Navegando por la mar Corrupta / Dionisio Sánchez


Por Dionisio Sánchez
Director del Pollo Urbano
elpollo@elpollourbano.net

Queridos amigos, compañeros y camaradas:

¡Vaya siglo que llevamos! En cuanto uno se descuida un poco, ¡zas!, aparece un nuevo caso…¡Zas! ¡Y otro y otro! No ganamos para sustos y adivinamos que  en pocas millas a barlovento hemos de ver cómo hasta los  que teníamos por castos son, en realidad, unos puteros y los que creímos ejemplares son unos bordes pervertidos en cuanto les  acerquen  la lupa inquisidora.

 

  La verdad es que la  navegación costera por este mar aceitoso que hemos iniciado a golpe de titular  está deparando unas buenas dosis de pedradas informativas  que golpean sobre todo en aquellos que insistían  en continuar a lomos del burro sin caerse, como si ello fuera posible en este mundo donde todo es perfecto al salir de las manos de Dios y degenera indefectiblemente al llegar a las manos de los hombres (tal y como ya señaló el erudito Jean-Jacques Rousseau)

 Pero bueno, parece ser que sí, que  “la corrupción es inherente a la condición humana en cuanto “por naturaleza primaria” se busca la propia satisfacción sin medir efectos o consecuencias en los otros, puesto que desde el egocentrismo o narcisismo el otro no existe”. Hay algunas almas de buen corazón ( y, seguramente, psicólogas de oficio), que creen que esa afirmación no hace que todos seamos corruptos sino que “con cultura y educación” podemos aspirar a evolucionar y llegar a  ser –digamos- “naturaleza animal controlada” ¡Ja!

Para mí, una de las buenas cosas que me ha traído la  incipiente singladura por la orilla  de esta mar  deshonesta ha sido poder sacar a la luz de la vela alguna pequeña perla que guardaba en un cajón de la mesa  que uso en el castillo de proa  de mi humilde bergantín para cuando la ocasión inflara las velas a sotavento de la opinión pollera. Una de ellas era la de proponer al Gran Faraón de la Cultura zaragozana, don Jeromín de las Graveras, que nuestro primer teatro pierda su orfandad y se le nombre (a partir del correspondiente  decreto avalado por la egipcia Izquierda Unida y Dietaria)  como Teatro Principal Juan Grimaldi, en justa memoria de aquel  humilde director y autor teatral  que se hizo de oro con las prebendas y las grandes especulaciones que de un modo natural se llevaban a cabo en la Década Moderada de la mano de Agustín Fernando Muñoz y Sánchez junto a su amada y reina regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y que le hicieron llegar a ser su encargado de negocios de “confianza” en aventuras tales como la contrata de los azogues de Almadén, las obras del Manzanares, la canalización del Ebro, el puerto de Valencia y, fundamentalmente, las primeras concesiones de los ferrocarriles de Aranjuez o de Langreo. ¡Eso era teatro y no lo de  Urdangarín, que no deja de ser una melonada propia de un aficionado!

Otra que guardo en un escondite cercano a la sentina habla de periódicos y políticos y la cuenta Manuel Ciges Aparicio en su penetrante novela testimonial El libro de la decadencia; del periódico y de la política,  publicada en 1909 y donde narra cómo se negocia  con 50 pesetas de por medio la rectificación de un tabernero que quería salvar el buen nombre de su establecimiento, mencionado el día anterior como escenario de una riña. Con su lectura podremos llegar a la conclusión que se nos advierte en la contraportada de la tercera edición publicada por la editorial sevillana “Biblioteca de rescate” y prologada por José Esteban: “…cualquiera que viva hoy, desde dentro, los ambientes del periódico y de la política, sentirá y creerá que el tiempo ha pasado en balde por el uno y por la otra. La misma desilusión, la misma tristeza, la misma o parecida corrupción, los mismos o muy parecidos protagonistas…”. Porque, amigos, estaremos de acuerdo en que en todas las naves  cuecen las habas y en la nuestra  a peroladas….

Y como al hilo de este cabotaje han surgido  capitanes muy nombrados que, por buscar el humano contrapunto,  largan velas muy floridas a favor de la corrupción y citan y recitan autores,  quiero que los lectores polleros tengan de primera mano  esta maravilla de otro erudito (médico, filósofo, economista, político y escritor satírico) llamado Bernard de Mandeville y que se titula “La fábula de las abejas, o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública”.

