Val Ortego, el Pintor


Por Don Quiterio

Con toda probabilidad el nombre de Alfonso Val Ortego (Zaragoza, 1960) resulte una incógnita para muchos. Y, sin embargo, es uno de los principales pintores aragoneses de finales del siglo XX y principios del XXI.

 

 

Uno, a veces, recibe regalos imprevisibles y extraordinarios. Esto ocurre con el tríptico que se inaugura por estas fechas con ocasión del espacio del Tanatorio de Zaragoza ejecutado por el arquitecto Fernando Bayo.

Esta pieza de Val Ortego confirma, una vez más, lo que algunos sabemos hace años: que su autor es uno de los mejores pinceles con que cuenta nuestra Pintura, y que sólo la mala fe o la ignorancia, o las dos cosas a la vez, han hecho que su obra no tenga el reconocimiento que debería habérsele otorgado hace tiempo. Establece en su pintura diálogos de esperanza y expectativas, de sueños y pesadillas. El conjunto sitúa al espectador en una atmósfera reflexiva y apasionada, tensanda por más preguntas que respuestas. Val Ortego documenta el dramatismo corporal, como un presagio de dudas y conflictos, de deseos e ilusiones, de propuestas y perfiles.



En su última exposición en Zaragoza (Galería Itxaso, primavera de 2010), ya dio muestras de su personalidad y grandeza: una veintena de cuadros (“Jugando”, “Patio de luces”, “Dormilona”, “Maternidad”…), variados y sutiles, desde una suerte de realismo expresionista, bastaron para constatar que estamos ante un buen conocedor de las posibilidades dialécticas de la pintura. Un pintor total, pues, de una trayectoria ejemplar, que nunca se ha dejado manipular, porque él sabe –mejor que nadie- dónde está el arte real y no el oficial.

Ahora, con este ambicioso tríptico colgado en el espacio del Tanatorio, Val Ortego fusiona la abstracción y la figuración, con un aroma acaso testamentario, en el que adopta un estilo sobrio, compacto, que permite que su cuadro sugiera, insinúe, conmueva, emocione. Es la crónica de un instante o de una emoción. El encuentro y el adiós. La vida y lo desconocido. Es tan importante lo que sugiere, la historia subterránea, como lo que vemos, con el mismo asombro con que sus figuras se miran entre sí, miran al vacío o a lo desconocido, con confianza o sin ella. Son las acciones de los propios personajes, sus gestos, los que nos permiten comprender que sólo estamos viendo la punta del iceberg y que bajo ésta se encuentra el secreto que toda buena pintura esconde. Así, descubrimos que la vida, además de emocionante, puede ser curiosa, paradójica, cómica, a veces melancólica, pero siempre compleja en su simplicidad.


 

 


Estamos ante un mural pero pintado como cuadro, magnético y misterioso, un tríptico de técnica mixta con guiño renacentista incluido, que nos produce, al mismo tiempo, paz y desasosiego, tranquilidad y turbación. A izquierda y derecha, dos abstracciones en penumbra con dos fogonazos respectivos de luz central. En el medio, como un grupo teatral que sirve para hacer la abstracción, diez figuras humanas de chicos y chicas en posiciones ladeadas, o de espaldas, o de frente, en un revoltijo de cabezas, rostros, brazos, manos, piernas desnudas, pies descalzos… A través de ellos, Val Ortego sabe ver la belleza en los comportamientos más simples y las peculiaridades de los que rodean a cada uno: los hay dubitativos, los hay tímidos, los hay místicos (o confesionales), los hay frágiles, los hay cínicos, los hay irónicos. El artista nos ofrece un hecho vivencial y se nos presenta como un autor profundamente observador. La primera figura de la izquierda se funde en la abstracción, y, a medida que se agolpan el resto de los figurantes –los primeros, a la manera de Sorolla-, se parte la sombra en sentido vertical y se convierte en luz… Como el bordillo luminoso cortado en sombra como la abstracción a la figuración. La luz, dice el novelista, es más antigua que el amor, la luz configura las formas, aunque, en realidad, la luz no exista y sea un recurso del pintor. La luz es un invento humano. Un cuadro que luce y se apaga, o se apaga y luce, en una suerte de intervalos reales e irreales, simulándose un proceso constitutivo.

 



Decía Jonas Mekas que “si un poema o una pintura necesitan ser explicados, significa que es un mal poema o una mala pintura”. Ésa es la belleza del tríptico de Val Ortego: el misterio. Seguimos avanzando y ninguna explicación es realmente necesaria. Es como el cine que nos gusta, que no se entiende como un plan ajustado de antemano, sino como una revelación. Rigor poético, pues, pero con un discurso elaborado, de oficio, de técnica. La forma, el fondo.

El artista zaragozano sabe que siempre hay algo emocionante en la vida cotidiana. Aunque la cotidianidad tiene, generalmente, más de rutinario que de excepcional, cualquier pintor sabe que para pintar buenos cuadros –y éste lo es- no hay que mirar muy lejos. Eso es precisamente lo que hace Val Ortego en este tríptico: observar con atención el mundo que le rodea para extraer de él atmósferas, situaciones y personajes que, vistos a través de su particular prisma, siempre resultan curiosos, anecdóticos, inquietantes. Descubre, así, que la rutina en un grupo humano es, en realidad, excepcional en cada uno de sus detalles, y la fascinación que siente por sus figuras representadas forma también parte de la vida y del proceso de crecimiento personal que ésta conlleva.

