¿Qué sería del Pirineo occidental si no fuera verde, si no tuviera color?


Por Eduardo Viñuales Cobos.

     En mi último libro “Rutas a parajes idílicos del Pirineo Occidental” (Sua Edizioak) digo que hay 5 ingredientes para que un lugar pueda considerarse como tal. Uno de ellos es “el verde y el color”.

   Los otros cuatro: el silencio, el agua y la humedad, el vértigo y el amor por el territorio.  Hablamos de ello.


Eduardo Viñuales
Escritor Naturalista

http://www.asafona.es/blog/?page_id=1036

     Verde que te quiero verde. El Pirineo Occidental es el reino del verde eterno, donde parece que la hierba nunca se marchita o amarillea, donde los prados de siega y los pastos no se agostan jamás, o donde los troncos, ramajes y raíces aéreas de los árboles se adornan con una elegante patina de musgos y líquenes que dan fe de que éste es el sector más húmedo de toda la cordillera, pues aquí ciertamente se goza de un clima templado, con temperaturas suaves que se acompañan de notables precipitaciones procedentes de las masas de aire cargadas de agua que llegan hasta la costa cantábrica y que descargan en los montes tras un largo viaje por todo el océano Atlántico.

   Nos adentramos en el típico paisaje norteño, en un oasis verde que anuncia vegetación y sombra. Un universo apacible en el que se retienen las nieblas, por donde corren las regatas y que al estar envuelto entre brumas matinales ha inspirado leyendas o relatos de toda clase. Estas fértiles montañas, por tanto, nos auguran de entrada una buena dosis de vida, esperanza, alegría y placer, armonía e incluso de ese sosiego que resulta ya tan escaso en los tiempos que corren.

      Cuando uno camina junto al agua por el Canal de Domiko –dándole la vuelta a las Peñas de Aia- se va hallar envuelto por un frondoso túnel de verde vegetación mixta a base de hayas, de robles, de castaños, de hiedras… al igual que sucede en muchos otros parajes de estos apacibles montes y valles de ensueño como son el Baztán o el de Aldudes. Verdores vitales que año tras año, primavera tras primavera, se empeñan en borrar las huellas humanas del pasado en espacios humanos hoy abandonados como fueron la fábrica de Orbaizeta o el poblado minero de Otarrea, cerca de Garralda, un rincón que se va renaturalizado por los musgos, los robledales y los helechos de las umbrías que poco a poco van ganando espacio, recuperando aquello que en realidad siempre fue de ellos, de los árboles, de las plantas, de animales de estos bosques con cierto encanto, es decir, de los corzos, del acebo, de los hongos… e incluso de los osos y los lobos que desaparecieron. Escenarios vivos donde lo verde resulta tenaz y se va expandiendo, pero que a la vez cubre, esconde, tapiza o barniza, creando así umbrías mágicas que nos cautivan cuando vamos andando por la montaña.

     Pero ese verde de los cloroplastos que hay en las células vegetales que contienen la clorofila y que dan vigor a las plantas no es el único color a destacar. Sí, es cierto, se trata del que domina en estos valles. Pero hay más, muchos más. Por ejemplo, el azul del cielo, que resulta diferente al del mar, al de los ríos o al de ciertos lagos. El rosa de los brezos y el de ciertas rocas. Las tonalidades ardientes del amanecer y del atardecer. También el negro, los grises de las nubes… o el blanco de las nieves invernales. Y, por supuesto, el toque multicolor de las flores silvestres: blanco en los majuelos y los saúcos, púrpura en las campanillas colgantes de la digital, rosadito para el orégano y el serpol, morado en las violetas, azul en la escila de bosque, lila como el de los cólquicos otoñales… o las pinceladas amarillas del diente de león.

   A veces en plena Naturaleza uno entiende mejor por qué el color es la exuberancia de la luz, la paleta de matices del mundo. Porque cada bosque, cada finca, cada peña o cumbre de esta tierra nos habla de lo que son los latidos del tiempo y la materia.

