Por Don Quiterio
La productora cinematográfica española Cifesa es fundada en 1932 por el valenciano Manuel Casanova, que comparte desde sus inicios la dirección con su hijo Vicente, luego delegado de la firma.
En su primera época, lleva a cabo una película de gran impacto popular, ‘La hermana San Sulpicio’ (1934), del almuniense Florián Rey, cuyo éxito comercial se repite con ‘Nobleza baturra’ (1935) y ‘Morena Clara’ (1936), del mismo cineasta. Tres atractivas comedias de equívocos impregnadas de populismo y costumbrismo.
Aunque después de la guerra civil dirige una veintena de películas, el cine del aragonés Florián Rey ya nunca brilla con el fulgor de esas comedias musicales con Imperio Argentina realizadas antes de la contienda. Si ‘La hermana San Sulpicio’ trata de los amores de un médico gallego y una novicia andaluza, según el original de Palacio Valdés, ‘Nobleza baturra’ se basa en la obra teatral de Joaquín Dicenta, muy similar al argumento del mito de ‘La Dolores’, ambientada en el Aragón de principios del siglo veinte, en una fluida trama entre el humor y el melodrama, con sus jotas y modismos maños. “¡Chufla, chufla, que como no te apartes tú!”…
Por su parte, ‘Morena Clara’ es una adaptación de la obra de Quintero y Guillén, con un guion bien construido de interesantes personajes y un sutil trasfondo de denuncia social, el relato de una gitana de Sevilla que va a juicio con su hermano por robar unos jamones y acaba sirviendo en la casa del fiscal, que se ha enamorado de ella e intentará refinarla. Si como comedia romántica tiene sus momentos melodramáticos (sin pasarse), como musical se queda corta, son solo tres coplas: ‘Échale guindas al pavo’, ‘El día que nací’ y ‘La falsa moneda’.
Cifesa, después de la guerra civil, impone de 1940 a 1945 las películas de su marca en el mercado cinematográfico a través de una extensa galería de artistas exclusivos. Ahí se encuentran Alfredo Mayo, Amparo Rivelles, Manuel Luna, Luis Peña, Luchy Soto, Juan Espantaleón, Miguel Ligero… También promueve nuevas personalidades al campo de la dirección, como el debutante Rafael Gil y el hasta entonces actor Juan de Orduña. A partir de 1945, la sociedad entra en declive, que se agrava con su política de filmes pretendidamente de calidad, basados en temas de época, pero que carecen de rigor artístico, ideológico e histórico. El batacazo sin vuelta atrás es ‘Alba de América’ (1951), la historia de Cristóbal Colón vista desde una perspectiva triunfalista y altisonante. Sus últimos éxitos, no obstante, son los lanzamientos de Aurora Bautista en ‘Locura de amor’ (1948) y de Sara Montiel en ‘El último cuplé’ (1957).
Rafael Gil, terminada la guerra, es nombrado crítico cinematográfico del diario ‘Informaciones’. En 1941 realiza su primer largometraje, ‘El hombre que se quiso matar’, inicio de una larga y desigual carrera. Tras algunos filmes estimables como ‘El clavo’ (1944), ‘El fantasma y doña Juanita’ (1944) o ‘Don Quijote de la Mancha’ (1947), su inspiración no tarda en apagarse. En 1951 inaugura, con ‘La señora de Fátima’, un ciclo de filmes dotados de intenciones religiosas, escritos por Vicente Escrivá. En 1957 intenta, con ‘¡Viva lo imposible!’, volver al estilo de sus primeras comedias, aunque sin resultados destacables. Convertido en su propio productor, emprende solo filmes de propósito y realización muy limitados en los que aborda toda clase de géneros.
Juan de Orduña, que funda una productora con la que financia y protagoniza ‘La revoltosa’ (Florián Rey, 1924), abandona en 1941 la interpretación –en su mayoría melodramas sentimentales- para convertirse en director de largometrajes con ‘Porque te vi llorar’. Hasta 1945 se contenta con llevar a la pantalla diversas obras teatrales. Luego inicia una serie de géneros, tanto el misional (‘Misión blanca’), el literario (‘Un drama nuevo’), el histórico (‘Locura de amor’) o el musical (‘El último cuplé’). Explotador infatigable de temas de la literatura española, el hecho de adaptar al cine en un mismo año -1954- a Blasco Ibáñez (‘Cañas y barro’), Arniches (‘El padre Pitillo’) y Baroja (‘Zalacaín, el aventurero’), constituye un ejemplo típico de la desorganizada diversidad de su inspiración. Llegado a la cumbre de su carrera con ‘Locura de amor’, entra progresivamente en una decadencia solo salvada por el inesperado éxito comercial de ‘El último cuplé’. Artesano discreto cuya ambición rebasa en mucho la línea de sus posibilidades, su obra es, para bien o para mal, un compendio de veinte años de cine español.
La firma Cifesa, a medida que pasan los años, limita de forma creciente su actividad. Y finalmente, a principios de la década de 1960, la distribuidora de su nombre queda bajo el control de una cooperativa de empleados, que toma la denominación de Cinesco. De todo ello habla el documental recientemente estrenado ‘La antorcha de los éxitos: Cifesa (1932-1961)’, donde los bustos parlantes de Emeterio Díez Puertas, José Luis Castro de Paz o Luis Casanova Iranzo van introduciendo, a través de la voz del narrador Antonio Esquivias, los éxitos y fracasos de una compañía que, imitando los estándares de Hollywood, consigue dominar la taquilla en la Segunda República hasta llegar a las penurias de la larga posguerra y la dictadura franquista. El resultado es un documental interesante por lo que cuenta y no por cómo lo cuenta, didáctico pero poco creativo, en el que su director, Francisco Rodríguez Fernández, intenta ofrecer, a través de los diversos testimonios, claves sobre la España del pasado, sin llegar a trascender todo ese material.
Autor de varios documentales igualmente sin mayor relieve cinematográfico, como ‘Miguel Hernández’ (2010) o ‘Teresa de Jesús, una vida de experiencia mística’ (2015), Rodríguez Fernández también dirige largometrajes de ficción, auténticos bodrios con diálogos que producen vergüenza ajena: ‘La casa grande’ (1975), ‘Gusanos de seda’ (1976), ‘Jaque a la dama’ (1978), ‘Hierro dulce’ (1985), ‘Testigo azul’ (1987), ‘Quince’ (1998), ‘Noventa millas’ (2005)…