Los estrenos en los cines: Introspecciones

143Cine-EstrenosP
Por Don Quiterio

     Tiene su aquel comprobar cómo algunos cineastas contemporáneos echan mano del blanco y negro para filmar sus películas. Es el caso ahora de ‘Oh boy’, honesto y homogéneo filme alemán del debutante en el largometraje de ficción Jan Ole Gerster.

    El uso de este tipo de fotografía dota a la imagen de una intensa urbanidad sórdida, más con el omnipresente humo de los cigarrillos del protagonista, que carga el ambiente y lo torna corrupto, repleto de miserias. Es el relato de un día completo en la vida de un joven berlinés que abandona la universidad para vagabundear por las calles de su ciudad, en unos trazos a la ‘nouvelle vague’ francesa y el ‘free cinema’ británico, donde se confunden lo trágico y lo cómico del vacío existencial, y que podría ser la otra cara de ‘¡Jo, qué noche!’ (Martin Scorsese, 1985), con la particularidad de que el director teutón es más crítico y desencantado.

    De atmósfera envolvente, el filme es un ejercicio sobre la memoria, una reflexión en forma de investigación personal, donde el pasado y el presente se entrecruzan de manera tan fluida como de marcado interés, al tiempo que sugiere toda una serie de sentimientos, con su lirismo y su carga de libertad, tristeza y felicidad.

     Otro caso de la utilización del blanco y negro es el cuento del polaco Pawel Pawlikowski ‘Ida’, la historia de una novicia y una fiscal aupada por el régimen comunista en la Varsovia de 1962, una reflexión sobre la identidad y la fe, la individualidad y lo colectivo, las relaciones familiares y los secretos que siempre se guardan en su seno, en un trabajo de evocación austeramente formal, exigente y ascética, filmado como un documental de estética expresionista que recuerda el friso espiritual del gran Dreyer.

     Otro reflexión en forma de investigación personal, pero ya en color, es el drama francés ‘Joven y bonita’, del gran François Ozon, una exploración sensual y provocativa de la adolescencia que evita los juicios morales, a través del retrato de una joven parisina de familia acomodada que vende su cuerpo a extraños y acaba sometiendo a los hombres a su antojo con su glacial encanto. Hay algo en este filme arisco y contundente que recuerda al Buñuel de ‘Belle de jour’, aunque, en realidad, se aproxima más al Pialat de ‘A nuestros amores’ -el más bello retrato que ha hecho el cine de una adolescente- filtrado por el refinamiento y la ternura de un Truffaut, para subrayar el carácter reflexivo y distanciador de un relato en el que su director se apoya en el paso de las estaciones y recurre a unas canciones que sitúan perfectamente el carácter corrosivo de sus planteamientos.

     Con influencias del cine de Akira Kurosawa (‘Los canallas duermen en paz’), y basado en la obra de William Faulkner ‘Santuario’, la parisina Claire Denis ofrece en ‘Los canallas’ un nada explícito thriller de venganza, solo detalles intranquilizadores que uno tiene que organizar en un mundo sin moral, con una falta absoluta de concesiones para descender a los infiernos cotidianos (la soledad, la rabia, la locura, la tristeza abismal), a través de un extraordinario rigor expresivo, en la mejor tradición de las claves del ‘polar’ típicamente francés.

     También de producción francesa es ‘La bella y la bestia’, de Christophe Gans, recuperación del turbador cuento de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, aunque, en realidad, recurre a las fuentes de la primera versión literaria del relato, debida a Gabrielle Suzanne Barbot de Villeneuve (a su vez, inspirada en el mito griego de Eros y Psique), sobre la hermosa hija de un mercader que, para salvar a su padre, decide sacrificarse e irse a vivir con el temible y mágico hombre desfigurado, una especie de semidiós. Es uno de los cuentos de hadas más presentes en la conciencia colectiva no solo por cuanto dice de la importancia de la belleza interior o el poder transformador del amor, sino porque, casi trescientos años después, el relato se actualiza periódicamente en forma de libros, cómics y, sobre todo, películas. A pesar del ingenioso juego de espejos entre pasado y presente como eficaz recurso expresivo, esta novena versión para la pantalla del clásico es demasiado fría y encorsetada, cansina e irregular, careciendo de la intensidad surrealista de la adaptación de Cocteau o de la vital ingenuidad de la de Disney. ¿Sigue la historia teniendo vigencia? De momento, Guillermo del Toro ya está preparando otra versión…

    ‘Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!’ (Guillaume Gallienne) también es una producción francesa, un drama disfrazado de comedia, como extravagante farsa autobiográfica, sobre zozobras sexuales y tensiones familiares, con demasiados trozos gruesos y sentimentalismo ñoño, pero con escenas verdaderamente hilarantes, desprejuiciadas e inteligentes. Cosa que no ofrece la coproducción entre Francia, Canadá y España ‘The informant’ (Julien Leclerq), un tibio y estereotipado thriller en torno a un parisién expatriado en Gibraltar que se convierte en agente infiltrado del servicio aduanero galo.