    Pero, ¡qué decir de los bosques del Señorío de Bértiz cuando entra el otoño! A finales del mes de octubre y en los primeros días de noviembre desde el modernista Palacio de Aizkolegi, uno puede contemplar a sus pies un inmenso manto vegetal caducifolio que siguiendo una cadencia milenaria va virando imparable del color verde hacia tonos más dorados, amarillos, anaranjados, rojos de diversa intensidad, ocres y pardos… Ya desde la distancia, por esas fechas del año, uno incluso puede casi distinguir a simple vista un haya, de un roble americano. Un sauce, de un arce. Un aliso, de un álamo. O un alerce, de un pino silvestre. Colores previos a la llegada del invierno que van a ir descendiendo ladera abajo desde lo alto de todos estos montes.

     El Pirineo Occidental otoñal tiene incendios de color muy parecidos a los que también se producen para esas mismas fechas en Artikutza, en Belagoa, en Orreaga o en la solemne Selva de Irati, uno de los hayedos puros más extensos de Europa. Allí, en concreto, proponemos adentrarnos dentro de esta jungla atlántica por el llamado rincón de Anbulolatz donde musgos, árboles planifolios, la seca hojarasca y las piedras lapiaces crean un escenario precioso que nos hechizará si somos capaces de hacer algo tan sencillo como es caminar despacio y en silencio.

   Hemos acertado: las gamas verdosas sean como sean –brillantes, pálidas, esmeraldas, pino, manzana, oscuro, helecho, pistacho, musgo, etc.- siempre son positivas e influyen para bien en nuestro estado de ánimo, ya que tienen un efecto emocional, pues incluso son capaces de transmitir un mensaje. Todo el mundo sabe que el color verde tiene un efecto calmante, que simboliza la renovación, que aporta energía y equilibrio… y que hasta se usa como terapia para combatir situaciones de ansiedad, nervios, dolores de cabeza o problemas del corazón.

     Pero para apoteosis majestuosa de color, la verdad, la que hemos hallado en las rocas de Labetxu, uno de los barrancos que bajan hasta el mar desde lo alto del monte Jaizkibel. Son rocas de areniscas amarillentas o blanquecinas que se han oxidado al aire libre y que la Naturaleza ha pintado con la maestría propia de un artista que domina las mejores paletas cromáticas y composiciones para dibujar en la arquitectura de las paredes todo tipo de rayas, ondulaciones, círculos, cuadros abstractos… Algo realmente impresionante que a nuestro paso habrá que cuidar y respetar con máximo esmero.

    El verde intenso es el color del Pirineo Occidental, donde hay bosques de atmósfera clorofílica, de luz. Hasta podríamos decir que es parte de su estado natural. Nos atrevemos a afirmar que su pincelada mágica es capaz de convertirse en un ingrediente idílico casi perenne.

   Así pues, pasen y vean. Caminen y miren la poesía de color del Pirineo. Disfruten de la luz verdosa que se filtra en el corazón del bosque de hayas. Asistan a la transformación cromática de los ritmos que va marcando el paso de los días en la faz del robledal. Fíjense en el color de las hojas, las flores, los musgos, los helechos y también de las rocas.

 

Más información:

https://sua.eus/es/libros/rutas-a-parajes-idilicos-i-pirineo-occidental/

    La parte occidental del Pirineo atesora espacios naturales y culturales de gran hermosura, parajes idílicos. Son lugares donde de manera especial reina el silencio, el verde tiene personalidad, los colores muestran matices singulares. Son hayedos y robledales donde se palpa la humedad, paisajes tocados por el encanto del agua, rincones donde el vértigo frente al abismo construye sensaciones únicas.

     En este libro el lector encontrará veinticinco rutas pensadas para descubrir, poco a poco, sin prisa ni ruido, otros tantos parajes idílicos de los Pirineos occidentales: una gruta sagrada, un bosque primigenio, una majada pastoril, una cumbre destacada, collados de montaña, barrancos y hoces, miradores. Es una selecta lista de grandes maravillas que pueden ser disfrutadas con la sola premisa de no dañarlos para que continúen atesorando ese encanto singular.