestros de Valladolid, reunidos en torno a una mesa para hablar de lo que más les gustaba en el mundo. Con su prólogo, su año contextual, su cartas al director con las 10 mejores películas de todos los tiempos, su bibliografía y sus momentos estelares. Y unos abonados fijos al otro lado del televisor. Internet, todavía lejos. Y Javier Marías, ya entonces, maquinando Tu rostro mañana.

El blog del autor: www.fundaciondelgarabato.eu

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