Leviatán se travistió de Mesías


Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza

Una ola de preocupación recorre Occidente (reserva mundial de libertad, prosperidad y derechos), agitando la conciencia política de electos, intelectuales y, según se nos dice, del pueblo en su conjunto.

     El motivo de la desazón colectiva sería, al decir de los profetas, el riesgo cierto y ya probado de supervivencia de la democracia ante los embates de los extremismos desafiantes, del populismo anestesiante, de la digitalización deshumanizante y de la naturaleza mutante. No sería solo la democracia, como versión más depurada del gobierno de la sociedad, sino la propia sociedad la que no podría resistir más las tensiones y acabaría claudicando, trocándose en una simple masa humana, precaria y desorientada, a merced de nuevos tiranos apoderados no por un pueblo libre y consciente, sino por una capacidad empresarial obtenida gracias a la manipulación de los mercados. Este es, en resumen muy grosero, el estado de la cuestión.

     Bajo esta visión apocalíptica subyace una exaltación, rayana en la mitificación, de la democracia. Frente al celo por la democracia, escudado en el desvelo por la sociedad, creo que se impone un enfoque más meditado y realista, que contemple la democracia como un medio y no un fin en sí misma, y que mire por la persona en lugar de por la colectividad. La democracia es un accesorio, un instrumento para el logro de un objetivo elevado, cual es la libertad individual y la defensa contra el autoritarismo. Lo mismo sucede con la ley (y el principio de legalidad), que no es un fin en sí misma, sino una herramienta para la consecución de la justicia, valor supremo y noble aspiración de la humanidad. Gracias a la democracia y a la ley como expresión formal de ésta, en Occidente se ha logrado con esfuerzo un marco de convivencia forjado a través de los siglos, regido por un poder limitado y servicial, promotor de la paz y la concordia entre los oponentes ideológicos, donde se vela por la seguridad y se garantizan los derechos civiles, donde se rechaza la arbitrariedad y se ensalza la razón, donde se promueve el desarrollo económico y el crecimiento.

   Pero, precisamente en nombre de la democracia y de la igualdad -secundario respecto de la libertad- se están defraudando los sanos propósitos que inspiran nuestros programas constituyentes, y se están cometiendo las tropelías y perversiones más descaradas. Es en las propias instituciones públicas encargadas de la preservación de las esencias políticas de nuestra sociedad donde se gestan y surgen los atentados, velados pero perceptibles, contra la libertad, la prosperidad y los derechos individuales y, a la postre, contra las personas y su sana convivencia. Se orienta a todos hacia una única senda ideológica más o menos estrecha, se instaura un lenguaje (y, con él, un modo de pensar) y se promete una garantía de subsistencia para unos a costa de otros, y se apela a la razón para gobernar desde la emoción, manipulándose la verdad obscenamente.

    De esta demolición de los edificios identitarios, económicos y culturales arduamente construidos se ocupan los gobiernos –sí, legítimos, democráticos- que desatienden, o retuercen, o modifican las leyes para servir a propósitos sectarios o coyunturales, para desacreditar y enfrentar a unos contra otros, para subvertir el orden social bajo el compromiso de garantizarlo. Las tentaciones autocráticas provienen primordialmente de las instituciones políticas, esforzadas en la denostación de la libertad y su sacrificio en aras de la igualdad -entendida como equiparación en lugar de remoción de obstáculos-. Sin embargo, el encomio de la igualdad es el preludio, bien que edulcorado, de la negación y el abandono de la libertad. Los derechos de segunda, tercera, y aun de cuarta generación arrollarán y arrumbarán los de primera generación. La redención final del ciudadano tendrá lugar con sacrificio de su cuerpo y purgación de su alma.

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