Perico Fernández / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo 

  Mientras todo iba bien, poco decía el boxeador Perico Fernández porque su subconsciente asumía que lo normal era ser feliz al modo que la vida le enseñaba a serlo: ganando dinero.

    Fueron años de despilfarro en los que Perico adoraba el becerro y la riqueza se convirtió en sucedáneo de la felicidad. Así le fue. Todo ello condujo al boxeador al desvarío. Cambiaba de coche como de camisa y dejaba propinas de mil pelas a la vista de todos. Corrían tiempos frenéticos e identificaba el disfrute con la felicidad. No era una idea descabellada, pues en el disfrute hay un grado de excitación que sublima el ánimo y ennoblece las digestiones. Hacía su entrada triunfal en el restaurante de cien tenedores mientras el ‘maître’ salía a su encuentro dando cabezazos: “¿En el lugar de siempre, señor Fernández?”…

     Y el señor Fernández ocupaba su mesa con la familiaridad de quien se cree el rey del mambo, dejando que el camarero, conocedor de sus gustos, se luciera sin necesidad de preguntar. El ritual iba ‘in crescendo’ hasta que nuestro protagonista abandonaba el recinto atiborrado de caldos y sustancias varias, con la sonrisa floja y el cogote encendido. Aquel despliegue de hedonismo constituía una expresión de su felicidad. Pero la felicidad se tornó desgracia. Sus días de gloria se convirtieron, con el tiempo, en una estampa sepia. Los placeres epicúreos entregados del vientre y el sexo tenían los días contados.

  Muchas han sido las películas que han tratado a los ‘juguetes rotos’ del boxeo. Los ídolos caídos. La dulce, fértil y paciente lluvia de otoño saca del cuello a los hongos, esos relatos del fracaso que conmueven, que envuelven vidas para formalizar el mosaico de la entidad o condición humana, a veces calumniada. Un juguete roto que llegó a estar cansado de todo lo que rodeaba al universo pugilístico, de las mentiras y las farsas. Un juguete roto al que adulaban y volvían más tonto. Acaso se daba cuenta de la realidad cuando llamaba a los que lo adulaban. Y siempre estaban reunidos. Y no se ponían. Y no contestaban. Las crisis sirven para despojarse de la tontería que hay en el boxeo y en cualquier tipo de espectáculo o disciplina.

  La pintura, al final, era su único camino, su definitiva escapatoria, si quería. O si podía. O si sabía. Lo expresaba muy bien el gran Twose: “Para un velero sin puerto, cualquier viento es bueno. Si queremos llegar a un puerto concreto, debemos buscar un viento específico”. Perico Fernández acaso no aprendió que hay vida fuera del boxeo, pero lo suyo era ese escenario. Es donde se encontraba protegido, feliz, contento de haberse conocido. Casi todo lo que nos pasa es siempre por culpa de uno. De campeón del mundo a ser ignorado. La verdad es ingrata. Tanto vendes, tanto vales. Si de verdad tenía ganas de pegarse con alguien que pudiera darle un gran repaso, o simplemente un buen repaso, debería haber buscado pelea donde estuviera seguro de no encontrarla. Hay que contener la rabia hasta que el deseo de venganza sea inferior a las fuerzas para satisfacerla.

  Acaso por sus errores descubrió que hay golpes en cuyo dolor va incluida la anestesia que le ayudara a soportarlos. ¿No hay acaso heridas que solo duelen con motivo del esfuerzo de curarlas? Nadie está obligado a soportar con su absurdo heroísmo los golpes con lo que alguien podría demoler el mármol de su estatua. La violencia requiere más convicción que el talento, de modo que en cualquier jodido gimnasio o sacas los brazos o te comes las frases. Sus dudosas proezas de boxeador solo podían ir a parar al brillante palmarés de otro hombre. Un Pedro cualquiera.

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