Las retóricas divagaciones de sacristía del quiosquero de la esquina

 

Por Carlos Calvo

El quiosquero de la esquina ve inaceptable creer que exista un dios omnipotente, la clave, al parecer, para entender el mundo. Lo que le interesa y lo que tenemos que hacer es descubrir cómo funcionan las cosas y cómo cambian.

El quiosquero, en realidad, tiene alma de científico, aunque no podría vivir sin el misterio, sin ese viento en las hojas colocado en el coro de la humanidad, al decir de González Sainz. En ese sentido, dice el quiosquero, es un insulto para la naturaleza inventar un dios para explicar lo que no entendemos. Es simplificar las cosas de manera absurda. La realidad es millones de veces más complicada, pero los humanos somos tan primitivos que, cuando no comprendemos bien cómo funcionan las cosas, invocamos a dios. Eso le parece un signo de primitivismo en nuestra especie. Ya lo decía Séneca: “El hombre corriente cree en la religión, el sabio la considera falsa y el poderoso, útil”.

El quiosquero, en efecto, tiene alma de biólogo, como Buñuel (hormigas, escorpiones, cucarachas), “ateo gracias a dios”, y una ausencia de cualquier razón para creer en la gracia del creador, como tampoco en las hadas. Y le gustaría combatir esos dogmas religiosos, esas supersticiones, esas seudociencias de la astrología, la videncia, el tarot, la ufología, la tontería. Castañas pilongas, en fin. Le conmueve, claro, la belleza del mundo y del universo y ve perverso que a los niños, sus clientes preferidos, se les eduque en falsedades cuando la verdad es tan hermosa. La hermosa verdad de las gominolas, los regalices, los pitos de anís, las peladillas, las pipas, los pistachos, las baratijas, las bromas. ¿Existe ese dios con barba blanca, sentado en una nube, cuidando de los pajarillos? ¿El universo funciona por sí mismo? El quiosquero piensa en Woody Allen: “Yo creo que hay alguien ahí fuera que nos vigila. Por desgracia, no es dios, es el gobierno”.

¿Llegaremos alguna vez a contactar con otras civilizaciones? El quiosquero lo ve negro, tan negro como los agujeros negros, y no es muy optimista al respecto. No cree que tengamos la inteligencia suficiente para superar los problemas globales que tenemos por delante. Si logramos sobrevivir otros mil años, quizá sería posible establecer contacto con otros seres, pero duda seriamente que lo consigamos. El quiosquero afirma que una sociedad sin ciencia es una sociedad enferma, con una enfermedad letal que nos lleva directamente a la muerte. Una sociedad sin ciencia es una sociedad sin futuro para las futuras generaciones. Al quiosquero no le entra en su cabeza que se pueda recortar en educación, en ciencia y en salud. Ese es el triángulo intocable, dice, para garantizar el futuro de la sociedad.

En esencia, las únicas creencias del quiosquero son la ironía y la agudeza, esos artículos de primera necesidad. El humor es necesario para vivir, lo necesitamos cuando nunca hubo tantos motivos para la carcajada, aunque sea la satánica, que es la verdaderamente terapéutica. Quien no sepa despelotarse, afirma, que no abra el quiosco en la España del siglo veintiuno. Alguien le dijo al quiosquero que el tiempo que se pasa riendo, o sonriendo, es un tiempo que pasa con los dioses. Por eso es extraño que en la Biblia –relato de parricidios, de incestos, de sodomizaciones- apenas haya escenas cómicas. Al quiosquero le entra la risa floja cuando le hablan de creencias religiosas. Pero llega la semana santa y todos a rezar.

El quiosquero cree que fue Mark Twain quien decía que escribir para el divertimento del público era asunto bueno y hasta sensato, pero hacerlo para su educación, para su beneficio real y tangible, es la repera. Repera que, a su vez, eleva el intelecto del escribiente al más puro deleite proporcionándole, de paso, algo así como un orgasmo espiritual. Bueno, lo de la repera y el orgasmo espiritual no cree el quiosquero que lo dijera Mark Twain, pero así lo cuenta, porque lo siente en ese momento, excitado y feliz, de tan solo saberse decidido a tan cristiano como ilustrado propósito: el de colaborar en la educación de usted, desocupado lector, mayormente para que no se la endilguen.