Señores y señoras, damas y caballeros, antes de montar a caballo, lean esta joya escrita en el XVIII para deleite de corruptos y martillo de conciencias honradas…

“En 1714 Bernard Mandeville contaba esta fábula sobre las abejas: «Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios».

Un gran panal, atiborrado de abejas
que vivían con lujo y comodidad,
además que gozaba fama por sus leyes
y numerosos enjambres precoces,
estaba considerado el gran vivero
de las ciencias y la industria.
No hubo abejas mejor gobernadas,
ni más veleidad ni menos contento:
no eran esclavas de la tiranía
ni las regía loca democracia,
sino reyes, que no se equivocaban,
pues su poder estaba circunscrito por leyes.

Estos insectos vivían como hombres,
y todos nuestros actos realizaban en pequeño;
hacían todo lo que se hace en la ciudad
y cuanto corresponde a la espada y a la toga,
aunque sus artificios, por ágil ligereza
de sus miembros diminutos, escapan a la vista humana.
Empero, no tenemos nosotros máquinas, trabajadores,
buques, castillos, armas, artesanos,
arte, ciencia, taller o instrumento
que no tuviesen ellas el equivalente;
a los cuales, pues su lenguaje es desconocido,
llamaremos igual que a los nuestros.
Como franquicia, entre otras cosas,
carecían de dados, pero tenían reyes,
y éstos tenían guardias; podemos, pues,
pensar con verdad que tuviera algún juego,
a menos que se pueda exhibir un regimiento
de soldados que no practique ninguno.

Grandes multitudes pululaban en el fructífero panal;
y esa gran cantidad les permitía medras,
empeñados por millones en satisfacerse
mutuamente la lujuria y vanidad,
y otros millones ocupábanse
en destruir sus manufacturas;
abastecían a medio mundo,
pero tenían más trabajo que trabajadores.
Algunos, con mucho almacenado y pocas penas,
lanzábanse a negocios de pingües ganancias,
y otros estaban condenados a la guadaña y al azadón,
y a todos esos oficios laboriosos
en los que miserables voluntariosos sudan cada día
agotando su energía y sus brazos para comer.
[A] Mientras otros se abocaban a misterios
a los que poca gente envía aprendices,
que no requieren más capital que el bronce
y pueden levantarse sin un céntimo,
como fulleros, parásitos, rufianes, jugadores,
rateros, falsificadores, curanderos, agoreros
y todos aquellos que, enemigos
del trabajo sincero, astutamente
se apropian del trabajo
del vecino incauto y bonachón.
[B] Bribones llamaban a éstos, mas salvo el mote,
los serios e industriosos eran lo mismo:
todo oficio y dignidad tiene su tramposo,
no existe profesión sin engaño.

Los abogados, cuyo arte se basa
en crear litigios y discordar los casos,
oponíanse a todo lo establecido para que los embaucadores
tuvieran más trabajo con haciendas hipotecadas,
como si fuera ilegal que lo propio
sin mediar pleito pudiera disfrutarse.
Deliberadamente demoraban las audiencias,
para echar mano a los honorarios;
y por defender causas malvadas
hurgaban y registraban en las leyes
como los ladrones las tiendas y las casas,
buscando por dónde entrar mejor.


Los médicos valoraban la riqueza y la fama
más que la salud del paciente marchito
o su propia pericia; la mayoría,
en lugar de las reglas de su arte, estudiaban
graves actitudes pensativas y parsimoniosas,
para ganarse el favor del boticario
y la lisonja de parteras y sacerdotes, y de todos
cuantos asisten al nacimiento o el funeral,
siendo indulgentes con la tribu charlatana
y las prescripciones de las comadres,
con sonrisa afectada y un amable «¿Qué tal?»
para adular a toda la familia,
y la peor de todas las maldiciones,
aguantar la impertinencia de las enfermeras.

De los muchos sacerdotes de Júpiter
contratados para conseguir bendiciones de Arriba,
algunos eran leídos y elocuentes,
pero los había violentos e ignorantes por millares,
aunque pasaban el examen todos cuantos podían
enmascarar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo,
por los que eran tan afamados, como los sastres
por sisar retazos, o ron los marineros;
algunos, entecos y andrajosos,
místicamente mendigaban pan,
significando una copiosa despensa,
aunque literalmente no recibían más;
y mientras estos santos ganapanes perecían de hambre,
los holgazanes a quienes servían
gozaban su comodidad, con todas las gracias
de la salud y la abundancia en sus rostros.

