Ribagorza: La carretera del fin del mundo

142la carretera del fin del mundo
Por Feli Benítez

      El viento agarra al árbol por el cabello y lo sacude con la misma intensidad que pone un amante en provocar placer: con una mezcla de osadía y miedo; con la fuerza suficiente para que quien recibe la caricia sepa que ésta encierra intención y es preludio de otras y con la aprensión que produce el temor de que se desborde la pasión y producir daño.

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Feli Benitez
Corresponsal del Pollo Urbano en la Ribagorza
www.eltallerdefeli.blogspot.com

     La mano del viento en la nuca del árbol obliga a éste a cimbrearse. Veo el tronco grueso del pino desde mi ventana. Es un ejemplar de considerable tamaño. Mide más de siete metros de altura. Es curioso ver a un árbol -tan grande- moverse, bailar de un lado a otro, desplazar su fuste con la suavidad con la que se desliza el satén sobre la piel, balancearse con la morosidad con la que se extiende el ocaso. Percibo la tensión amorosa. Hace falta detener la mirada. Esperar para que el cerebro no descarte lo que está viendo desechándolo por imposible, irreal, incierto. La poesía no está en el árbol, ni en la personificación, ni en mí que suspendo la acción para quedarme contemplando… encontrar la belleza agazapada, esa cifra que es más que la suma de los elementos, es un privilegio, un regalo.

         El trabajo, la tarea, es mirar, escuchar, interrogarse. Me pregunto si el árbol me estará mirando mirarlo. Me pregunto si, en justa correspondencia, yo que lo contemplo con mi mirada antropocéntrica y lo convierto en un amante remiso, cadencioso, seré percibida por el árbol… ¿cómo? Como una raíz, una rama, un animalillo…

         Los niños miran a la Poesía a la cara, la tratan de tú a tú. Hace muchos años, los hijos ya adultos hoy, de unos queridos amigos que vinieron a poblar la Ribagorza hace décadas, bautizaron a un tramo de carretera. Hasta ese momento era “Carretera cortada”; había quien la llamaba también “Vía sin salida” y, los más osados, la denominaban incluso Cul-de-sac. Supongo que por la proximidad a Francia.

         Hay que llegar hasta Benasque, mirar de frente a los dioses del lugar que miden más de tres mil metros de altura, seguir la carretera hacia Los Llanos del Hospital, pasar y dejar a un lado la entrada a Vallibierna, luego el desvío al valle de Estós, continuar y, justo antes de coger el camino en descenso que lleva hasta los Llanos, detenerse para contemplar la carretera que sigue en línea recta hacia… la belleza de uno de los valles más hermosos que rinden pleitesía a los tresmiles. Y punto. La carretera se acaba de forma abrupta. La mano del ser humano se detuvo como quien la levanta de golpe de un papel por miedo a emborronarlo. Aquí se acaba el territorio de la Ribagorza, de Aragón, del estado español… de la Africa del Norte que somos aunque nos empeñemos en ser el sur de Europa. Por aquí no se puede pasar a Francia; no en coche, por lo menos. Aquí los arboles meditan apenas perturbados. Los sonidos no son los del tráfico rodado sino los de los silbidos de las grandes aves rapaces que dibujan trazos oscuros contra el cielo; la música la pone el río, el crujir lento de la nieve bajo el sol, las marmotas desperezándose, los aludes estruendosos, los fragmentos de roca jugando al tobogán…

         Aquí se acaba el mundo, en el espacio, en el tiempo. Aquellos niños bautizaron al camino como LA CARRETERA DEL FIN DEL MUNDO y sabían lo que decían. Le dieron un nombre tan justo que perdura.

         Las montañas siguen ahí, siglo tras siglo, con su memoria de mar que fue. Su imaginación alberga cosas tan improbables como una pasión amorosa entre un carnero y un lobo. ¿Qué importa? la poesía, la de los niños, indaga en lo sagrado y vuelve a la vida lo que ya sólo habita en la memoria de los dioses. Ten cuidado, habla en voz baja, apenas audible. El sonido de un beso puede desencadenar un alud.

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