Los elegidos de Labordeta / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

  Al parecer, le llegó el éxito y  encontró el vacío. O eso escribió el gran Francisco Umbral una vez cruzó la frontera provinciana de su ciudad natal y conquistó el laurel literario de la capital del reino con esa prosa de sonajero, al decir de Juan Marsé.

    Aquí, en Zaragoza, llegaron un año más los premios José Antonio Labordeta, en su séptima edición, y los elegidos se embriagaron de éxito. Unos premios al modo de tinglado muy local, funcional, para animar a la tropa. Y mimarla. Una ilusión que hay que alimentar con mucha voluntad para que no decaiga.

  Los premios se han convertido en material de promoción. Un premio, en el ámbito cultural, era un reconocimiento, un valor añadido, un homenaje que el artista lo recibía con humildad y sabiendo que le comprometía a mantener su excelencia. Los premios sin dotación económica se consideran de alto valor si la entidad que lo otorga cotiza en los valores críticos de la búsqueda de lo mejor. Las dotaciones económicas alivian presupuestos y encanallan relaciones entre los seleccionados. Los premios se exhiben como medallas para subir el precio en el mercado y no para cotizar en el camino hacia el parnaso.

  Irene Vallejo, escritora del nacimiento de la escritura y una de las premiadas, dijo en una ocasión que los premios son una suerte de adulación. “El adulador es quien pretende ventajas recurriendo no a la línea propia sino a la vanidad ajena”. Son, claro, traficantes interesados y solo buscan beneficios, como “una humillación que se resuelve en timo. La adulación es una forma de vida y el adulador, siendo servil, acaba por hacerse el dueño”. Algo de esto hubo en estos premios Labordeta, pues el que nos da coba, ya lo dice la máxima, algo nos roba. Que se lo digan, si no, al gran César González Ruano: “En España los premios se dan siempre a los amigos”.

  El que tiene un millón de amigos también fue premiado. Luis Alegre, de él hablo, es el amigo de todos, recuerden. Tan así, incluso, que lo fue de Napoleón. Y de Agustina de Aragón. Y de Abderramán III. Y de san José de Calasanz. Y de Churchill. Y de un tal Jesucristo. Y del quiosquero de la esquina. Y del panadero de la otra esquina. Como su apellido, este embajador cultural se encontró la mar de feliz. La idea de la felicidad, podría decir la Vallejo, es muy antigua, está en las religiones y en las filosofías más pretéritas. Si bien el arriba firmante tenía, tiempo atrás, sus recelos con él, el muy cabrón ha conseguido tener un amigo más para su zurrón, acaso porque el roce hace cariño. ¡Hala, otro más, venga amigos! Perich, sin embargo, dijo que los (verdaderos) amigos habría que contarlos con los dedos de una oreja.

  También felices, los actores y guionistas del programa autonómico Oregón TV fueron igualmente  galardonados, y dijeron que “después de un premio con el nombre de Labordeta ya solo podemos ir para abajo”. No sé si para arriba o para abajo, pero, a veces, viendo ese espacio de humor baturro me viene a la memoria el olvidado periodista Alfonso Zapater, siempre en contra de los espectáculos que incorporaban a su repertorio la boina y las alpargatas. Los oregoneses hacen eso, contar chistes y elaborar gags de sal gruesa, exagerando el acento de la tierra.

  Y sin que falten, desde luego, las hogazas de pan, los trozos de chorizo y los tragos de vino en bota. Porque decir Oregón es decir Samuel Zapatero. O Jorge Asín. O Marisol Aznar. O David Angulo. O Luis Rabanaque, por supuesto, para quien “los premios Cervantes y Nobel no están mal, pero Labordeta es otra cosa, es lo más”, porque José Antonio “nos enseñó que podemos ser tozudos, pero que no nos duelen prendas a la hora de reconocer un error”.

  Poco a poco, como hila la vieja el copo, los elegidos se iban emocionando, sin reparar en que ni la propaganda o la ausencia de la misma pueden ser los vectores de la rebeldía, ya blanda e inane. Nunca estorban los premios, es verdad. Se puede vivir sin ellos y ser un gran artista. Es cuestión de oportunidad. Que se lo digan al cineasta Carlos Saura o al dramaturgo José Sanchís Siniestra, ambos igualmente galardonados en estos premios. Saura y Sanchís Siniestra, sí, como Carmela y Paulino, varietés a lo fino, dos seres desamparados en un mundo hostil, guerracivilista, que encuentran en el arte y en el teatro un modo de supervivencia no tanto ya alimenticia como esencialmente ética.

