Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial de Heraldo de Aragón
La corrupción ha cundido y nos ha vuelto a la vez suspicaces y sospechosos. La famosa presunción de inocencia es “iuris tantum”, o sea, solo de derecho, no de hecho. Es un criterio jurídico y penal, no político ni social. Todo el mundo es penalmente inocente hasta que una sentencia no establece lo contrario y lo castiga.
Pero es una sandez aplicar socialmente este criterio a un convicto (por ejemplo, al detenido en delito flagrante) o a un confeso (autor declarado de la fechoría). Es verdad que el convicto pudo obrar enajenado y no incurrir propiamente en un crimen, o que el confeso pudo asumir la culpa para proteger al verdadero delincuente. Pero eso no altera ni la autoría ni la confesión.
Sin que hayan concluido juicios que durarán años, puede decirse que Bárcenas nos ha robado, como Alavedra (cuentas en Suiza, Liechtenstein, Delaware, las Caimán, Madeira, Andorra), Prenafeta (en libertad con fianza judicial de un millón), Pallerols (con sus cursos falsos para Unió) o Millet (con el saqueo “convergente” del Palau). No hace falta sentencia ni veredicto administrativo para calificar ciertas conductas impropias (la de José Bono; las de los Botín en sus cuentas suizas), so pena de parecer aún más tontos de lo que somos.
Con técnica más refinada que la de Roldán (que usaba el robo directo), también robó –por fraude al fisco- Arturo Mas Barnet (padre de Artur Mas Gavarró), que declaraba 22.000 de ingresos anuales y a la vez escondía dos millones en bancos helvético-herméticos y de Liechtenstein.
En este ambiente corrompido del nacionalismo de CiU, tienen feo aspecto ciertas aventuras empresariales de los Pujol Ferrusola. Los jueces tienen la última palabra, pero solo eso. Antes, están los inspectores de Hacienda, los policías peritos en fraudes y negocios sucios y los periodistas con ganas de saber y contar. Por mera experiencia, nos consta que lo que averiguan entre todos juntos no es sino la punta de un colosal iceberg.
En España, la tolerancia social al fraude es muy alta y eso genera un curioso clima en el que coexisten, por un lado, la suspicacia generalizada y el recelo permanente; y, por otro lado, la comprensión y la resignación respecto del fraude. Según como sea, incluso suscita simpatía, envidia y admiración.
Los partidos políticos mayores no están dispuestos a eliminarlo mediante una estrategia sostenida y ejemplarizante. Ni son capaces, ni parecen desearlo. Nada externo les impide pactar este vital asunto de Estado, pero no lo han hecho ni verosímilmente lo harán. Tienen muchas razones para obrar así y precisamente eso es lo que emponzoña el aire de la polis.
Los mismos partidos –sus maquinarias, no sus bases-, que incuban estos virus hacen además las leyes, promueven los gobiernos y determinan las altas instancias judiciales. Claro que no puede haber democracia sin partidos, pero no toda democracia es tan partitocrática como la española. Este mal general del país, en Cataluña tiene carácter agudo. Hay quien roba y lo llama patriotismo –servicio al partido, o al pueblo-…con un sobrecoste del tres por ciento. Ya dijo Samuel Johnson, en el siglo XVIII, que el patriotismo es el último refugio del canalla (“scoundrell”). Lo cual es una definición del canalla, pero no del patriotismo.
En la película “Las manos sobre la ciudad” (F. Rossi, 1963)el edil Maglione espeta al constructor Nottola, que desea ser concejal: “¡Tú dedícate a construir! ¡De política no entiendes nada!”. Nottola, empero, se sale con la suya. Eso sucedía en un tiempo de corrupción burda y simplona, que en España tuvo su clímax con Jesús Gil, casi treinta años más tarde.
Ahora ya no es así la cosa. Hemos aprendido mucho. La corrupción ha ido calando en el sistema. En un país limpio, para optar a algo se pregunta qué pide la ley. Aquí ya domina otro enfoque: “Oiga, ¿con quién hay que hablar de lo mío?”. Y sabemos la respuesta adecuada, porque la tiene grabada la policía: con el primo de Zumoriol o equivalente.