La escritora zaragozana Irene Vallejo ha recibido el Premio Aragón en el acto institucional del día de San Jorge.


Por Marisa Clarisa

     El presidente del Gobierno de Aragón, Javier Lambán, ha sido el encargado de entregar el Premio Aragón 2021 a la escritora Irene Vallejo. Dicho galardón se anunció el pasado viernes…

…9 de abril y, según el fallo del jurado, se le concede “por haberse convertido en una referencia para todo tipo de públicos” y por “colocar en primera línea el valor de las humanidades”.

 

   La escritora aragonesa, Irene Vallejo, se ha mostrado agradecida por recibir este galardón en un emotivo discurso en el que ha querido recordar a ilustres personajes aragoneses de la historia como Goya, Gracián, Buñuel o María Moliner, entre otros muchos. Irene Vallejo: “Quiero que este premio se lea como una reivindicación a la cultura aragonesa” Ha querido reconocer “que se haya premiado más la esperanza que la experiencia” y ha mostrado su deseo de “estar a la altura de este regalo, que siempre será un respaldo y un impulso”.

    Vallejo, que ha recordado orgullosa su recorrido por las comarcas y municipios aragoneses en la última década, ha asegurado que ha conocido “la hospitalidad de quienes aman los libros” y quiere que “este premio se lea como reivindicación a la cultura aragonesa”. Por último, ha querido tener un recuerdo especial para la educación, la sanidad y la sociedad aragonesa y ha asegurado que “el futuro está todavía por escribir”.

    El Premio Aragón, máxima distinción ordinaria de la Comunidad Autónoma, tiene como finalidad el reconocimiento a una labor continuada o de especial notoriedad e importancia a lo largo del año anterior a la convocatoria, tanto en el área de la cultura como en el de la ciencia, la tecnología o los valores humanos, que suponga un destacado beneficio para la Comunidad y constituya un modelo y testimonio ejemplar para la sociedad aragonesa.

    Irene Vallejo es doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia y su labor se centra en la investigación y divulgación de los autores clásicos. Colabora con los periódicos Heraldo de Aragón y El País, donde mezcla temas de actualidad con enseñanzas del mundo antiguo. Las columnas firmadas en Heraldo han sido recogidas en las antologías Alguien habló de nosotros (2017) y El futuro recordado (2020).

   En 2011 publicó su primera novela, La luz sepultada, a la que siguió El silbido del arquero. También ha cultivado la literatura infantil y juvenil con las obras El inventor de viajes, ilustrada por José Luis Cano, y La leyenda de las mareas mansas, en colaboración con la pintora Lina Vila.

   En 2020 fue galardonada con el Premio Nacional de Ensayo por su libro El infinito en un junco, que ha cosechado el aplauso del público y de la crítica y que también le hizo merecedora de un premio El Ojo Crítico de Narrativa 2019.

Discurso íntegro de Irene Vallejo en la Aljafería

    El discurso de Irene Vallejo tras recibir el premio Aragón 2021 fue uno de los grandes momentos del acto institucional del día de Aragón. Aquí lo reproducimos en su totalidad.

 

Buenas tardes, autoridades, autores, público autorizado.

A quienes nos escuchan desde sus casas y en sus cosas, mi abrazo prudente y cariñoso.

Aunque en este día de San Jorge, como se decía en los cuentos y en los mapas antiguos, “aquí hay dragones”, seguimos celebrando el Día de Aragón y del Libro, que muy simbólicamente coinciden y confluyen en la misma fecha. Frente a la amenaza cierta de las fieras, volvemos a reunirnos en esta fiesta primaveral, nuestro día de acción de gracias a las palabras, a nuestras raíces y nuestras alas.

