Por Christian G. Toledo
En algunos colegios españoles se están aplicando técnicas de aprendizaje orientales para mejorar el rendimiento de los alumnos en matemáticas.
Para los que de niños creíamos que la trigonometría era una creación de seres diabólicos, para los que temblábamos como flanes ante una ecuación de segundo grado, esta noticia parece alentadora. Resulta que no somos más tontos que los escandinavos o los coreanos, sino menos entrenados en la disciplina oriental y el cálculo.
Se diría que nuestro problema no es de falta de recursos, sino de recursos mal aprovechados.
Salvo honrosas excepciones, nunca nos hemos caracterizado por fomentar el talento en las escuelas, ni por premiar el conocimiento ni buscar la excelencia. Y es que siempre hemos sido de aplicar más el pundonor, la astucia o la fuerza bruta, al estilo Belauste en las Olimpiadas de Amberes con su “a mí el pelotón, Sabino, que los arrollo”.
Siempre hemos hecho las cosas más o menos a lo bestia, sin planificación ni visión de largo plazo. ¿Hay que construir? Pues hagámoslo a lo grande, a mí el pelotazo, Presidente, que los arrollo. ¿Para qué invertir en desarrollo tecnológico si podemos ganar dinero haciendo casas? ¿Para qué aprender idiomas, o matemáticas, si somos los más listos de nuestro barrio de ladrillos?
De tanto pecado vino tanta penitencia, tanta cáscara de edificio sin nada dentro, tanta ecuación sin resolver, tanto encefalograma plano.
En circunstancias tan adversas, debemos dejar que nuestras neuronas, tanto tiempo adormecidas, hagan su trabajo. Buenos ejemplos tenemos en casa, y no necesariamente en sectores tecnológicos. Pasen y vean la cocina española, sus manifestaciones de creatividad e innovación, su búsqueda de nuevas expresiones, el respeto que se profesan entre ellos los cocineros, cómo valoran y comparten su conocimiento.
Sólo así podremos frenar nuestra caída libre hacia un abismo de ciudadanos embrutecidos y empobrecidos, palabras sinónimas de una misma desgracia.
