Por José Joaquín Beeme

     La sala Dante Ferretti del museo de Turín te arranca el escalofrío por inmersión en un Nilo de noche y hombre chacal.

   
Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

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  Papiros del oro y del canon real, tinas de enterramiento predinástico, ibis, gatos y babuinos momificados, sarcófagos que esplenden primorosamente restaurados (el proyecto Ataúd, encabezado por el Vaticano, ve la participación del Louvre y el Rijksmuseum, junto a la asociación Los Escarabajos); todo apunta a un oscuro culto a los muertos del que la egiptología italiana es gran sacerdotisa: ha situado sus colecciones, casi 40.000 piezas, sólo por debajo de las de El Cairo, y sus históricas campañas de excavaciones, un día patrocinadas por los Saboya, se renuevan en Saqqara, la extensa necrópolis de Menfis. En ese abismo de fascinaciones entran los hermanos Castiglioni, aventureros milaneses con museo propio en villa Toeplitz, que han hecho memorables aportes a la arqueología y que ahora mismo te muestran el despacho de Howard Carter con todos sus adminículos y hasta la mismísima tumba de Tutankamón, a escala real. Suyo el descubrimiento en Sudán de Berenice Pancrisia, de cuyas minas auríferas se surtían los faraones, y suya la identificación del cristal de sílice del desierto líbico, de origen meteorítico, en el escarabajo pectoral del hijo de Akenatón. Mientras Angelo, el Castiglioni superviviente, regresa de rastrear el mítico Punt en Eritrea, a orillas del Mar Rojo, nosotros nos embobamos con la víbora que custodia la escena tuareg, en la sección antropológica de su museo: es hora de su comida semanal, y el hijo de nuestro Indiana cisalpino extrae un ratoncillo congelado del frigo, a dos pasos de tu aliento, para catapultarlo a la vitrina donde la sagrada criatura, creyéndose dueña de un pedacito de la Nubia, relampagueará en implacable mordisco. A Jacinto Antón se le haría la boca agua.

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