Hoy, me gustaría encontrar en la biblioteca secreta de un antiguo palacio, un diccionario que albergara mil formas posibles de expresar gratitud:

Gracias al presidente Javier Lambán, por su confianza generosa.  Al jurado, personas que considero mis maestras y referentes, por haber contemplado mis posibilidades más que mis realidades, por premiar la esperanza más que la experiencia.  A quienes me abrieron las puertas del periodismo –Guillermo Fatás, Encarna Samitier–, y a las Artes y las Letras –Antón Castro, José Luis Melero–. Pienso que esta es una tierra de cierzo bondadoso y, a veces, también desmesurado.

Deseo estar a la altura de este espléndido regalo y –quizás– merecerlo en los años venideros.  En los caminos inciertos del porvenir, este regalo será siempre un respaldo, un impulso cuando tiemble el pulso sobre el papel, una mano tendida. Me emociona que esta dulce exageración suceda aquí, en mi tierra. Recuerdo un mito griego que retrata este misterioso cordón umbilical que nos une al lugar donde nacimos. Anteo era un gigante, hijo de la diosa Tierra, y con solo tocarla sacaba de ella una fuerza extraordinaria: se llenaba de vida.

Su madre le transmitía una corriente invisible de vigor. Igual que el secreto poder de Sansón era su melena, el de Anteo era su arraigo. Cierta vez luchó cuerpo a cuerpo con Hércules. El gran forzudo griego solo pudo vencerle levantándolo en vilo y separando sus pies del suelo. Hasta el último aliento, cuenta la leyenda, Anteo buscó agónicamente la caricia de su tierra materna. Sí, en la antigua mitología aprendí que hasta los gigantes agradecen jugar en casa y que todo gran viaje necesita una Ítaca añorada.

En la última década, he recorrido los caminos y las comarcas de Aragón, trazando rutas zigzagueantes por una recóndita geografía de institutos y bibliotecas rurales, allí donde los clubes de lectura desembocan en el ritual de la tortilla de patata y las croquetas compartidas. Desde los Pirineos al Maestrazgo, entre maestros y bibliotecarias, he conocido a los herederos contemporáneos de los antiguos bardos al amor del fuego. La lectura puede parecer una actividad sedentaria, pero en realidad nos devuelve a la condición nómada y andariega de las buenas historias.

Durante estas peregrinaciones he aprendido que se hace camino al leer, y, a veces, en las carreteras azuladas al atardecer, me he sentido hechizada por las brujas de Trasmoz, o descendiente de aquel viajero somarda, Pedro Saputo, oriundo de Almudévar. En nuestros pueblos, en nuestros barrios, he conocido la hospitalidad desbordante de quienes aman los libros: a cada empanada, mis bocados de gratitud. Por eso, me gustaría que este premio se lea como una reivindicación de la cultura aragonesa.

Vivimos en una tierra de viento, huellas, desierto y cimas. Lugar de paso y de pasión artística. De gente que resiste, bromea, viaja y crea. Es imposible olvidarlo en esta Aljafería de yeserías trenzadas y cielos de oro, arquitectura bilingüe, vivienda de poderosos y hoy palacio de nuestras convicciones democráticas.  La primera idea, la semilla inicial para escribir El infinito en un junco brotó precisamente aquí, en este palacio, en esas conversaciones literarias que organiza nuestro querido Fernando Sanmartín.  El lugar justo: un edificio que, tras una larga historia conflictiva, acoge la esperanza de forjar acuerdos.

Nuestras palabras aprendieron a volar con el cierzo, son viajeras, buenas conversadoras. Nos lo recuerdan los artistas mudéjares, que inventaron una belleza mestiza en el umbral de dos civilizaciones. Goya, que pintó las sombras del siglo de las luces. Y la irreverencia de Buñuel, que revolucionó nuestros sueños a ambas orillas del océano. Por esas mágicas alineaciones que a veces suceden en una misma época en un territorio de pronto favorecido, hay una increíble foto del año 1917 que retrata a los alumnos del Instituto General y Técnico de Zaragoza –hoy Instituto Goya, donde yo estudiaría décadas más tarde–.

