Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza
La España sociopolítica de los últimos cuarenta años, y eso incluye a la gente más anciana y a la más infantil que puebla hoy nuestro solar patrio, es abrumadoramente de izquierdas.
Cualquier análisis estadístico que vaya más allá del juego con los resultados electorales y las encuestas de autopercepción confirmaría, confirma esta hipótesis. Distinta es la cuantificación detallada y la aplicación de matices al fenómeno, pero parece incuestionable que España es rosa, porque es vital. Entendiendo por “rosa” (en sus diversas tonalidades) que lo es de ideología socialista o socialdemócrata, y por “vital” que es progresista, liberal (en el sentido jurídico originario de la palabra, que sugiere devoción por los derechos individuales), moderna y comprensiva, desenfadada y bullanguera, solidaria y caritativa, pobrista y cándida. Adjetivos todos aplicables a la impostación y al discurso, pero probablemente no así a la praxis, que suele apuntar hacia otro lado.
En todo caso, los españoles dicen profesar valores que se consideran amables frente a otros hostiles, y los valores se expresan en palabras seductoras que nadie rechazaría pronunciar en primera persona, y muchos, la mayoría, proclaman a los cuatro vientos. De ahí que cualquier formación que se apropie del imaginario republicano y laicista, europeísta, ecologista, igualitarista, multiculturalista, pacifista y hasta irenista, estatista… tiene garantizado el éxito en el mercado de las ideas y de los votos. Hallazgos semánticos como el de “escudo social”, new green deal, “no a la guerra”, “libertad sin ira”, “bienestar social”, son bazas de valor dirimente en la partida de la política española.
La hegemonía política de la izquierda es tributaria de esta visión, y demostrable a escala nacional, donde el PSOE ha gobernado España durante veinticinco años mientras que el PP apenas quince. Dejando aparte la facilidad del PSOE para obtener alianzas con los nacionalistas de distinto signo, que creo van más allá del mero oportunismo electoral (hay una agenda ideológica compartida de distancia, cuando no de ruptura, con la tradición nacional), el caso es que la gente, el electorado, la calle, la mayoría social… es de izquierdas. Incluso el centro es izquierda, en caso de duda.
Hay una explicación freudiana de todo esto, cifrada en la voluntad de ruptura y establecimiento de distancia con un pasado político que se identifica con una era oscura de opresión y autoritarismo generado desde fuera, por ajenos, por sujetos dominadores a los que otros (nosotros mismos), cobardes o desvalidos, no pudieron o quisieron vencer. Todo ello adobado de una nostalgia del tiempo no vivido y una historia (nacional y universal) mal contada y nunca bien aprendida. Pervive, en versiones más extendidas y sólidas, el afrancesamiento de la transición del Antiguo Régimen, el antiamericanismo noventayochista reformulado eufemísticamente en antiimperialismo, el antifranquismo postfranquista (“a moro muerto, gran lanzada”) y el repliegue interesado ante una pretendida superioridad moral y económica del carácter providencial del Estado (“que pague otro”).
En todo caso, tal es el hecho y con él hay que contar, un hecho vital y palpitante, rosa y brillante como la misma España cuya persiana debemos levantar cada día entre todos, también los grises y airados.