     Según la novela del portugués José Saramago ‘El hombre duplicado’ –en el fondo, una versión sexualizada de ‘El doble’ de Dostoievski-, el canadiense Denis Villeneuve dirige ‘Enemy’, la historia de un profesor cuya vida cambia bruscamente al descubrir en una película que un actor es exactamente idéntico a él, en un filme tan elegante como distante, de clima opaco y desasosegante, cerrado y áspero, que habla de la crisis de la masculinidad en tiempos anestesiados. La trama, en realidad, atesora referencias al cuento de Edgar Allan Poe ‘William Wilson’, centrado en la idea del ‘doppelgänger’, o sea, alguien que mata a alguien porque se le parece demasiado y se da cuenta entonces de que se ha matado a sí mismo, y que es su doble quien sigue vivo. Es curioso el perverso interés del ser humano por su ‘doble’, por ese tú mismo que no eres tú sino tu antípoda y que suele ser recogido en la literatura (Stevenson, Wilde, Gogol, Hoffmann, Kafka, Borges, Nabokov) y el cine (Hitchcock, Polanski, Losey, Lynch, De Palma, Cronenberg, Fincher) como metáfora de todo lo que no eres ni tienes.

     Segunda entrega de la adaptación del cómic de Frank Miller, ‘300: el origen de un imperio’ (Noam Murro) es un cansino y descafeinado filme, una coproducción de acción entre Estados Unidos e Inglaterra en torno a la batalla de las Termópilas, en donde el director de la anterior, Zack Snyder, pasa a ocupar el puesto de guionista, pero todo resulta caótico y abigarrado, excesivo y sangriento, convulso y artificioso, con batallas tan coreografiadas que parecen de videojuego. Tampoco va mucho más allá la coproducción entre Estados Unidos y Japón ‘Emperador’ (Peter Webber), un discursivo relato sobre el honor, la lealtad y la culpa histórica que parece una versión del Wilder de ‘Berlín Occidente’, con flashbacks tan convencionales como irrisorios que acaban por ablandar la historia de amor imposible entre una profesora japonesa de inglés y un militar norteamericano, quien debe averiguar, con el tiempo, la verdadera implicación del emperador Hirohito en el desarme del ejército nipón para saber si es justo condenarlo y provocar un cataclismo moral, otro más, en un país que lo considera un hijo del cielo.

     Mucho más absorbente y sofisticada es la coproducción alemanonorteamericana ‘El gran hotel Budapest’, de Wes Anderson, una meticulosa mezcla de comedia de aventuras y tragedia histórica, con muchas ideas visuales y referencias a la literatura de Stefan Zweig o al universo cinematográfico de Ernst Lubitsch, creíble en su artificio, a la manera de un Peter Greenaway, por donde se cuela la añoranza de una Europa de entreguerras repleta de personajes estrambóticos.

      La cita propiamente norteamericana nunca se hace esperar: ‘Dallas buyers club’, del canadiense Jean-Marc Vallée, es un drama biográfico bienintencionado, tan eficaz e impactante como insuficiente, basado en la historia real de Ron Woodroof , un vaquero, allá por 1986, adicto a las drogas, el sexo y los rodeos que desafió a la industria farmacéutica norteamericana al importar medicinas de México para tratar de su enfermedad del sida y, de paso, lograr dinero con el que poder subsistir; ‘Una vida en tres días’, de Jason Reitman, según la novela ‘Como caído del cielo’ de Joyce Maynard (dicen que fue amante adolescente del mítico escritor J.D. Salinger), es un ñoño y predecible drama romántico con toques de suspense, todo muy esquemático e inverosímil, y recuerda, aunque no le llegue ni a la suela de los zapatos, al gran Max Ophüls de ‘Almas desnudas’; ‘Capitán América, el soldado de invierno’, dirigida por los hermanos Anthony y Joe Russo, es otro universo de acción fantástica de la Marvel con rutinarias persecuciones y viscerales combates cuerpo a cuerpo, tan entretenida como argumentalmente escasa, y con un malo tan poderoso como recomendaba el mismísimo Hitchcock; o ‘Las aventuras de Peabody y Sherman’, una animación de Rob Minkoff basada en los personajes de ‘cartoon’ creados por Jay Ward, donde un perro científico tiene como hijo adoptivo a un humano, en una insuficiente combinación de comedia y aventuras, de ficción científica y viaje en el tiempo, de personajes excéntricos y personajes mitológicos, entre los que se encuentran Da Vinci, Lincolm o un Espartaco con las facciones de Kirk Douglas en el filme de Stanley Kubrick.

