Fascinación del faro


Por José Joaquín Beeme

    Taladro de la noche tempestuosa y seguramente etílica, espiral de delirios tremebundos, ojo que penetra las tinieblas de dentro y las de fuera, falo o huevo cósmico. Si Virginia Woolf pensó los faros como una iluminación de sentido, cerilla que parpadea en medio de la oscuridad, Charles Paolini recuerda a sus centinelas, prisioneros en su círculo de soledad, avizores en su linterna…

…vertical contra la inmensa y engañosa horizontalidad líquida: de sudarios y tumbas habla también su farología.

     Entramos, en la noche del cine, en otra noche de concentrada pesadilla. Faro de la isla de Maine, mientras el siglo XIX agoniza: dos guardianes confinados durante un mes en su turno funcionarial, austero, rígido, sin más contacto con el resto del mundo que la barca de los relevos. A ese espacio cerrado, azotado por vientos de silbo agorero y olas engullidoras, se llevan sus miedos y sus fobias, de algún modo su otra vida, quién sabe si anterior, para purgarla como si de una condena teológica se tratase.

    Como otros cineastas corajudos, Robert Eggers no sólo elige el blanco y el negro para adentrarse en la locura de dos hombres aislados, en los laberintos de su alma, sino que les encajona en un viejo formato (1,19:1) que acentúa aún más la claustrofobia del relato. Cultivador del gótico New England, con el que debutó en La bruja, bebe en leyendas y tradiciones de Nueva Escocia, y turbiamente convida en sucesivos desfondamientos oníricos al embrujo fatal de una sirena hipersexuada, la maldición de las gaviotas asesinadas y, siempre alerta, ese rayo hipnótico, desnudante, que mana de la lente Fresnel. El imaginario simbolista de Böcklin, Schneider, Delville brinda el paisaje iconográfico que aquí, ausente el color, excava profundas estrías de tinta negra. Xilografía fílmica.

    Hay  dos Thomas que se oponen y forcejean hasta confundir sus identidades: Willem Dafoe encarna al más viejo, una especie de Ahab reconcomido y amante de la disciplina, mientras que el de Robert Pattinson, su aprendiz casi reo, va conquistándose su zona de supervivencia, progresivamente perturbada, por la necesaria eliminación de un padre sin duda ominoso. Interpretaciones (como si no lo fueran) adheridas al roquerío y la bruma, al frío y la aspereza, a la angustia y la desolación. Ambos nos transportan a la mejor literatura inglesa de fantasmas y aparecidos, lo que, al menos a mí, hace concebir esperanzas en otro tipo de resonancias que el cine, ay, ha ido espectacularmente olvidando

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