Por José Luís Bermejo Latre
Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza
Cuando los intelectuales y los beneficiarios en general nos ufanamos de lo público, en realidad contemplamos lo gratis o, al menos, lo barato.
Educación, sanidad, servicios sociales… se consideran entre la población servicios públicos no tanto por su valor de garantía de la cohesión social y de un mínimo existencial garantizado por el Estado, ni por ser expresión de logros colectivos o de la solidaridad intergeneracional. Temo que si popularmente los contemplamos como servicios esenciales del “núcleo duro” del Estado Social es más bien por su gratuidad y universalidad o, en su caso, por su coste reducido. Una evidencia de ello es el uso del término “precio social” cuando se quiere aludir a bienes o servicios asequibles. Otra prueba de esta confusión es que otros servicios de interés general también universales y gratuitos, otrora públicos y hoy liberalizados y privatizados, no son denostados (radio, televisión, correos…) ni vistos con recelo, lo cual demuestra que no es el prestador lo que nos lleva a etiquetar a un servicio, sino otras condiciones, fundamentalmente su gratuidad. Una tercera demostración de esta confusión es que otros servicios esenciales para nuestra supervivencia son relativamente universales pero no gratuitos, y algunos han pasado por la etapa de la publificación y otros siguen en ella (agua, luz, hidrocarburos…).
Es necesario deshacer la confusión existente entre las muchas acepciones que, sumadas en la proporción oportuna, caracterizan al Estado Social (público-institucional-estatal-oficial-administrativo-gratis-libre-común-colectivo-social). Despejados los términos del debate, se pueden comprender y asumir las limitaciones inherentes a un sistema prestacional infinitamente creciente, para establecer prioridades y hacerlo realmente sostenible. Lo mejor que se le puede exigir al Estado Social no es la garantía ni la prestación gratuita de servicios esenciales, sino la cabal identificación de éstos y el diseño de las estrategias más apropiadas para que sean dispensados en condiciones de universalidad, igualdad, accesibilidad, continuidad, regularidad, calidad… en suma, hace falta aplicar la inteligencia a la gestión de la cosa pública y renunciar a las vísceras.
La inteligencia es absolutamente imprescindible en el mundo del siglo XXI, donde cualquier problema adquiere una complejidad y sofisticación técnica, social y medioambiental de gran magnitud. La inteligencia ya no puede cultivarse ni emplearse como hasta ahora, en que unas élites la detentan al modo medieval, como cuando sólo los monjes holgaban lo suficiente para pensar y contaban con los medios necesarios para reflejar y divulgar su pensamiento. La inteligencia ha de promocionarse y potenciarse, y la suma de todas las inteligencias individuales ha de propender a la creación de una inteligencia colectiva. En el Estado Social, inclusivo y participativo, la transparencia y la reflexión es la clave para el mejor diseño de las políticas públicas.
Así pues, cuando comprendamos la estructura de nuestro Estado y todos sus aditamentos (o sea, se nos enseñen rudimentos de sociología, derecho y ciencia política), y entendamos la mecánica de generación de los bienes y servicios (o sea, se nos enseñen rudimentos de economía), podremos entender nuestro sistema fiscal y tributario y valorar su utilidad y alcance para la satisfacción de las necesidades colectivas. Porque el establecimiento y garantía de los servicios públicos, su configuración y alcance, no pueden disociarse de la cuestión de su financiación. Una cosa es lo público y otra es lo gratis. Lo gratis gusta mucho si funciona. Lo público gusta mucho más si es gratis. Pero lo importante es que lo público funcione.