Olivos racionalistas / Paco Bailo


Por Paco Bailo

 

El otoño es una segunda primavera, cuando cada hoja es una flor.
Albert Camus

 

Aprovechemos el otoño
antes de que el futuro se congele
y no haya sitio para la belleza
porque el futuro se nos vuelve escarcha.
Mario Benedetti

    Acaricio con la mirada la corteza verdinosa del tronco de este olivo centenario.

     No creo que el abuelo de mi abuelo cavando el hoyo llegara a imaginárselo tal como ahora lo disfruto, tendría otras urgencias en las que pensar aparte de su futura e impredecible provisión de aceite.

   Las raíces han levantado unos contrafuertes como de olvidada ermita románica, el tronco es más pirámide que columna, más cono rebelde que esbelto cilindro, y tras las podas la corteza se ha convertido en un atlas de tesoros con curiosas circunvalaciones e inquietantes recovecos.

    Las ramas son un laberinto que hormigas y arañas recorren sin esperar que Ariadna eche una mano, sabedoras de que Minotauro anda distraído leyendo el cuento de La bella y la bestia.

   Adivino que sus raíces se extendieron como zahoríes en busca del agua y contactaron con las de sus colegas a base de hongos y bacterias cómplices: los cerezos cuyas hojas van mutando a naranja, a rojo y al suelo, los almendros que ya han regalado sus presentes y vuelven a su curso trimestral de meditación, los aromáticos que ahora maduran.

    Me descubro canturreando sin querer aquello de “a la luz del cigarro te vi la cara…” y entre la tonadilla leonesa y el humo azulado me digo: “soy un olivo que piensa”, más o menos lo que dijo Descartes hace cuatro siglos, que como buen óptico y geómetra disfrutaría entre estos troncos sinuosos.

   Mis dieciséis mil millones de neuronas con sus arbóreas dendritas no hacen más que replicar este olivar con su alambicada red subterránea y su dédalo de brotes y ramas. Así como la brisa de este atardecer invita a que hojas y frutos se abracen arropados por la sensualidad del ocaso, mis neurotransmisores enlazan células y neuronas rescatando los recuerdos y memorias aletargados a una velocidad de casi un millón de sinapsis por segundo consiguiendo evocar a mis padres entre la escalera y las mallas, entre la nieve y el molino, imaginando al abuelo entonando unas jotas desde la rama más alta para espantar el frío o la llovizna y, casi seguro, el hambre.

    Amigo Descartes, el ermitaño Pascal te matizará diciendo que somos “una caña pensante”, no por lo frágiles sino porque el pensamiento nos otorga grandeza y dignidad y entre el universo inabarcable y la nada, que somos incapaces de percibir, mantenemos la nobleza de una apuesta sin condiciones porque, como estas hojas ocres que coreografían anualmente su imperceptible melodía minimalista, sabemos que hay un final.

    Pero al parecer hoy mis neuronas se han levantado racionalistas porque recogiendo la azada y apagando con cuidado la colilla me llegan entre susurros un par de frases de Spinoza, artesano pulidor de lentes y “príncipe de los filósofos” según Deleuze: “Sé también que es tan imposible que el vulgo se libere de la superstición como del miedo”. Oh, oh, algo intuía sobre pandemias y el nuevo orden mundial este holandés sefardí. Bulos por las redes y temores disimulados enfatizando la sumisión. Y como el eco de las nubes violáceas rebotando en la luna menguante percibo la siguiente: “Cualquier cosa que sea contraria a la naturaleza lo es también a la razón y cualquier cosa que sea contraria a la razón es absurda”.

    A ver si tanto móvil y cadena televisiva, tanto black friday y halloween, tanto todo y ya mismo, tanto take away y on line nos están exiliando de nuestro nido, nos están trasplantando a otros huertos, nos están expoliando el olivar, nos están borrando de nuestro estacional ecosistema.

      Mientras vuelvo a acariciar con la mirada estos olivos centenarios, ahora ampliada con los lentes de Spinoza, recuerdo otro de sus asertos: “Si no quieres repetir el pasado, estúdialo”. Así que voy a llamar a la ministra de educación y al consejero de la misma por estos andurriales para sugerirles que… ¡qué puñetas!, me voy a echar unas olivas a la ensalada bien regada de aceite y a brindar por mis ancestros y los vuestros mientras Yves Montand entona “Les feuilles mortes”.

Artículos relacionados :