[C] Los soldados, que a batirse eran forzados,
sobreviviendo disfrutaban honores,
aunque otros, que evitaban la sangrienta pelea,
enseñaban los muñones de sus miembros amputados;
generales había, valerosos, que enfrentaban el enemigo,
y otros recibían sobornos para dejarle huir;
los que siempre al fragor se aventuraban
perdían, ora una pierna, ora un brazo,
hasta que, incapaces de seguir, les dejaban de lado
a vivir sólo a media ración,
mientras otros que nunca habían entrado en liza
se estaban en sus casas gozando doble mesada.

Servían a sus reyes, pero con villanía,
engañados por su propio ministerio;
muchos, esclavos de su propio bienestar,
salvábanse robando a la misma corona:
tenían pequeñas pensiones y las pasaban en grande,
aunque jactándose de su honradez.
Retorciendo el Derecho, llamaban
estipendios a sus pringosos gajes;
y cuando las gentes entendieron su jerga,
cambiaron aquel nombre por el de emolumentos,
reticentes de llamar a las cosas por su nombre
en todo cuanto tuviera que ver con sus ganancias;
[D] porque no había abeja que no quisiera
tener siempre más, no ya de lo que debía,
sino de lo que osaba dejar entender
[E] que pagaba por ello; como vuestros jugadores,
que aun jugando rectamente, nunca ostentan
lo que han ganado ante los perdedores.

¿Quién podrá recordar todas sus supercherías?
El propio material que por la calle vendían
como basura para abonar la tierra,
frecuentemente la veían los compradores
abultada con un cuartillo
de mortero y piedras inservibles;
aunque poco podía quejarse el tramposo
que, a su vez, vendía gato por liebre.

Y la misma Justicia, célebre por su equidad,
aunque ciega, no carecía de tacto;
su mano izquierda, que debía sostener la balanza,
a menudo la dejaba caer, sobornada con oro;
y aunque parecía imparcial
tratándose de castigos corporales,
fingía seguir su curso regular
en los asesinatos y crímenes de sangre;
pero a algunos, primero expuestos a mofa por embaucadores,
los ahorcaban luego con cáñamo de su propia fábrica;
creíase, empero, que su espada
sólo ponía coto a desesperados y pobres
que, delincuentes por necesidad,
eran luego colgados en el árbol de los infelices
por crímenes que no merecían tal destino,
salvo por la seguridad de los grandes y los ricos.

Así pues, cada parte estaba llena de vicios,
pero todo el conjunto era un Paraíso;
adulados en la paz, temidos en la guerra,
eran estimados por los extranjeros
y disipaban en su vida y riqueza
el equilibrio de los demás panales.
Tales eran las bendiciones de aquel Estado:
sus pecados colaboraban para hacerle grande;
[F] y la virtud, que en la política
había aprendido mil astucias,
por la feliz influencia de ésta
hizo migas con el vicio; y desde entonces
[G] aun el peor de la multitud,
algo hacía por el bien común.

Así era el arte del Estado, que mantenía
el todo, del cual cada parte se quejaba;
esto, como en música la armonía,
en general hacía concordar las disonancias;
[H] partes directamente opuestas
se ayudaban, como si fuera por despecho,
y la templanza y la sobriedad
servían a la beodez y la gula.

[I] La raíz de los males, la avaricia,
vicio maldito, perverso y pernicioso,
era esclava de la prodigalidad,
[K] ese noble pecado;
[L] mientras que el lujo
daba trabajo a un millón de pobres
[M] y el odioso orgullo a un millón más;
[N] la misma envidia, y la vanidad,
eran ministros de la industria;
sus amadas, tontería y vanidad,
en el comer, el vestir y el mobiliario,
hicieron de ese vicio extraño y ridículo
la rueda misma que movía al comercio.
sus ropas y sus leyes eran por igual
objeto de mutabilidad;
porque lo que alguna vez estaba bien,
en medio año se convertía en delito;
sin embargo, al paso que mudaban sus leyes
siempre buscando y corrigiendo imperfecciones,
con la inconstancia remediaban
faltas que no previó prudencia alguna.

Así el vicio nutría al ingenio,
el cual, unido al tiempo y la industria,
traía consigo las conveniencias de la vida,
[O] los verdaderos placeres, comodidad, holgura,
[P] en tal medida, que los mismos pobres
vivían mejor que antes los ricos,
y nada más podría añadirse.

