Por Don Quiterio
Dice Alfonso Val Ortego que la naturaleza no es pintura, que la naturaleza y el arte no tienen nada que ver: “Lo más parecido a la pintura”, afirma, “son los colores naturales del pelo, la piel y las semillas”. La gente asocia el pintor al color, pero un pintor no tiene que saber mucho de colores.
TRES MANZANAS Y DOCE MAGDALENAS
Dice Alfonso Val Ortego que la naturaleza no es pintura, que la naturaleza y el arte no tienen nada que ver: “Lo más parecido a la pintura”, afirma, “son los colores naturales del pelo, la piel y las semillas”. La gente asocia el pintor al color, pero un pintor no tiene que saber mucho de colores.
Una veintena de pinturas muestran una pequeña parte de la ya larga carrera artística de Alfonso Val Ortego en una exposición abierta en su estudio de la calle Gavín durante las pasadas fiestas pilaristas. El recorrido de la muestra deja una sensación de una película pintada al óleo, a la técnica mixta o a lo que se tercie. El arranque es la intimidad del taller. Val Ortego no se interesa por capturar los músculos como otros pintores de formación clásica: se preocupa, ante todo, que se pueda tocar la superficie de la piel, de la capa.
Pinturas de desnudos, retratos o paisajes se exhibieron en una suerte de retrospectiva junto a sus últimas realizaciones. Su maestría en el retrato queda patente en obras como “Paloma”, con ese tratamiento de los negros que lo aprende a utilizar estudiando a Goya y mezcla los colores en el propio lienzo, sin importarle los oscuros de la presión del artista de Fuendetodos. Sus rostros fríos y pálidos desafían las miradas. Pinta una enigmática versión de “Eva”, una representación de la civilización de inspiración literaria, que alterna con paisajes, y en el estudio la enfrenta, de tú a tú, con el conmovedor “Socavón”.
Sus desnudos femeninos y masculinos, sus escenografías de niños jugando, su obra toda, nos remite a lo que dijo Roger de Piles entre el XVII y el XVIII: “El estilo rudo le da vida a la obra y permite perdonar las decisiones erróneas. El estilo refinado lo pule y termina todo, no deja lugar a la imaginación del espectador. El espectador encuentra placer en hablar y acabar cosas que atribuye al pintor”.
La escena, en Val Ortego, conserva su misterio y escapa de la descripción turística, y construye una ensoñación somnolienta. Que ahora sus propuestas no sean entendidas por la crítica, no significa que no nos encontremos ante un autor verdaderamente trascendente. Cuando pinta un cuadro, no pinta, no escribe un pensamiento. Eso es quitar a la pintura todas sus ventajas. El escritor, por ejemplo, dice casi todo para que le entiendan. En la pintura de Val Ortego, y esto es lo trascendente, se crea un puente misterioso entre el alma de los personajes y la del espectador. Val Ortego pinta sin línea, mancha sobre mancha, inspirado acaso en la obra de Rubens, como una suerte de heredero del pintor flamenco. Insiste en el papel activo y decisivo del espectador. El espectador, en efecto, es quien termina la obra, no el autor.
Conocedor del oficio, Val Ortego sabe qué quiere y cómo conseguirlo. Ya lo hizo hace bien poco con el espléndido mural instalado en el tanatorio de Torrero. Yo no sé si sus cuadros están hechos con piel, pelo y semillas, y si la naturaleza y el arte no tienen nada que ver. Lo que sé es que, tarde o temprano, se reunirá con Goya y, por ello, merece una exposición como dios manda, porque nos encontramos ante un artista como la copa de un pino. Las instituciones aragonesas le deben una gran exposición, ya sea en la Lonja, el palacio de Sástago o el de los Morlanes. Y con un gran catálogo. Si es preciso, el que esto redacta se ofrece a escribirlo.