El quiosquero no cree en dios, pero vive cerca del cielo. Con sus periódicos. Con sus revistas. Con sus caramelos. Con sus castañas pilongas. Con sus juguetes. Con sus artículos de fiesta. Con sus parroquianos. El quiosquero cree que en el mundo hay algo misterioso y que hay que estar atentos a ese misterio. De ahí la actitud de cuestionarse las cosas. La religión es una ideología y toda ideología es falsa. Que ese dios sea -tan ostensiblemente- una invención literaria no desacredita, sin embargo, su poder ni reduce su importancia. Centenares de millones de personas basan su conducta moral en los mandamientos dictados por ese personaje literario de la Biblia (o del Corán).

El quiosquero de la esquina sospecha que los curas sospechosos sospechan siempre de sus propias creencias. En días como estos, afirma el quiosquero, todo se vuelve mariano. Los políticos van demasiado a misa. Las procesiones forman parte de nuestro paisaje. Las salves y las ofrendas, por mucho que se quieren entender como un acto de festividad, son actos religiosos puros y duros de exhibición y colonización estética de una secta preponderante y cómplice de todos los desmanes de los poderosos durante siglos. No es de recibo, insiste el quiosquero, esta vinculación indecente entre estado e iglesia, en todas sus manifestaciones y gradaciones. Los uniformes, los curas y los políticos, juntos, son un mal presagio.

El quiosquero sostiene que lo peor de las religiones son quienes creen absolutamente en ellas y las utilizan como justificación para castigar al prójimo. El laicismo es un requisito indispensable, porque rechazarlo o relativizarlo es ir contra la libertad de conciencia, que es la base de todas las demás. Las creencias religiosas son como enormes fieras, a menudo estéticamente hermosas (a Buñuel le encantaba la liturgia del cristianismo), pero temibles devoradoras de hombres: no pueden pasearse por las urbes civilizadas hasta que han sido bien domesticadas.

Que la laicidad ofenda a los obispos solo se entiende porque llevan siglos y siglos y siglos actuando como niños malcriados. Malcriados por la clase política, que le ha consentido intervenir en todos los ámbitos de lo público y, ahora que el pensamiento laico se va haciendo su lugar en la sociedad, se niegan a ceder privilegios. Las personas laicas quieren que las personas creyentes paguen el sueldo del clero, como ocurre en muchos países, y quieren que la iglesia pague sus impuestos como todos los ciudadanos y quieren que el adoctrinamiento se produzca en las parroquias y no en las escuelas. La escuela, dice el quiosquero, está para razonar, no para tener fe. El cínico argumento para su inmensa presencia es su “labor social”, o sea, la caridad que ejercen porque esta sociedad no es justa. Pues los laicos tampoco quieren caridad. Lo que quieren los laicos es justicia social. Simplemente.

Y no quiere caer el quiosquero en las retóricas divagaciones de sacristía sobre las diferencias semánticas entre aconfesional y laico. La religión es del ámbito privado. Íntimo, como los genitales de cualquier parroquiano y sus preferencias futboleras. Y las vírgenes y los santos son iconos de unas asociaciones de ciudadanos que tienen unas creencias, supersticiosas e irracionales. Por ese motivo, dice el quiosquero, no debe utilizarse ni un euro para coronar, ni pagar mantos, ni ninguno de sus ritos desde ninguna institución pública. Los trapos de los curas que se los paguen con el dinero de sus cepillos, no de nuestros bolsillos.

Lo que el quiosquero de la esquina nos deja claro es que nada, ni el estado de salud mental, ni la opción política, ni el régimen de vida, ni las creencias religiosas, ni las reacciones anímicas, ni el espíritu vital, nada, dice, puede sustraerse a las reglas del juego, o sea, al juicio colectivo –y posterior consenso- que ordena el paisaje para, supuestamente, hacerlo habitable. Pero sumada a aquella, al quiosquero también le queda esa otra impresión. La impresión de que si es habitable es por puro milagro. Buñuel, di algo.

 

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