Por Manuel Medrano
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Una «factio» o facción es un grupo de gente que actúa conjuntamente, algo más tribal y sencillo que un partido político o una organización social. Más simple, pero más opaco. Un «lobby» es una organización para el cabildeo, es decir, un grupo que maniobra para ganar voluntades dentro de una estructura más amplia, social, política o económica. Y una sociedad secreta es una organización que requiere de sus miembros ocultar ciertas actividades o los objetivos de la misma y a sus miembros se les puede exigir ocultar o negar su vinculación.
Y las tres cosas tienen, en algunas formaciones de nuestra sociedad, presencia actual. Grupos de perfiles oscuros, desde el punto de vista de sus objetivos, integrantes y consistencia sustancial, se han visto desde siempre. Los guerreros «berserker» vikingos parecen a todas luces una especie de fraternidad muy cerrada, al igual que eran una sociedad con secretos los pitagóricos, seguidores de Pitágoras. Como variante muy visible, multitudinaria y feroz de «factio» tenemos en la historia reciente a los Tonton Macoute de Papa Doc en Haití, dirigidos por un brujo vudú. Y como ejemplo de lobby ahí está el «entrismo» trotskista de la IV Internacional con la afiliación de estos activistas en otros partidos políticos reformistas para influir en ellos, sus líneas de acción y captar nuevos adeptos a sus tesis revolucionarias.
Seguro que, desde que comenzaron a existir las sociedades humanas con cierta complejidad, hubo facciones, lobbies y algo semejante a las sociedades secretas. Hoy día tenemos ejemplos más o menos complejos de estas estructuras. Favorecen su existencia la comunidad de intereses (políticos, económicos, religiosos, etc.), el carácter cada vez más piramidal de la información útil (casi toda la información que llega al común de los mortales le es realmente inútil, está deformada o es una cortina de humo) y la estratificación y jerarquización cada vez mayor de los niveles de decisión. Vivir a ras de suelo es no enterarse de nada. Y las redes sociales son muy interesantes como novedad en la difusión de informaciones, opiniones y como elemento aglutinador de movimientos, pero tampoco se libran de las actuaciones de facciones, lobbies y otros grupos de acción unidireccional de componentes no siempre detectables. Es inevitable.
Así, las portadas y artículos de periódicos y otros medios de comunicación se destinan, muchísimas veces, no a informar, sino a satisfacer un público que espera leer, oír o ver esos contenidos tratados exactamente de esa forma. Los comentarios a los artículos de los medios de comunicación en Internet tienen una mediatización enorme: se puede detectar perfectamente cuándo los unos han puesto a escribir masivamente a sus seguidores para hacer virar la opinión pública en un sentido, y cuándo los otros han reaccionado para dirigir esa opinión en sentido contrario. Los comentarios del público no alineado quedan sepultados bajo la barahúnda de intervenciones teledirigidas.
La objetividad, en sentido estricto, no existe, porque la impiden nuestros mecanismos de captación sensitiva y los tamices y matices de nuestro proceso cerebral. Pero de ahí a la alienación inducida y sistemática, hay un trecho.
¿Qué hacer para aclararse un poco? Abominar del sofisma. No sólo rechazarlo, no, sino denunciarlo y anatematizarlo. Distinguir con un sambenito al origen de la falsedad. No admitir cualquier cosa como cierta sólo porque la argumenten bien, sino preguntarse «cómo se llega a ser lo que se es», citando el título secundario del «Ecce homo» de Nietzsche.
Porque no toda facción, lobby o sociedad secreta tiene porqué ser perjudicial para nosotros, pero por la propia opacidad que les caracteriza su bondad debe demostrarse más y mejor que la de otras realidades sociales. Y si observamos que algo falla, que nos han dado gato por liebre en una propuesta social de cualquier tipo, si el resultado no se parece ni de lejos a lo esperado, desconfiar, dudar y recelar. Si la verdad nos hará libres, la mentira nos hará esclavos. Y aquí no hay tonos grises.