Por Javier Úbeda Ibáñez
Hay defectos propios de la sociedad, fallos del sistema que llegan a afectar a los individuos que lo forman.
Hay tres rasgos sostenidos por nuestra sociedad democrática que fomentan a la larga muchas indigestiones morales. Se trata del individualismo, del estatalismo y de la separación o abstraccionismo en el modo de plantear la moral y la política.
En sus inicios, el individualismo reveló aspectos muy interesantes. Pues rescató a las personas de una herencia de la sociedad medieval, en la que frecuentemente el individuo tenía limitada su iniciativa en la esfera social y en la privada. Pero el proceso fue demasiado lejos. Y, con el tiempo, se han manifestado tensiones que rasgan la unidad social.
«La modernidad, al intentar poner en práctica su propia definición —según la famosa frase de Madame de Stael, la ruptura de todo vínculo—, extrema progresivamente las actitudes individualistas, hasta llegar al deterioro social, que hoy verifica una y otra vez la sociología […] Acciones benéficas aisladas hay muchas, pero sirven de bien poco si el bien no se institucionaliza. Ahora bien, la institución es el vínculo. Particularmente, el tema de la familia es el más serio de la actualidad».
El segundo gran problema de nuestra sociedad es el estatalismo. Si el individualismo suponía una deficiente comprensión de la libertad, este es una consecuencia de una mala concepción de la igualdad. Las sociedades democráticas del Occidente actual ponen todavía más énfasis en la igualdad que en la libertad.
El Estado actual se ocupa de hacer real la libertad y la igualdad, y sin que apenas se perciba va tomando en sus manos la entera vida de las personas, hasta convertirse en el hoy llamado Estado de bienestar, que, como muchas veces se ha puesto de manifiesto, es un verdadero Estado providencia. Así, uno acaba pagando sus impuestos y, encargando el trabajo restante al Estado, con lo que se abandona el sentido concreto de mi responsabilidad por el prójimo, y se pierde la relación concreta y directa entre la acción de cada individuo y la historia.
El tercer problema social manifiesto es el carácter abstracto del planteamiento moderno de la moral y la política. Con esto se quiere decir que se invocan abundantemente los valores morales, pero se practican menos. O se habla de derechos humanos (es una idea digna de aplauso el formular, con carácter universal, unos derechos propios de todo ser humano en cuanto simplemente humano), pero resulta más difícil saber qué autoridad los va a inculcar.