     La ficción española no ha sido ajena a la violencia de la banda terrorista y el entorno radical en el País Vasco. Medio centenar de filmes han abordado de alguna manera la actividad de la organización armada, pero nunca antes una película había abordado esta problemática en clave de humor como en ‘Ocho apellidos vascos’, de Emilio Martínez-Lázaro. Repasar la filmografía que se ha ocupado de la cosa en general y de ETA en particular es pasear por una larga lista de intentos expuestos a demasiadas susceptibilidades, siempre en un tono solemne y sin un gramo de humor, aunque produjeran risa, como la temprana ‘Comando Txikia’ (José Luis Madrid, 1976), una irrisoria reconstrucción del atentado del almirante Carrero Blanco y con un Paul Naschy en el papel de… ¡Pocholo! Este atentado lo recuperaría Gillo Pontecorvo en 1979 con la digna ‘Operación Ogro’, para poner orden en el desorden. El tono grave del conflicto vasco, digo, volvería de la mano del realizador Imanol Uribe en ‘El proceso de Burgos’ (1979), ‘La fuga de Segovia’ (1981) o ‘La muerte de Mikel’ (1983). Otros esfuerzos por comprender y medir la longitud de las raíces del mal lo proponen Ana Díez en ‘Ander y Yul’ (1988), otra vez Uribe en ‘Días contados’ (1994), Mario Camus en ‘Sombras en una batalla’ (1993), Daniel Calparsoro en ‘A ciegas’ (1997) o Helena Taberna en ‘Yoyes’ (1999).

     Ya en pleno siglo veintiuno, el documental abre las puertas de las casas y de otras instalaciones acaso más oscuras a la cuestión vasca. Así, Eterio Ortega realiza, con producción de Elías Querejeta, ‘Asesinato en febrero’ y ‘Perseguidos’. Este mismo camino lo sigue Iñaki Arteta en ‘Trece entre mil’. En el polo opuesto, Julio Medem coloca a víctimas y verdugos en una imposible equidistancia en ‘La pelota vasca’. También Manuel Gutiérrez Aragón y su frontal ‘Todos estamos invitados’ y Jaime Rosales con su provocadora ‘Tiro en la cabeza’ acaban por cuadrar un panorama en el que, en efecto, se ha visto y se ve de todo menos una simple sonrisa. Cosas de la solemnidad.

     El punto de partida de ‘Ocho apellidos vascos’ parece inspirado en ‘Bienvenidos al norte’, de Dany Bon, y el humor, la irreverencia, los tópicos culturales o el romanticismo se aúnan en una comedia algo deficiente, con unos personajes excesivamente estereotipados, sobre un sevillano que por amor es capaz de hacerse el euskaldun en menos de lo que canta un gallo. Mejor el guion –del ‘pagafantas’ Borja Cobeaga- que la realización –sin asumir riesgos en la propuesta rompedora-, la película se ríe del nacionalismo vasco y la idiosincrasia andaluza, aunque la vivacidad del inicio se convierte pronto en pura rutina. El humor, la creación más sutil de la inteligencia, no suele ser practicado por los nacionalistas. E, históricamente, el humor regionalista ha sido asociado despectivamente a los chistes de baturros de Marianico el Corto o las andaluzadas de Los Morancos. Este choque entre Lepe y el País Vasco da como resultado una catarsis cómica, provocadora y divertida. Hacer llorar es más fácil. Lo difícil es hacer reír y, aún más, sonreír. Definitivamente, Euskadi tiene un sabor especial.

    El catalán Jaume Collet-Serra dirige la coproducción franconorteamericana ‘Non-Stop’, una intriga de acción encerrada en un avión en vuelo que es un pequeño filme negro conciso como una ecuación, exacto como un teorema, estilizado y sintético como aquellos suspenses policiales de serie b de los Karlson (‘Trágica información’), Lewis (‘Relato criminal’) o Siegel (‘La jungla humana’), aunque sorprende poco debido a un guion en exceso trillado, ligero e intrascendente, que tanto le debe al modelo de ‘Asesinato en el Orient Express’. Mucho menos interés ofrece ‘La hermandad’, producción española dirigida por el debutante Julio Martí Zahonero, un previsible y efectista terror sicológico con elementos sobrenaturales que sucede en la fría y silenciosa oscuridad de un apartado monasterio, en donde una rama de monjes benedictinos –raros, sospechosos- sigue al pie de la letra unas estrictas normas de pobreza y obediencia y curan las heridas de una afamada escritora de novelas de misterio que acaba de sufrir un accidente. Todo demasiado rutinario, impersonal.

     Por su parte, Álex Pina nos cuenta en ‘Kamikaze’ los vaivenes de un terrorista suicida que ve frustrado su plan y se ve obligado a convivir con sus víctimas, con cierto recuerdo a la filosofía de ‘La vida es bella’, de Benigni, en una estructura de thriller con elementos de comedia romántica, drama y acción, todo demasiado obvio y gratuito, sin más vuelo. Finalmente, tampoco llega a despegar Carlos Iglesias con ‘2 francos, 40 pesetas’, en la que retoma la historia de los dos amigos que emigraron a Suiza en la década de 1960 y su reencuentro tras seis años sin verse, pero con un tufillo reaccionario que desprende la visión que se da del emigrante español. Del toque berlanguiano de ‘Un franco, 14 pesetas’ se pasa aquí al landismo desenfrenado y verborreico. Habrá que pensar, maldita sea, en la trilogía. Por ejemplo, con ‘3 francos, 80 pesetas’. O sea.

Artículos relacionados :