  Todos los elegidos coincidieron en que era un auténtico honor recibir un premio con el nombre de Labordeta, persona que, de forma más o menos directa, había formado parte de sus vidas. Y se homenajeó al poeta Miguel Labordeta, de quien se ha celebrado recientemente el centenario de su nacimiento. Sí, el hermano mayor de José Antonio que, según ha revelado el padre Melero, tan feliz con su nueva criatura de lecturas y pasiones, se dedicaba sus propios libros. Y a quien Julio José Ordovás puso en su butaca en un documental de Nacho Escuín sobre el mítico café Niké.

  Como en otras ciudades, en Zaragoza aconteció el maridaje entre literatura (y artistas en general) y la mesa del beber. El café Niké fue el abrevadero habitual de Miguel Labordeta, Fernando Ferreró y otros muchos, aunque la Inmortal, culturalmente, no daba para mucho en esa época de la dictadura franquista. Todo lo que se nos quiera vender ahora tiene mucho de humo. Es lo que pasa en las ciudades de provincias, que necesitan tener sus referencias para no perder la identidad literaria o artística. Cada época forja su propia cultura y los contertulios del café Niké quisieron aparentar una energía creadora que, maldita sea, se volcó más en la utopía que en los resultados materiales.

  Miguel Labordeta designó al café Niké como sede de una ilusoria oficina poética internacional, una suerte de organización fonambulesca que tendría una revista, ‘Despacho literario’. A esta se sumaron ‘Orejudín’, ‘Ansí’ o ‘Papageno’, dirigidas, respectivamente, por José Antonio Labordeta, José María Aguirre y Julio Antonio Gómez (‘el gordo Gómez’). Unas reuniones, al fin y al cabo, de locura y poesía, de sueño y juergas, de humor y bromas crueles. Una tertulia que reunió lo más destacado, aunque fuera mediocre, de la joven lírica aragonesa. Una lírica de hallazgos más que de planteamientos rigurosos, de evidente ingenuidad, en la que se mezclaba aciertos e irrelevancia, querencias y carencia.

  Pero volvamos a los premios Labordeta, que me voy de madre. A la escritora Ana Alcolea, otra de las premiadas, habría que decirle que la humanidad nunca buscó la libertad y nunca lo hará; es demasiado débil para soportarla. No busca libertad, sino pan, pero no el pan divino, sino el terrenal. Y bien sabe que algunos premios son efímeros, producen una satisfacción innegable, se celebran efusivamente, o así, pero no aportan más actuaciones ni mejor cachet. Otros se acumulan para el currículum esperando que ayuden a las decisiones de terceros. Todos los premios son injustos y equitativos a la vez. Excepto los que van condicionados por la propia institución que los convoca. Los jurados, sean populares o nominales, intentan elegir bien entre lo seleccionado con antelación.

  Fernando Sanmartín, ese escritor de elegantes libros de viajes, no estuvo entre los elegidos, pero lo tiene claro: “Hay premios literarios que necesitan una tintorería. Por las manchas. Y escritores que han sido miembros de prestigiosos jurados han contado, sin pudor, las sombras, chalaneo y actuaciones feas que han visto, incluso en certámenes de poesía”. Y remata: “En 1945, en una España de anís y escalofríos, el jurado del premio Nadal otorgaba ese galardón a la entonces inédita Carmen Laforet, que pasaba por encima de la novela de César González Ruano. La reacción del césar, envuelta en el enfado, fue la de afirmar que dónde se ha visto que un premio sea para el mejor libro, que en España los premios se dan siempre a los amigos”.

  En cualquier caso, y aunque hay muchas situaciones en la vida que marcan un antes y un después, habría que atender estas reveladoras palabras de otro Fernando, el polifacético Fernán Gómez: “El éxito y el fracaso no son hechos, sino sensaciones, y en este país nadie se consagra nunca, pues todo está siempre en la cuerda floja”.

  Ah, se me olvidaba, también tuvo premio la parroquia Nuestra Señora del Carmen, por aquello de los valores humanos, ya saben. Les dieron el premio Labordeta y encontraron el vacío… de dios. O sea.

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