¡Cuán vana es la felicidad de los mortales!
si hubiesen sabido los límites de la bienaventuranza
y que aquí abajo, la perfección
es más de lo que los dioses pueden otorgar,
los murmurantes bichos se habrían contentado
con sus ministros y su gobierno;
pero, no: a cada malandanza,
cual criaturas perdidas sin remedio,
maldecían sus políticos, ejércitos y flotas,
al grito de «¡Mueran los bribones!»,
y aunque sabedores de sus propios timos,
despiadadamente no les toleraban en los demás.

Uno, que obtuvo acopios principescos
burlando al amo, al rey y al pobre,
osaba gritar: «¡Húndase la tierra
por sus muchos pecados!»; y, ¿quién creeréis
que fuera el bribón sermoneador?
Un guantero que daba borrego por cabritilla.

Nada se hacía fuera de lugar
ni que interfiriera los negocios públicos;
pero todos los tunantes exclamaban descarados:
«¡Dios mío, si tuviésemos un poco de honradez!»
Mercurio sonreía ante tal impudicia,
a la que otros llamarían falta de sensatez,
de vilipendiar siempre lo que les gustaba;
pero Júpiter, movido de indignación,
al fin airado prometió liberar por completo
del fraude al aullante panal; y así lo hizo.
Y en ese mismo momento el fraude se aleja,
y todos los corazones se colman de honradez;
allí ven muy patentes, como en el Árbol de la Ciencia,
todos los delitos que se avergüenzan de mirar,
y que ahora se confiesan en silencio,
ruborizándose de su fealdad,
cual niños que quisieran esconder sus yerros
y su color traicionara sus pensamientos,
imaginando, cuando se les mira,
que los demás ven lo que ellos hicieron.

Pero. ¡Oh, dioses, qué consternación!
¡Cuán grande y súbito ha sido el cambio!
En media hora, en toda la Nación,
la carne ha bajado un penique la libra.
Yace abatida la máscara de la hipocresía,
la del estadista y la del payaso;
y algunos, que eran conocidos por atuendos prestados,
se veían muy extraños con los propios.
Los tribunales quedaron ya aquel día en silencio,
porque ya muy a gusto pagaban los deudores,
aun lo que sus acreedores habían olvidado,
y éstos absolvían a quienes no tenían.
Quienes no tenían razón, enmudecieron,
cesando enojosos pleitos remendados;
con lo cual, nada pudo medrar menos
que los abogados en un panal honrado;
todos, menos quienes habían ganado lo bastante,
con sus cuernos de tinta colgados se largaron.

La Justicia ahorcó a algunos y liberó a otros;
y, tras enviarlos a la cárcel,
no siendo ya más requerida su presencia,
con su séquito y pompa se marchó.
Abrían el séquito los herreros con cerrojos y rejas,
grillos y puertas con planchas de hierro;
luego los carceleros, torneros y guardianes;
delante de la diosa, a cierta distancia,
su fiel ministro principal,
don Verdugo, el gran consumador de la Ley,
no portaba ya su imaginaria espada,
sino sus propias herramientas, el hacha y la cuerda;
después, en una nube, el hada encapuchada,
La Justicia misma, volando por los aires;
en torno de su carro y detrás de él,
iban sargentos, corchetes de todas clases,
alguaciles de vara, y los oficiales todos
que exprimen lágrimas para ganarse la vida.

Aunque la medicina vive mientras haya enfermos,
nadie recetaba más que las abejas con aptitudes,
tan abundantes en todo el panal,
que ninguna de ellas necesitaba viajar;
dejando de lado vanas controversias, se esforzaban
por librar de sufrimientos a sus pacientes,
descartando las drogas de países granujas
para usar sólo sus propios productos,
pues sabían que los dioses no mandan enfermedades
a naciones que carecen de remedios.

Despertando de su pereza, el clero
no pasaba ya su carga a abejas jornaleras,
sino que se abastecía a sí mismo, exento de vicios,
para hacer sacrificios y ruegos a los dioses.
Todos los ineptos, o quienes sabían
que sus servicios no eran indispensables, se marcharon;
no había ya ocupación para tantos
(si los honrados alguna vez los habían necesitado)
y sólo algunos quedaron junto al Sumo Sacerdote
a quien los demás rendían obediencia;
y él mismo, ocupado en tareas piadosas,
abandonó sus demás negocios en el Estado.
No echaba a los hambrientos de su puerta
ni pellizcaba del jornal de los pobres,
sino que al famélico alimentaba en su casa,
en la que el jornalero encontraba pan abundante
y cama y sustento el peregrino”.

Pues ¡hala! A reflexionar. ¡A caballo! ¡Yihiiiiii! Salud!

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