Farolillos entre la hierba, en una noche de Verano


Por Eduardo Viñuales

     Llega el verano. Como si fuésemos niños, en nuestra retina quedan grabadas algunas imágenes de lo mejor vivido durante las pasadas vacaciones al aire libre: las caminatas por las montañas aragonesas, el baño en las aguas del Mediterráneo… o el encuentro fortuito con la fauna salvaje.

 


Eduardo Viñuales
Escritor y naturalista de campo
http://www.asafona.org/default.aspx?info=000320

    Llega el verano. Como si fuésemos niños, en nuestra retina quedan grabadas algunas imágenes de lo mejor vivido durante las pasadas vacaciones al aire libre: las caminatas por las montañas aragonesas, el baño en las aguas del Mediterráneo… o el encuentro fortuito con la fauna salvaje.

    Pero hay algo que siempre sorprende y difícilmente se olvida, que es darse de bruces ya al anochecer con el pequeño destello verde esmeralda de una luciérnaga, una chispa de luz realmente cautivadora. Lo que mucha gente no sabe es que ese farolito fosforescente corresponde a la llamada nupcial de las hembras de un insecto que visto de cerca, con detalle, parece ser un gusano. Pero la luciérnaga es, para nueva sorpresa de la gran mayoría, un coleóptero o escarabajo, aunque nadie lo diría por el cuerpo alargado y dividido en segmentos de estas hembras que quieren aparearse. A diferencia de los machos, las hembras adultas son muy diferentes y se asemejan a sus propias larvas, careciendo de alas y elitros, incapacitadas por tanto para los goces del vuelo.

    Estos animalillos habitantes de huertas, jardines, prados de montaña o herbazales húmedos han sido bien estudiados en otros países como Francia o Gran Bretaña. En España sabemos que existen unas diez especies distintas, siendo la más abundante la Lampyris noctiluca, de amplia distribución europea.

    Se conoce que los ejemplares adultos tienen una vida breve, de poco más de una semana, y que su fase larvaria se prolonga un par de años. Es entonces cuando se alimentan de su manjar preferido: caracoles y babosas, presas a las que la joven luciérnaga, armada de poderosas mandíbulas en forma de gancho, atesta un mordisco paralizante capaz de anestesiar a ese molusco que poco a poco devorará sorbiendo, sin necesidad de desmembrarlo, nutriéndose así de una papilla clara, una especie de fluido en el que esta pequeña bestezuela ha ido transformando a su víctima. Estamos, por tanto, ante una nueva sorpresa: la en apariencia inocente luciérnaga es en realidad un depredador especializado.

   También se dice que la luciérnaga es un ser “bioluminiscente”, ya que es capaz de emitir luz propia. Ello se debe a un compuesto orgánico llamado “luciferina” que reacciona o se oxida en presencia del oxígeno, liberando energía luminosa. La eficiencia de estos insectos es enorme: su emisión se realiza sin apenas pérdida de energía, frente al 10% de aprovechamiento energético de una bombilla incandescente.

   Pero hoy por hoy el hallazgo de una luciérnaga en el campo es un instante cada vez más difícil de presenciar. Los biólogos advierten del declive generalizado de sus poblaciones, y del perjuicio provocado por el uso masivo de pesticidas y herbicidas, por la urbanización del suelo… o por la contaminación lumínica de nuestros núcleos habitados. Entre la gente del mundo rural cada día es más usual escuchar: “Hace muchísimos años que ya no veo ninguna luciérnaga”.

   Cantadas por poetas como Miguel Hernández o Federico García Lorca, estudiadas por entomólogos como el francés Jean-Henri Fabre, y citadas en libros magníficos como el de “Mi familia y otros animales” del naturalista británico Gerald Durrell, estos seres y su luz brillante forman parte del recuerdo de una infancia y, tal vez, de una noche inolvidable de este verano que ya está aquí.