Por Eduardo Viñuales
El río Guadalope es un ecosistema formidable que ha llegado bien conservado hasta nuestros días. Su cuenca hidrográfica, con una extensa superficie de 3.892 kilómetros cuadrados, acoge una increíble variedad de paisajes naturales.
Sus aguas cristalinas discurren por algunos de los más bellos paisajes de la provincia de Teruel: de bosques primigenios, hoces y fértiles vegas. El viaje descendente de sus aguas nos permite tener una visión de conjunto de un patrimonio natural que, aunque muchos aún no lo sepan, alberga una gran potencial para el desarrollo sostenible de Aragón.
El río Guadalope, cuando nace en el puerto de Sollavientos –a 1.600 metros de altitud, aguas arriba de Villarroya de los Pinares- es un río discreto. Nadie diría que ese curso terminará siendo la verdadera esencia de una geografía natural tan sumamente hermosa, o que pudiera llegar a ser uno de los mejores ecosistemas fluviales de este Aragón en el que tanto se habla del agua y el medio ambiente. Pausadamente se pasea entre arces, se acompaña de álamos canos, chopos y sauces… y cruza el sabinar de la Morta.
Pronto recibe al río de La Val, adquiere vida y llega a las inmediaciones de Aliaga, donde “se hace guapo”, adquiriendo gran personalidad y dibujando un quiebro geográfico en los mapas. El Guadalope penetra así suavemente en los fantásticos paisajes estrechos de un Parque Geológico donde la roca le envuelve y le da contenido. La geología dibuja caprichosamente pliegues y estratos retorcidos tan imposibles que parecen ser más obra del cuadro de un artista alocado que de la propia naturaleza. El río sigue año tras año excavando las foces, cruzando obstáculos y todo el conjunto adquiere la consideración de “lugar con encanto”. Algunos de sus parajes son tan quebrados y abruptos que se cuenta que los rebaños de ovejas debían ser bajados por la ladera con ayuda de cuerdas y arneses si querían aprovechar ciertos pastos colgados en el vacío.
En el Molino de la Tosca –llamado así por las formaciones de travertinos- el río pasa bajo la muela conglomerada del Gabardal, en un territorio de maquis donde hoy planean elegantemente los alimoches y los numerosos buitres leonados, con unas 102 parejas censadas. A sus riberas se asoman viejos tejos y acebos, y en las paredes donde rezuma el agua cuelgan las hojas y flores de la grasilla, una interesante planta insectívora. Se suceden nuevos parajes surgerentes: la Peña del Cabo, la fuente de los Cinglos, la masía de la Puente, Boca Infierno y Valloré… y no faltan sorprendentes sotos en el valle de Montoro, donde hay un acusado fenómeno de inversión térmica con contraste vegetal entre las laderas umbrías –vestidas de tilos, cornejos y arces- y las de solana –con coscojas, pinos carrascos y sabinas-.
Nada más salir de la pureza de este valle, el Guadalope es custodiado desde lo alto por uno de los monumentos naturales más sobresalientes de cuántos hay en nuestra comunidad autónoma: los Órganos de Montoro, agujas de piedra caliza que asisten cada día al espectáculo de ver correr bajo sus pies a este hilo de plata. El cangrejo de río y la trucha autóctona habitan en estas aguas donde chapotean las nutrias, y por cuyas laderas trepan y saltan sin vértigo las cabras monteses. Cerca del medieval Puente del Vado nuestro protagonista confluye con los ríos Palomita, Cañada y Pitarque, curso de montaña este último que le aporta un gran caudal pese a nacer muy cerca de las mismas entrañas de la tierra. Estamos en un sitio mágico, un nudo hidrográfico. Ahora el río enfilará de nuevo en el paso de otra gran hoz, un cañón fluvial continuo, encajonado al atravesar el azud del Gusano, el mas del Obispo, las Siscas, los baños de Villarluengo –con manantial de aguas termales-,… El río entra en el escenario del pavoroso incendio que asoló el Maestrazgo en el año 1994 y que asoló 35.000 hectáreas de bosques, algunos de ellos primigenios pues allá nunca antes habían llegado ni el maderero ni el carbonero. Abundan los parajes colgados entre riscos, en unos paisajes sumamente accidentados. Pero la fuerza de la vida propicia que ahora la vegetación, con toda su diversidad florística, se esté de nuevo regenerando con especies pioneras.
El Guadalope sigue viaje perdiendo altura poco a poco, alcanzando la Cueva de las Altares y entra en Ladruñán e a través de la Hoz baja, el Monumento Natural del Puente de Fonseca… y baja hasta Santolea por La Algecira, escenario de la bonita novela “El fragor del agua” que escribió Jiménez Corbatón. A partir del embalse de Santolea –con 54 Hm3- de capacidad-, y ya regulado, el río cambia y pasa a un escenario natural muy distinto de huertos, choperas y maizales. Recibe la aportación de su principal afluente, el río Bergantes, se alimenta en Los Fontanales, y es capaz de embalsar hasta 54 Hm3 en la presa de Calanda. El Guadalope contribuye a regar el preciado melocotón con denominación de origen, parte de su caudal se detrae para la térmica de Andorra, y ya en su último tramo se pasea bajo la monumentalidad de Alcañiz, con sus riberas y huertas, cargado de historia.
Tras el pantano de Civán el Guadalope desemboca en Caspe, en el Ebro, a 152 metros de altitud, con un escaso caudal de 1’9 m3/sg y todo un largo viaje a sus espaldas. Atrás quedan paisajes bien conservados, zonas protegidas y rincones recónditos, algunos tan bellos que realmente parecen casi imposibles. El que fuera llamado “río de los lobos”, es un río mediterráneo que por encima de todo, de cualquier interés humano, atesora un patrimonio natural con tal potencial que es preciso y urgente preservarlo para las generaciones venideras. Cualquier esfuerzo en este sentido será en bien de todos los aragoneses que todavía hoy podemos sentirnos orgullosos de su excelente estado de conservación.