Por Julio José Ordovás
A Jorge Azcón la barba no le sienta mal.
Ojo: no digo que le siente a las mil maravillas, digo que no le sienta mal. Muchos políticos de cara aniñada dejan de afeitarse todos los días para parecer más serios, más respetables y más agresivos, como el desaparecido Pablo Casado o el monegrino Darío Villagrasa, pero a Azcón, curiosa y llamativamente, la barba lo ha rejuvenecido.
La suya es una barba moderada, de monarca constitucional o de director de colegio concertado, no como la de Abascal, que es un barbón de cruzado de la milicia cristiana, ni como la de Iglesias, que es una barbita de comisario estalinista. Sin pelos en la cara, Azcón parecía un empleado de la sección de ropa de hombre de El Corte Inglés o un ministro de la UCD. La pregunta es cómo surgió la temeraria idea de cambiar de ‘look’.
¿Lo decidió él mismo después de ver alguna serie de Netflix? ¿Se lo propuso su mujer? ¿Se lo sugirió alguien de su partido? ¿O simplemente cambió de peluquería? Fuera como fuese, el hecho es que fue un acierto porque Azcón ahora parece otro, más jefazo y más ministrable. La barba otorga carácter, personalidad, a los rostros anodinos, y también sirve para contrarrestar la calvicie cuando, como en mi caso, esta es palmaria.
Hay infinitos tipos de barbas: barbas revolucionarias, barbas califales, barbas hippiosas, barbas intelectualoides, barbas fundamentalistas, barbas estropajosas, barbas frailunas, barbas fluviales, barbas estudiadamente descuidadas o barbas de tres pelos. Azcón, al tiempo que se ha dejado barba, se ha cortado el flequillo, y esto también ha sido un acierto.
Los únicos políticos que todavía gastan flequillo son algunos políticos catalanes, y seguro que no quiere que lo confundan con ellos.