En esa imagen posan Buñuel, Sender y María Moliner. De Buñuel y Sender se sabe que no se llevaban bien. Los dos eran rebeldes, pero cada uno a su manera. El de Calanda era peleón y pendenciero, mientras que Ramón escribía ya sus primeros pensamientos anarquistas. Todos se vieron obligados a viajar: unas veces, demasiado lejos; otras, en rincones de profundo silencio.

Nuestros vientos desenterraron incluso antiguas ciudades. Pompeya, Herculano y Estabia, vivían olvidadas en su burbuja de tiempo, ceniza y lava, hasta que un Zaragozano excavó ese mundo petrificado. El ingeniero Roque Joaquín de Alcubierre pidió permiso al rey para investigar unos eriales donde se habían hallado algunas esculturas. Tuvo que insistir fervientemente para emprender una excavación a gran escala, dada la escasez de herramientas y de personal disponible. Y, así, un fragmento de la antigua Roma emergió ante los ojos maravillados del mundo.  La terquedad aragonesa, motivo de infinitas bromas, también es madera de descubrimientos.

Precisamente, ya desde tiempos romanos fue Bílbilis capital de la poesía. Marcial, el poeta con más sorna e ingenio tuitero del antiguo imperio nació aquí. Y también fue bilbilitana la viuda Marcela, su mecenas. Cuando el maduro poeta regresó a su tierra natal después de décadas en Roma, ella le regaló una finca con prados, rosales, hortalizas, acequia, anguilas y un blanco palomar, para que viviera y escribiese. Y Marcial cuenta en su último libro, escrito en Hispania, que se dedicó a holgazanear, levantarse tarde, retozar con Marcela, comer a dos carrillos y hacer rabiar a los envidiosos. Un hechizo de palabras debió quedar flotando en el aire, pues a poca distancia de allí, en Belmonte de Calatayud, nacería otro mago del ingenio, Baltasar Gracián.

Aragón fue pronto paisaje de imprentas y librerías. Zaragoza se cuenta entre las primeras capitales europeas en albergar el invento que cambiaría el mundo.  Desembarcaron en la ciudad artesanos flamencos y alemanes, como Mateo Flandro y Jorge Cocci, que editó aquí algunos de los libros más bellos del siglo XVI. Más de ciento cincuenta incunables nacieron de las manos de aquellos maestros, que hicieron arte con láminas iluminadas y el delicado encaje de los tipos, igual que antes los constructores mudéjares escribieron renglones de ladrillo y cerámica en sus muros.

Además, las imprentas aragonesas publicaban obras prohibidas en el Reino de Castilla, donde regían normas de censura que no se aplicaron hasta mucho después en la Corona de Aragón. Los libros eran más libres entre nosotros. A estos pagos hospitalarios con las páginas, han acudido innumerables personajes literarios. Y nosotros, acogedores, les hemos dado incluso lo que no tenemos: siendo tierra interior, regalamos a Sancho Panza una ínsula Barataria en Alcalá de Ebro.

En nuestras calles empieza El manuscrito encontrado en Zaragoza, una de las novelas europeas más fascinantes, poblada por bandidos, enamorados endemoniados, almas en pena, conspiradores, impíos y peregrinos.

Librerías, escritores y tejedoras de relatos nunca han faltado en esta tierra. Crecen tenaces, como esas flores que brotan cada primavera en las grietas de los peñascos, destellos en rebelión contra la piedra y contra el invierno.

Así revivimos en sus libros los monstruos amables de Javier Tomeo, el duelo amarillo del añorado Félix Romeo, los versos de los hermanos Labordeta y del exiliado Ildefonso Manuel Gil que, en un hermoso poema, pidió a quien lo leyese: “cobíjame en tus sueños/ donde yo velaré mientras tú duermes”.

Si cerramos los ojos, escucharemos esas voces que acunan nuestros sueños, esas palabras que no se lleva el viento.