 


 

 


 

La ambigüedad se convierte en un don, en una declaración de principios, un proclama de humanidad, que se sustenta en un cuadro absolutamente medido, vivo, cercano, de contacto directo con el espectador, pero estructurado de una manera numérica, de razón áurea, acaso para transmitir una visión del vientre materno, del ser humano, de la propia vida, del miedo a lo desconocido, a través de la rutina, las relaciones, la muerte, en una suerte de misterio para ir de la teatralidad a lo teatral, para que su pintura no sea una obviedad y todo nos sitúe en ese vive la vida final, o en esta proclama de amor teatral, de belleza pictórica, que siempre ha profesado Val Ortego.

Nadie, al comenzar una carrera, quiere imaginar la despedida, por más que Montaigne nos recordara que cada uno de nuestros días conduce a la muerte hasta que el último la alcanza. Ahí están esos jóvenes agrupados en su abstracción para demostrar que la belleza se encarna a veces en unos rostros, pero que el deseo está dispuesto a pactar con la realidad en cualquier lugar. Y ahí está esta pintura para juntarlo todo, la figuración y la abstracción, la verdad y la mentira, la crueldad y la piedad. Aprendemos a bailar con la vida, nos apretamos a sus muslos, no es posible evitar algún pisotón. Somos seres necesarios, porque somos seres necesitados. Es lo que sabe Val Ortego. Cuando la ficción moldea la realidad, cualquier dato biográfico pierde su carácter anecdótico para crear un sentido. El tríptico de Val Ortego nos dice que la vida no es más que un enredo, humilde y mortal, pero que los seres humanos merecen respeto precisamente por su fragilidad, y nos incita al sentido, a la ilusión, a la desconfianza. Son las paradojas, las ilusiones, de un escéptico enamorado de la vida.

La muerte y el tiempo acaban con todo. Pintar, para Val Ortego, es un camino cuyo fin, acaso, no es la pintura. Acaso ese fin sea la belleza, la perfección o la verdad. El poeta reflejaba en sus “Sonetos del amor oscuro” la noche de los místicos, esa profunda herida que a veces nos envuelve del cielo hasta los pies. El escenario que presenta Val Ortego, en efecto, produce casi siempre una sensación onírica, pero no está pintado con trazos tenebrosos o pesadillescos, sino más bien con los colores y las luces de una ensoñación tranquila y reparadora, a la manera de ciertos personajes bíblicos, quienes, una vez regresados de la muerte, van dejando la sombra del reino del que escaparon allá donde posan sus miradas. Es acaso éste uno de los cuadros de toda su producción que más impacto causa, afanado en reflejar una situación en la que el espectador queda atrapado por una atmósfera misteriosa, acaso amenazadora, aun cuando el punto de partida sea aparentemente trivial e inocente. Val Ortego nunca pierde esta veta perturbadora que recorre el volumen en su totalidad. Deja, tras su visionado, un poso de desasosiego y en ésto sí que se parece a los clásicos de la pintura barroca: ese Murillo, ese Velázquez, ¡esa luz!…

Un cuadro humano, insisto, repleto de atmósferas, de rostros, de gestos, de cuerpos, de los que extrae sus esencias y sus singularidades y los eleva a otra categoría al dibujarlos, interpretarlos, colocarlos no en el recuerdo o la memoria, sino en el presente. Los fondos, sus esencias, existen, se recogen, se reelaboran y se convierten en otras formas, en otras sensaciones. Todo lo que vemos es reconocible, pero, ¡ojo!, cuando la abstracción y la figuración se funden, todo se transforma, en vertical, en horizontal, en profundidad, entre luces y sombras. Busca las líneas rectas, las aristas, una geometría corporal que se funde en la gestualidad. Los tópicos se abandonan, se entra en una y otra fase del desarrollo y se hace a base de una nueva concepción, otra caligrafía que, en ocasiones, corresponde a una nueva gramática, incluso a una revisión ortográfica.

Una pieza refinada, grande, una suerte de bautismo con una esencialidad instalada en el clasicismo, sin complejos, en confrontación con lo contemporáneo. Todo queda en suspenso, con esos brazos que atrapan espacio, con esas piernas que se sueltan como katas, reminiscencias orientales en esas manos que recortan el aire. Los diez personajes centrales logran parecer una multitud, un mundo, una historia completa a la vez que hacer sentir a cada espectador que está asistiendo a un acto íntimo.

Como una lenta sucesión de “instantes de tiempo” sobre una ceremonia central de agrupamiento humano, la teatralidad densa, inquietante, axfisiante, que sirve de liturgia, de escenográfica iniciación a los jóvenes protagonistas. Como un singular y prolongado retrato de gestos y un torbellino de sentimientos del hombre actual (las botas, el sombrero), entre la ternura y el cansancio, la comprensión y la agresión, logrando que el tiempo abandone sus formas y se expanda o se repliegue.

Val Ortego dice que no hay que renunciar a nada, que estamos preparados para hacer grandes cosas y que oír música, ver películas, tener curiosidad por todo, seleccionar las lecturas, confiar en los (buenos) amigos, escuchar al que tenga algo que decir y no perder el tiempo, es la manera de aprender. El espectador, en todo caso, aprende con su pintura. La pintura misteriosa, emocional. La pintura viva. En los tiempos que corren, en los que los cuadros se fabrican, no se crean, el nombre de Alfonso Val Ortego debería ser reverenciado.

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