En este Día del Libro y de la gente de palabra, quisiera evocar nuestro idilio con los jardineros de la lengua –Moliner, Blecua, Alvar, Lázaro Carreter, Egido, Mainer, Sánchez Vidal–. Del apasionado deseo de hablarnos unos a otras nace, por ejemplo, ese sonoro verbo “charrar”, que ruge en la boca, o esos irresistibles capazos que cogemos en la calle, sin quererlo ni planearlo, de pie, estoicamente bajo un sol justiciero o los mordiscos del frío, por puro amor a la conversación.

Sí, las palabras son aire movido por los labios, y aquí somos expertos en besar el cierzo. Me atrevo a soñar un capazo imaginario con el fantasma de María Moliner. María, sigilosa hilandera de palabras, bibliotecaria, amazona de los libros en las Misiones Pedagógicas, siempre admiraré el telar de tu mente que tejió un diccionario entero, el mejor.

Estudié en tu mismo instituto, en tu misma universidad. Tu casa estuvo en la calle Central, hoy Zumalacárregui, muy cerca del piso de mi infancia. Pensar en tu labor original, renovadora y tenaz frente a los obstáculos y las represalias siempre me ha insuflado fuerzas e ilusión: así es como el pasado nos impulsa hacia el futuro. María, gracias.

Sé que te preocupan esos discursos agoreros que susurran a los jóvenes humanistas que es inútil este oficio tejido de arte, palabras y memoria. Con esa terca y suave convicción que siembre te caracterizó, tú, que tanto sabes de derrotas transformadas en logros, les dirías que persigan sus sueños. El futuro les necesita. Os necesita.

En esta época de temibles dragones, no quiero dejar de mencionar a nuestros mayores, que hoy recibís un merecido reconocimiento.

Los libros son cofres de palabras que salvaguardan la memoria de quienes nos preceden, invitaciones a escuchar las palabras de quienes albergáis el tesoro de la experiencia. Ojalá aprendamos algo de estos tiempos ásperos: cuidar a nuestros padres y abuelos, significa también cuidar sus palabras y su recuerdo.

Y para cuidarnos, unas a otros, protejamos la conversación común y el lenguaje, esta fabulosa herramienta con que edificamos hallazgos tan felices como los derechos, la justicia y la democracia, que son palabras mayores.

Durante la terrible peste de Atenas, Pericles edificó sus mejores discursos ensalzando la ayuda mutua.

No es extraño que de la palabra lector derive el término elector: nuestras decisiones se sostienen en las letras, los discursos, el diálogo compartido.

Tal vez por eso, llamamos parlamento al espacio parlanchín de la palabra, el lugar donde se celebra esa sorprendente ceremonia que engendra los debates y las leyes, los textos que hilan el tapiz de lo que somos.

No me extiendo más. Don Quijote nos enseñó que la justicia, la aventura, la bondad y la utopía hay que inventarlas primero para vivir en ellas, como se vive en las páginas de un libro.

Por eso, quiero terminar con unas palabras de gratitud a los oficios que, cada día, nos acercan a la utopía: la educación y la sanidad.:

Gracias infinitas al Servicio de Neonatología del Hospital Miguel Servet, al doctor Segundo Rite y su equipo, que salvaron la vida a mi hijo.

Y a las maestras del Colegio Tomás Alvira, que hoy le acompañan en su pequeña aventura.

Mi homenaje a los hospitales, a los colegios y a la sociedad que los soñó para todos.

Junto a la tierra materna de Anteo, el humor somarda de Marcial, la generosidad de Marcela, las brujas de Trasmoz, la magia de la imprenta, el desencanto lúcido de Goya, los exilios de Sender y Buñuel, la silenciosa rebeldía de María Moliner, la cárcel de Félix Romeo y los dragones contra los que hoy luchamos, el futuro está todavía por escribir.

En los libros, donde vive y sueña nuestra familia de papel, nos aguardan las ideas y las palabras que tejerán el relato que seremos.

Contra cierzo y marea.

Con cuidados, con consensos, con capazos, con cuentos.

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